De supersticiones, racismo y otros temas





Fotografía tomada de needpix.com



El 11 de julio de 2019 el diario EL PAÍS publicaba una noticia que me llamó la atención, y no precisamente para bien. Bajo el titular “Dia se disculpa por colocar una figura de sapo en una tienda de Portugal para evitar el acceso de gitanos” se explicaba que la cadena de supermercados Día, que en el país vecino opera bajo la marca Minipreço, había -copio textualmente- “tenido que intervenir oficialmente y disculparse por la presencia de un sapo en una de sus tiendas”, aclarando a continuación que no se trataba de un anfibio de verdad sino de una figurita decorativa de esas que se suelen colocar en los jardines, las cuales podrán parecer de mejor o peor gusto -de todo hay- pero resultan ser, se mire como se mire, completamente inocuas. Así pues, ¿cuál era el problema?

Pues no otro que frente la irracionalidad no hay fronteras y las supersticiones, por sorprendente que parezca, todavía siguen campando por sus respetos. Una de las más tradicionales consiste en atribuir a los batracios y en especial a los sapos influencias malignas, por más que estos animalitos sean no sólo inofensivos sino también beneficiosos merced a su dieta insectívora. Pero ya se sabe, mientras bichos como las palomas, pese a tratarse de una plaga, disfrutan de una injustificada tolerancia, otros que no se meten con nadie se ver condenados a arrastrar una inmerecida fama de mal agüero al haber tenido la mala suerte de verse vinculados tradicionalmente con la brujería y la magia negra.

Si bien -algo es algo- en el conjunto del mundo desarrollado estas absurdas creencias son cada vez más minoritarias salvo en determinados ámbitos como el de los inmigrantes, al parecer no ocurre lo mismo en ciertos colectivos tales como los gitanos entre los cuales, a juzgar por lo que se describía en el artículo, siguen estando muy vigentes... demasiado vigentes, diría yo, ya que sorprende sobremanera descubrir que la colocación de muñequitos de ranas o sapos en los escaparates o las puertas de las tiendas suponga una efectiva medida disuasoria para impedirles la entrada.

Por si fuera poco, en vez de cuestionar lo absurdo de esta superstición y las razones que pudieran haber movido a estos establecimientos a tomar esta pintoresca iniciativa, la noticia se hacía eco de la existencia de Não Engolimos Sapos (no tragamos sapos), un movimiento activista -y gitano- empeñado en perseguir a los pobres muñecos a lo largo y ancho de Portugal exigiendo su retirada con la peregrina excusa de que se trataba de “abolir una práctica que intenta apartar a la comunidad gitana del acceso a bienes y servicios, basada en una creencia ancestral de esta minoría”, y que “en el comercio local es habitual ver sapos en los escaparates con el único propósito de ahuyentar a la comunidad gitana. Con este proyecto pretendemos alertar de esta forma de racismo sutil que comúnmente es aceptado y raramente cuestionado o discutido por la sociedad mayoritaria”... y se quedaban tan frescos.

No busquen, porque no la van a encontrar, el menor atisbo de autocrítica hacia tan absurda creencia ancestral -más ancestral todavía sería creer en los dioses olímpicos a estas alturas, y no sé de nadie que lo defienda-, ni tampoco se molesten en esperar una reflexión por parte de este colectivo sobre los motivos que pudieran haber motivado esta peculiar -y al parecer efectiva- reserva del tradicional derecho de admisión; porque ya se sabe que la fama ancestral -ésta también viene de muy atrás- de la afición por lo ajeno de miembros de esta etnia no sólo es rotundamente falsa, sino por si fuera poco racista. Lo que no faltaban, eso sí, en sus argumentos eran los habituales tópicos esgrimidos en clave victimista.

A su vez los comercios se defendían argumentando -y en principio habría que concederles al menos tanto crédito como a la parte contraria- que la función de los muñequitos no era otra que la puramente estética, pese a lo cual la coacción -los activistas antibatracios la definían como advertencia, a qué me sonará esto- debió de resultar efectiva, ya que se jactaban de haber conseguido la retirada de la mitad de ellos. Y, añado yo, no sólo mediante coacción -perdón, advertencia-; la directora de un corto presentado en 2016 en el Festival de Berlín rodó cómo un comando del que ella formaba parte entraba en las tiendas, robaba los sapos y, tras salir huyendo, los estampaba contra el suelo, lo cual se podría calificar como poco de daños a la propiedad ajena. ¡Y encima le concedieron el Oso de Oro! Parodiando al entrañable Obélix, están locos estos germanos.

En lo que respecta a la cadena Día, no bastándole con retirar la ranita y entonar el mea culpa por tan atroz delito, se apresuró a activar “los mecanismos internos de alerta y prevención para que situaciones similares no se repitan en ninguna de las 530 tiendas en territorio nacional”. Sin comentarios.

Yo alucino, y no por una sino por varias razones. La primera, y más inmediata, es que cualquier propietario de un establecimiento público tenga que estar al arbitrio de las manías o las chifladuras del primero al que se le ocurra pasar por allí, sea contra de la figura de un sapo, de un gato negro o de cualquier otra de las mil y una majaderías supersticiosas. Imagínense, por ejemplo, que surgiera un movimiento empeñado en exigir que las tiendas cerraran todos los martes y trece, o bien imponiendo que se clavaran herraduras en las puertas. Aparte, claro está, de la evidencia de que a nadie le obligan a entrar o de que, al menos hace años, en muchos establecimientos había colgado un cartel advirtiendo que estaba reservado el derecho de admisión, sin mayores explicaciones y sin que nadie se rasgara las vestiduras por ello.

La segunda y no menos grave es que, bajo el temor de ser tildados de racistas -o de cualquier otro ismo-, hayamos caído en una falsa y potencialmente peligrosa tolerancia hacia cualquier colectivo que haya aprendido a explotar su victimismo sin ofrecer nada a cambio, ni siquiera algo tan inmediato como comprometerse a ser considerados exactamente igual que el resto de la sociedad, con idénticos derechos e idénticos deberes y sin privilegios ni excepciones de ningún tipo justificados en base a que es su cultura. Advierto, no sea que alguien intente coger el rábano por las hojas, que ni estoy generalizando -he conocido casos de gitanos perfectamente integrados- ni pretendo propugnar nada parecido a que se obligue a éste o a cualquier otro colectivo social a renunciar a su propia identidad, aunque sí quiero resaltar la necesidad de que cualquier ciudadano -al igual que Savater rechazo de plano cualquier presunto derecho que no sea de índole individual- respete las normas de convivencia comunes para el conjunto de la sociedad, y huelga decir que éste en modo alguno un caso único; véase, por ejemplo, el de los cargantes y egoístas nacionalismos.

Por último, conviene resaltar también algunos detalles que, como cabía esperar, no aparecían en el texto del artículo pero sí fueron sacados a relucir en los comentarios de los lectores, por lo general bastante más interesantes que las propias noticias: la automarginación interesada de este colectivo; su acendrado racismo -aunque suene a paradoja- frente a quienes no lo son, empezando porque el término payo con el que nos tildan es de por sí peyorativo: “Ignorante y rudo” según el DRAE, que por cierto lo define acto seguido como “Entre gitanos, que no pertenece al pueblo gitano”; la evidencia de que no hay que ser condescendiente con las supersticiones, por muy ancestrales que éstas puedan ser, o la perogrullada de reflexionar sobre las razones por las que un comerciante prefiera renunciar a los posibles beneficios de las ventas a miembros de un colectivo determinado dificultándoles la entrada en su establecimiento a todos ellos, sean o no de fiar a título individual; porque, con independencia de la injusticia que supone hacer pagar a justos por pecadores, cuando el río suena algo de agua llevará.


Publicado el 15-7-2019