El síndrome Carabel, o cuando el trabajo se te mete en casa





Fotograma de El malvado Carabel



El malvado Carabel , una cáustica novela escrita por Wenceslao Fernández Flórez en 1931 y magistralmente adaptada al cine por Fernando Fernán Gómez en 1956, relata la vida de Amaro Carabel, un pobre infeliz al que ser buena persona no sólo no le ayuda en absoluto sino que, por si fuera poco, le crea complicaciones sin cuento. Aunque sus peripecias son muchas y a cada cual más desopilante, la que aquí nos interesa es su trabajo en una oficina siniestra sometido a la férula de unos jefes que, bajo el manto de un aparente paternalismo, explotan a sus empleados hasta unos extremos inimaginables. Por si fuera poco, uno de ellos tiene el antojo de organizar “fiestas deportivas” a las que están “invitados” todos sus subordinados, forzados a echar el bofe trotando campo a través mientras su superior comparte con ellos el espíritu deportivo... jaleándoles cómodamente sentado en el asiento de un coche que ni siquiera conduce1. Porque, como explica el protagonista a su frustrada novia, “después de un desfalco, nada hay que pueda indignar tanto al señor Bofarull como la ausencia de un dependiente suyo en las fiestas deportivas que organiza y dirige”.

Podría seguir poniendo ejemplos tales como Las verdes praderas, de José Luis Garci, o El apartamento, de Billy Wilder, por recordar tan sólo dos de los más conocidos, de abusos de los jefes hacia sus subordinados aprovechándose de que éstos, atenazados por la amenaza de un despido o por el temor a un presumible acoso, o bien tan patológicamente tímidos que son incapaces de defenderse, no van a ser capaces de pararles los pies... y aunque evidentemente estas películas muestran situaciones extremas y, por fortuna, poco verosímiles en toda su crudeza, lo cierto es que, desde un enfoque crítico y satírico, reflejan a un problema real que, con mayor o menor intensidad, son muchos los que lo han sufrido a lo largo de su vida laboral.

De hecho, no resulta nada difícil descubrir lo laxa que resulta ser para muchos jefes la frontera entre el ámbito laboral y el privado, lo que conduce en muchas ocasiones a situaciones cuanto menos incómodas e indeseadas. Así, está la plaga del presencialismo, que fuerza a los empleados a prolongar sus jornadas laborales más allá de lo establecido, muchas veces de forma habitual e injustificada, tanto si se les exige trabajar fuera de su horario como si simplemente se ven obligados a hacer bulto al estar mal visto abandonar la oficina antes que el jefe... por supuesto, sin compensación económica ni de cualquier otro tipo.

Pero no es de esto de lo que deseo hablar sino de algo mucho más sutil, pero no por ello menos irritante, en línea con los argumentos de estas películas, las actividades extralaborales que, según ciertas tendencias provenientes ¡cómo no! de allende el Atlántico, pretenden extender el control de los trabajadores incluso en su vida privada.

Yo, vaya por delante, tengo muy claro que el ámbito laboral y el personal, aunque no estancos, sí conviene mantenerlos convenientemente delimitados, de modo que las yuxtaposiciones que se puedan producir entre ambos sean libremente consentidas por los interesados, y nunca impuestas de una forma más o menos solapada. Cierto es que, al pasar tanto tiempo en el trabajo, es normal que se tejan unas relaciones sociales con los compañeros que, por interés común, conviene que sean lo más cordiales posibles; se trata, en definitiva, de disfrutar de un buen ambiente laboral, lo cual redundará no sólo en un mayor bienestar de los trabajadores, sino también en una mayor productividad, con lo cual todos contentos.

El problema surge cuando alguien pretende convertir esta cordialidad en una forzada seudoamistad que el sentido común indica que a nada bueno puede conducir, sobre todo cuando se invade la parcela personal de los afectados. Ciertamente se pueden establecer amistades en el trabajo, como en cualquier otro ámbito social, pero no es menos evidente que lo normal será que el grado de afinidad, o de simpatía, de un trabajador dado con el resto de sus compañeros, incluidos sus jefes, oscile a lo largo de todo el espectro que abarca desde la amistad hasta la enemistad, pasando por los distintos grados intermedios de indiferencia, en función de las idiosincrasias respectivas.

Si bien cualquiera lo suficientemente educado puede ser capaz de controlar razonablemente bien su antipatía, o su falta de simpatía, hacia una persona determinada, cubriéndola bajo una capa de cordialidad más o menos superficial pero sincera, no es menos cierto que todo aguante tiene su límite... y que no suele ser una buena táctica intentar forzarlo. Sobre todo, cuando esto implica además intromisiones no deseadas en la vida privada de los interesados.

Sin embargo, y pese a tratarse de algo que a mí me parece evidente, cada vez son más los lumbreras que, al parecer, están convencidos de que la confraternización urbi et orbe entre los compañeros de trabajo es muy buena para la empresa (ha de suponerse, como acto de fe, que para los trabajadores también), aunque sea en horario de farmacia de guardia y forzando la voluntad de éstos, a los cuales cabe pensar que podrá apetecerles o no. En cualquier caso, y quizá para evitar posibles remoloneos, y se encargará el jefe de turno de pastorear a sus subordinados tal como hacía el señor Bofarull en El malvado Carabel, no sea que alguno vaya a tener la tentación de perderse por el camino.

Voy a hacerme eco de dos artículos, publicados en sendas secciones de un mismo periódico y además el mismo día (en enero de 2016), para demostrar que la sátira de Wenceslao Fernández Flores y Fernando Fernán Gómez no está tan alejada de la realidad como pudiera parecer. El primero, titulado La mejor alineación empresarial, hace alusión a los “beneficios” de todo tipo que según el redactor proporcionan los equipos de fútbol de las empresas, en muchos de los cuales (cito textualmente) “ juegan juntos dueños, directores ejecutivos, mandos medios y personal de limpieza; todos atacando la misma portería, aumentando con ello el sentimiento de identidad empresarial”. Porque, según se defiende en el artículo, el deporte proporciona bienestar a los trabajadores ya que, según diversos organismos internacionales a cuya autoridad se invoca, “la actividad física disminuye tanto los niveles de estrés provocados dentro y fuera del trabajo como los riesgos de depresión”, “la práctica deportiva reduce en un 32% el absentismo laboral”, “un empleado activo físicamente es 12% más productivo que uno sedentario” o “un trabajador deportista ayuda a ahorrar 380 euros anuales en cobertura médica”. Casi nada. Así pues, no es de extrañar que la conclusión sea así de tajante: “patear el balón entre colegas y enfrentar en la cancha a otras compañías tienen muchas ventajas. Los beneficios del fútbol en el mundo corporativo son muy grandes si los comparamos con los costos de inversión”.

Lamentablemente, existe un pequeño problema capaz de amargar tan idílica visión del hermanamiento entre trabajo y deporte. Da la casualidad de que no a todo el mundo le gusta el fútbol e, incluso, son bastantes a los que no le interesan los deportes, sin olvidarnos de que hay también muchos aficionados de sillón, capaces de tirarse horas y horas plantados frente a la televisión viendo partidos, a los que no se les haría correr detrás de un balón ni poniéndoles delante a un miura cabreado. Eso sin contar, claro está, con que existe un amplio espectro de gorditos, perezosos, veteranos más o menos artríticos y achacosos -y más que habrá, con el empeño de alargar cada vez más la edad de jubilación- y, en general, gente a la que no le apetece en absoluto torturarse con el ejercicio físico, sin que por ello tengan que correr necesariamente el riesgo de convertirse en víctimas del estrés, de la depresión o del absentismo laboral. O que, simplemente, una vez terminada su jornada laboral les apetece irse a casa y dedicarse a sus cosas sin molestar a nadie. En resumen, me parece estupendo que quien quiera sumarse a estas prácticas deportivo-laborales lo haga, faltaría más, pero sin generalizar porque esto es algo que queda muy feo.

Pasemos ahora al segundo artículo, titulado aviesamente Empleados contentos, empresarios más ricos. Sí, claro, se trata de una perogrullada; ahora hace falta saber de qué forma pueden estar los empleados más contentos, aunque así a bote pronto se me ocurre, por ejemplo, que probablemente se alegrarían bastante si se les subiera el sueldo o se les acortara el horario de trabajo.

Pero mucho me temo que no iban por ahí los tiros. Tras esbozar una serie de obviedades sobre la racionalización de los horarios -¿de qué sirve cuando éstos se convierten en papel mojado-, criticar el presencialismo sistemático y defender el trabajo por objetivos, todo lo cual en teoría está muy bien, pronto se empieza a ver por donde van en realidad los tiros: defendiendo la importancia de que los empleados se sientan relajados en su trabajo, se nos suelta el ejemplo de una compañía multinacional que, con objeto de que sus trabajadores puedan cargar las pilas, se les facilitan prestaciones tales como “gimnasio, padel, ping-pong, futbolín, un huerto urbano y mascotas para ayudar a desconectar”... lo cual me deja bastante perplejo ya que, volviendo a lo mismo de antes, mucho me temo que a bastante gente no le atraería demasiado esa oferta mayoritariamente deportiva, con el añadido del futbolín -yo no lo juego desde mi lejana infancia-, el huerto -no a todo el mundo le gusta doblar el espinazo azadón en ristre- o las mascotas, alergias y repulsión a los perros y a los gatos incluidas. Echo en falta, por cierto, una oferta alternativa de bibliotecas, videotecas, fonotecas, hemerotecas, grupos de teatro, talleres culturales, visitas a museos... ninguna de las cuales, por lo que se ve, entraba en las previsiones de esta empresa para relajar a sus empleados.

Pero la cosa no queda ahí. Bajo los argumentos de que “crear un vínculo con la empresa aumenta la implicación en ella” y que “las actividades extralaborales favorecen el esfuerzo y el trabajo en equipo” -¿dentro o fuera del horario laboral?-, se justifican propuestas tan sorprendentes como “meriendas solidarias en las que los empleados atienden a jóvenes en riesgo de exclusión o barbacoas en el jardín de la oficina”. Con dos narices, y el que tenga el colesterol alto o no le apetezca confraternizar con extraños en sus horas libres, que se fastidie.

Claro está que el sorprendente párrafo final tampoco tiene desperdicio: “Porque todos comparten un mismo proyecto, sacar la empresa adelante”. O sea que, si no lo he entendido mal, para sacar una empresa adelante hay que jugar al fútbol, ir al gimnasio, cavar en un huerto, pasear perros, hacer de asistente social y participar en barbacoas. Todo esto en buena -o mala- compañía y supervisado, supongo, por los jefes, siempre tan atentos al “bienestar” de sus subordinados.

Y, aunque por ahora parece ser que la mayoría de las empresas españolas se limitan a fastidiar a sus empleados siguiendo recetas más tradicionales sin necesidad de virguerías importadas de Anglosajonolandia, no desesperen ustedes porque todo se pega menos la hermosura, así que ya veremos en qué queda la cosa andando el tiempo. De momento ya empieza a oírse hablar del coaching, horrendo palabro con el que se define “ el proceso interactivo y transparente mediante el cual el coach o entrenador y la persona o grupo implicados en dicho proceso buscan el camino más eficaz para alcanzar los objetivos fijados usando sus propios recursos y habilidades ”. Miedo me da lo que se puede esconder detrás.

De momento ya tenemos clásicos de toda la vida tales como las tradicionales comidas/cenas de empresa, en especial durante el período navideño, sobre las cuales se ha hablado y se ha escrito largo y tendido, por lo cual poco podré yo añadir. Como es de sobra sabido, estas comidas/cenas de navidad, además de resultar tediosas y aburridas para mucha gente, pueden llegar incluso a convertirse en una auténtica pesadilla para aquellos que, por la razón que sea, no quieren, no pueden o no les apetece cumplir con el ritual de ir a comer/cenar con sus compañeros, jefes incluidos, con independencia de que éstos les puedan caer bien, mal o regular.

En cualquier caso, quien se resigne a ir, aunque sea sólo por cumplir, siempre correrá el riesgo de que alguien se ponga a hacer el ganso pretendiendo además que todos los demás le hagan coro, de modo que si rehúsa, aunque sea educadamente, a participar en semejante ritual tribal será tildado de muermo, aguafiestas e intolerante, si no de cosas todavía peores. Y como ose no asistir, es muy probable que de nada le valgan a posteriori las excusas educadas, reales o no, para librarse de las malas caras o, con un poco de suerte, de la “terrorífica” acusación de no querer integrarse en el grupo, como si trabajar a cambio de un salario implicara un compromiso equivalente, o casi, al de profesar votos en una comunidad monástica.

Y eso que estamos hablando de algo tan elemental como que cualquiera tiene derecho a organizar su tiempo libre y su vida privada como mejor le parezca, sin menoscabo de que asista a actos sociales con sus compañeros de trabajo sólo si así lo desea, y por supuesto sin tener que dar explicaciones de ninguna clase. Pero la realidad, por desgracia, no es siempre así.


Publicado el 10-1-2016