Obligatorio chaqueta y corbata





Aunque la mona se vista de seda...



En estos tiempos neoinquisitoriales que corren en los que la dictadura de la corrección política campa cada vez más por sus respetos, uno de los mantras más repetido por los apóstoles de la uniformidad suele ser el de la lucha a ultranza contra cualquier tipo de discriminación, real o imaginada... lo cual resultaría aceptable de no mediar la circunstancia de que el arma que esgrimen para combatirla es precisamente aplicar más discriminación a machamartillo, por mucho que a ésta se le añada el calificativo cosmético de positiva en la ingenua pretensión de que basta con ello para conferirle una naturaleza benéfica.

Pero no es esto lo que quiero comentar en esta ocasión, sino tan sólo poner un ejemplo concreto de como esta forzada imposición de hábitos incurre en contradicciones fragrantes a poco que se rasque en ella, lo cual no es óbice para que sus profetas continúen imponiendo impertérritos -o por lo menos intentándolo- su particular cruzada.

Cierto es que las mujeres han sido histórica e injustamente discriminadas por los varones, y cierto es también que todo intento sensato para acabar con esta discriminación será no sólo necesario, sino imprescindible ya que, aunque el machismo se bate por fortuna en retirada al menos en nuestra sociedad -en otras culturas el tema es harina de otro costal-, todavía hoy sigue haciendo bastante daño. Hasta aquí nada tengo que objetar, y si la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres se entiende como feminismo, yo me declaro feminista.

El problema, y lo comento brevemente para no desviarme demasiado, es que muchos de estos progres parecen no haber entendido que la lucha contra la discriminación sexual, al igual que contra cualquier otra, pasa indefectiblemente por considerar de forma exclusiva la valía personal de cada persona con independencia de sus características particulares de sexo, raza, edad, cultura, religión, etc., y por supuesto huyendo como de la peste de presuntas discriminaciones positivas tan sesgadas e injustas como aquéllas a las que proclaman combatir.

Lo chusco del caso es que, cuando nos encontramos con una discriminación sexual inversa, es decir, aquélla que perjudica de forma sistemática al varón, estos apóstoles de la modernidad se callan como si no fuera con ellos, a pesar de que estos casos, que no por resultar anecdóticos dejan por ello de existir, suelen ser paradójicamente herencias obsoletas del machismo -y también del clasismo- más rancio imperante hasta hace unas pocas generaciones.

Voy a poner un ejemplo reciente de ello. Hace unos días llegó a mis manos una invitación para un acto cultural en una institución a la que se podría catalogar sin ambages como conservadora y elitista, no desde el punto de vista político -aunque quizá también- sino social.

La invitación traía una coletilla que recordaba la obligación de asistir con ropa adecuada. Hasta aquí no encontré nada censurable, ya que soy el primero al que repele la epidemia de feísmo y extravagancia que nos invade con vaqueros raídos y rajados, camisetas y sudaderas roñosas o zapatillas deportivas de diseños escandalosos, eso sin contar con atentados al propio cuerpo tales como tatuajes, ferretería surtida atravesando todo lo atravesable o peinados estrafalarios tanto en la forma como en los colores... y yo, desde luego, sería el primero en no dejar pasar a alguien que llevara esas pintas.

Claro está que mi concepto de ropa adecuada, mucho me temo, no debe de coincidir demasiado con el de estos señores, ya que tampoco me apetece en absoluto ir disfrazado de pijo o emperifollado como un pavo real. Pero lo peor no era esto, sino la coletilla con la que continuaba: “Caballeros, obligatorio chaqueta y corbata”.

Bien, vaya por delante que siempre he aborrecido estos atavíos por considerarlos incómodos e innecesarios: la corbata es para mí un dogal al que no encuentro la menor utilidad y sí considerables molestias, desde la desagradable opresión en el cuello hasta la posibilidad de manchártela a la más mínima dada su tendencia a salirse del alfiler con el que se sujeta a la camisa. En cuanto a la chaqueta no conozco otra prenda masculina más fastidiosa, ya que te hace pasar calor en verano y frío en invierno a no ser que te resignes a usar el asimismo incómodo chaleco. Compárenla con una cazadora y verán si tengo razón o no en lo que digo. Y por supuesto, entiendo que se puede ir correctamente vestido sin necesidad de estos arcaicos disfraces que evito ponerme siempre que puedo.

Pese a todo lo que más me chocó no fue esto, sino la inexistencia de una imposición similar para las damas. Dicho con otras palabras, si se deja a su criterio que vayan vestidas de una manera adecuada sin cortapisas ni imposiciones de ningún tipo, ¿por qué a los hombres, lejos de darnos la misma libertad de elección, nos hacen pasar por las horcas caudinas? ¿Acaso nos consideran incapaces de saber vestirnos de una manera adecuada sin necesidad de que nos tengan que imponer un uniforme? Y ya puestos, ¿acaso el hábito hace al monje?

Huelga decir que se trata de una entidad privada y, como tal, son muy libres de imponer las condiciones de acceso que prefieran, al igual que yo soy muy libre de aceptarlas o no; la cuestión no sería muy distinta si exigieran llevar un traje de lagarterana, un disfraz de mosquetero o ir como Dios nos trajo al mundo. Pero lo que me indigna no es, vuelvo a repetirlo, el arcaísmo trasnochado de la exigencia de una indumentaria determinada, y ni tan siquiera que ésta se aplique únicamente al sexo masculino. Lo que me indigna realmente es que, aunque sea por omisión, ni las asociaciones feministas ni la progresía andante jamás hayan dicho ni mu en contra de esta, se mire como se mire, flagrante discriminación por motivo de sexo que, dicho sea de paso, tampoco es la única.


Publicado el 9-10-2018