Muertos de tercera





Las pirámides de Guiza. Fotografía de Ricardo Liberato


En el momento de escribir estas líneas muy lejos, pero también muy cerca, en el remoto Atlántico Sur, dos naciones que presumen de civilizadas continúan enzarzadas en una estúpida e inútil guerra en la que se dirime, con el sofisticado armamento actual, un trasnochado conflicto de reminiscencias victorianas. Ya desearía saber si acaso ha existido en la historia una guerra útil, una guerra justa; sinceramente, estoy convencido de que no. Pero como bien se ha denunciado en numerosos comentarios, nos encontramos frente a un conflicto, el de las Malvinas, que bien podría encabezar una antología de la irracionalidad humana.

Y sin embargo, esta absurda confrontación está costando muchas vidas humanas. Son los muertos anónimos, el precio inevitable que dicen algunos. Yo les preguntaría en cuanto estiman el valor de una persona; a buen seguro me responderían que muy poco. Es evidente que no estoy en modo alguno de acuerdo, pero desgraciadamente la historia demuestra que el desprecio a la vida, ajena por supuesto, es una constante en la historia de la humanidad; y mucho me temo que lo continuará siendo aún durante mucho tiempo.

No es esto, empero, lo más grave de esta aberrante situación, sino el constatable hecho de que en esta injusta tasación existen palpables categorías. Hay muertos anónimos, pero también muertos ilustres. Muertos de tercera y muertos de primera. Y si no, véase cómo bastaron unos confusos rumores que afirmaban que el buque insignia británico, el portaaviones Invincible, había sido tocado por la aviación argentina, para que la opinión pública sintiera que el corazón le daba un vuelco. ¿El motivo? En ese barco viajaba el príncipe Andrés, segundo en la línea de sucesión al trono británico. Nadie se acuerda ya, sin embargo, de los centenares de desaparecidos en el hundimiento del crucero argentino General Belgrano. Eran, evidentemente, menos importantes que el ilustre vástago real.

Bajando otro peldaño más en esta injusta, y sin embargo real, escala de valores (de castas, más bien), nos encontramos con otro conflicto armado que ensombrece el pretendido carácter civilizado de nuestra especie: la ya larga guerra entre Irán e Irak. Se trata de una estéril y sangrienta contienda en la que las victimas se contabilizan por decenas, o quizá centenares, de miles. Siendo un conflicto infinitamente más grave que el del Atlántico Sur, al menos en lo que a coste humano se refiere, ha sido por el contrario totalmente eclipsado por este último a la hora de ser tratados ambos por los medios de comunicación. ¿Acaso los persas y los árabes son muertos menos importantes que los ingleses o los argentinos? Les confieso que a veces no puedo por menos que avergonzarme de mi condición de civilizado occidental.

Lamentablemente, aun entre nosotros mismos practicamos esta macabra discriminación precisamente cuando sobreviene lo único que nos equipara con la totalidad de los mortales, el final de la vida. Diríase que nuestra sociedad, clasista por naturaleza, no ha dudado en proyectar sus baremos más allá de la muerte física; no deja de ser sintomático que las grandes conquistas sociales dirigidas en aras de la democratización de la convivencia, tan sólo hayan surtido efecto en el ámbito de nuestras vidas, no así en el de nuestras muertes.

Estos días ha sido noticia de primera página el súbito fallecimiento de la actriz austriaca Romy Schneider. Ciertas revistas tendrán material informativo para varias semanas, y quizá la televisión programe un ciclo de películas en homenaje a la fallecida actriz famosa por su interpretación de Sissí. Sin embargo, nadie recuerda ya a aquel drogadicto que murió de sobredosis en cualquier rincón de la ciudad, aunque puede que algún rotativo nacional recoja en su fría estadística diaria el fallecimiento de un olvidado anciano recluido en un sórdido asilo.

No existe institución alguna que se salve de practicar esta discriminación post-mortem; la misma Iglesia, que por un lado nos recuerda la gran verdad de que tan sólo somos polvo, por otro discrimina a los no católicos, incluso después de fallecidos, negándoles sepultura en tierra sagrada. El hecho de que a éstos no les preocupe ya la ubicación de su sepultura, no implica en modo alguno la falta de efectividad de esta prohibición, puesto que quien la efectúa -la Iglesia- sí está convencida de su importancia. ¿Y qué decir de quienes hacían del entierro el colofón de una vida marcada por la presunción y el afán de destacar sobre los demás? Afortunadamente ya han desaparecido aquellos decimonónicos duelos en los que el féretro era llevado en una fastuosa carroza y acompañado por una nutrida tropa de hipócritas plañideras, pero aún hoy persisten varias categorías de sepelios, con lo que la democratización del país parece no haber llegado todavía a los cementerios.

Hay un viejo refrán castellano que afirma que “genio y figura hasta la sepultura”. A tenor de nuestras costumbres, yo me atrevería más bien a afirmar que el genio y la figura persisten hasta mucho después de la sepultura. Todo ello a consecuencia, o mejor dicho, como lógico colofón del culto mortuorio característico de la especie humana.

Por encima de limites temporales o culturales, el hombre ha sido siempre el mismo. Algunas culturas han llegado a hacer del recuerdo a los antepasados una auténtica religión, como es el caso del sintoísmo, y la paranoia humana ha encontrado su máximo exponente en la erección de las imponentes e inútiles pirámides egipcias. Lo lamentable es que no siempre hemos sabido distinguir entre la memoria de los que se fueron y su persistencia física como despojos óseos; hemos confundido, en definitiva, el culto a su personalidad con la veneración de sus esqueletos.

Yo siempre he sentido una especial aversión hacia los huesos humanos, por lo que no me explico cómo alguien haya podido encontrar agradable y hasta sublime el culto que la Iglesia dispensa a las reliquias; a mi personalmente esas tibias y calaveras, por muy de santos que sean, tan sólo me producen desagradables escalofríos. No se crea que es la religión la única responsable de esta necrofilia; los comunistas rusos, nada sospechosos de connivencia con la iglesia ortodoxa de su país, muestran orgullosos la carcomida momia de Lenin, y mostraron en su día la de Stalin.

Lo más curioso del caso es que, como indicaba antes, esta actitud tan sólo se extiende a aquellos cadáveres de personas comúnmente consideradas importantes. Y aún más, el reconocimiento póstumo se ha convertido en uno de los más hipócritas comportamientos de nuestra sociedad. Menudean en la historia los casos de personajes muertos en la miseria y en el más absoluto de los ostracismos, habiendo sido posteriormente reconocida su valía cuando ya a ellos poco les podía importar lo que se hiciera con sus huesos.

Como se ve, se trata de un fenómeno que no conoce el menor tipo de limitación impuesta por factores culturales o religiosos. En todos los países proliferan los panteones de personajes ilustres, y en aquéllos en los que persiste la institución monárquica suele haber un lugar específico en el que reposan los restos de los monarcas fallecidos.

En nuestra sufrida España contamos a buen seguro con una triste marca: Vivimos en el país en el que los huesos están menos seguros. Víctimas de nuestra secular inestabilidad política, los restos de nuestros ilustres exiliados han venido sufriendo un macabro vaivén del que no se han salvado por muchos años que llevaran inhumados fuera de nuestro país. Lo más llamativo de este, por otra parte, lamentable hecho, es que tan singular trasiego ha provocado multitud de anécdotas dignas de una antología macabra. Tal es el caso que se produjo al repatriar los restos de Goya, fallecido e inhumado en Francia; ante la imposibilidad material de separar los huesos del genial pintor de los de un anónimo exiliado español enterrado junto con él, los responsables del traslado optaron por recoger los de ambos, que aún hoy se veneran mezclados en la actual tumba del sordo de Fuendetodos. Todo un símbolo.

Mucho más cerca tenemos el caso del cardenal Cisneros, discutido pero sin duda importante personaje del Renacimiento español. Sus restos reposan actualmente bajo una sencilla lápida en la iglesia Magistral de Alcalá de Henares, mientras en otro lugar de la ciudad, en la capilla de San Ildefonso, se encuentra su sepulcro, una magnífica obra de arte, evidentemente vacío.

Por encima de todo, no creo que a Goya y a Cisneros les importe ya lo más mínimo lo que ocurra con sus cadáveres; si después de la muerte no existe nada, no hay la menor razón para preocuparse. Y si existe algo, sea lo que sea, a buen seguro que estarán más interesados por otras cosas que por la suerte que puedan correr sus ya escasos despojos.

Así es nuestra sociedad. Se recuerda a John Lennon y a Elvis Presley, y se les seguirá recordando cuando de ellos tan sólo queden unos míseros huesos. Mientras tanto, muy pocos preguntan aún por la suerte del chaval que se tragó el Henares hace dos años, y hace tiempo que dejó de ser noticia el trágico goteo de la colza. Son, evidentemente, muertos de tercera.


Escrito el 2 de junio de 1982
Publicado el 19-9-2010