Progresismo y reaccionarismo





Uno de los tradicionales mantras progres


Antes de nada, y para situarnos adecuadamente desde el punto de vista semántico, resulta conveniente recapitular sobre los conceptos de izquierda y derecha, o de progresismo y conservadurismo, no desde el enfoque político que actualmente se les da -o desde cualquiera otro anterior-, sino más bien atendiendo a su misma raíz etimológica, lo cual no es precisamente lo mismo. Por esta razón, para entendernos será preciso definir con precisión ambos polos -evidentemente sendos extremos de un continuo existente entre ambos- intentando evitar aquellos calificativos que pudieran tener connotaciones capaces de desviarnos de su significado original.

Así, podríamos empezar considerando que existen personas conscientes de que la sociedad es un ente dinámico que va cambiando y evolucionando constantemente, razón por la que habrá que intentar adaptarse a estos cambios -y si es posible incluso adelantarse- en busca siempre, claro está, de un futuro mejor. Este tipo de personas ha estado presente desde el inicio mismo de la historia, pero por simplicidad es preferible limitarnos a nuestro propio país y a tan sólo unos pocos siglos en el pasado: serían, según los distintos nombres que han recibido en diferentes épocas, los arbitristas barrocos, los ilustrados del siglo XVIII, los afrancesados y liberales de principios del siglo XIX, los progresistas de mediados de esta misma centuria o, inicialmente, lo que ahora se considera la izquierda política heredera de la escuela marxista. Su contrapunto serían los tradicionalistas, los apostólicos, los absolutistas, los conservadores, los carlistas, los franquistas... todos ellos caracterizados por un común rechazo a los cambios, fueran éstos de la índole que fueran.

Sin embargo, conviene no incurrir en el error de identificarlos respectivamente con la izquierda y la derecha sociales, ni mucho menos con las políticas, actuales, ya que la realidad es mucho más compleja. Pero sobre este punto ya incidiré más adelante.

En esencia, la diferencia fundamental entre ellos estriba entre quienes tienen la mente abierta a los cambios y quienes la tienen cerrada, y en esto habrán cambiado los nombres y las circunstancias pero no la actitud básica, que esencialmente sigue siendo la misma. Un progresista -tomemos este calificativo de entre todos los posibles para definir al primer grupo- buscará básicamente el progreso social, huyendo tanto de revoluciones suicidas por cuanto tienen de salto en el vacío -y de riesgo de retroceso-, como de inmovilismos injustificados y decididamente rancios. Por supuesto que mi concepto de progresista no está reñido con el de conservador, entendiendo como tal al que mantiene unas firmes raíces sólidamente arraigadas en el pasado las cuales, a modo de cimientos, puedan permitirle seguir elevando el edificio hacia las alturas. O, si se prefiere, pienso que no es necesario renegar del pasado, siempre que éste no suponga una rémora para seguir avanzando.

El problema estriba en que el término conservador se ha convertido en la práctica en antónimo de progresista, con lo cual corro el riesgo de ser mal interpretado. Para mí conservador no es el inmovilista cerril que se niega al más mínimo cambio, sino aquél que gusta de conservar todo cuanto merece la pena de ser preservado. Por esta razón, prefiero usar reaccionario como opuesto a progresista, por parecerme más definitorio.

Y aquí nos encontramos con la gran falacia actual de intentar vender a la izquierda política -en general el comunismo, aunque también en buena parte el socialismo- como el sector progresista por antonomasia... lo cual no deja de ser un sarcasmo si nos fijamos en la evolución de los regímenes políticos comunistas allá donde lograron implantarse, no tanto en aquellos países en los que ya ha desaparecido -la antigua Unión Soviética y sus satélites del este europeo- como en aquellos pocos residuos que se resisten a desaparecer, básicamente Corea del Norte y Cuba, ambos regímenes convertidos en caricaturescas dictaduras que de progresistas no tienen ni tan siquiera la cáscara, eso sin olvidar movimientos reaccionarios, todavía relativamente recientes, del calibre de la Revolución Cultural china o la aberración de la dictadura jemer camboyana.

En cuanto a China, el otrora gigante rojo, hoy en día es cualquier cosa menos comunista, aunque sigue siendo una dictadura con todas las de la ley; en realidad a su evolución actual podría tildársela de desarrollismo, algo diferente por completo del verdadero progresismo, puesto que no tiene en cuenta los intereses del individuo sino los del estado, estando mucho más próxima pues a los regímenes fascistas del pasado, que también eran exacerbadamente desarrollistas, que al interés sincero por el bienestar de sus ciudadanos.

Pero no es el falso progresismo de los regímenes comunistas, en su mayoría felizmente extintos, lo que en realidad me preocupa, sino el no menos huero progresismo del que hacen gala los sectores más izquierdistas del espectro político de las democracias occidentales, España incluida. Para empezar estos sectores entendieron, y siguen entendiendo, como progresismo la simple oposición a lo que ellos entienden por derecha, haciendo de la negación su principal razón de ser. En el caso concreto de España se llegó a identificar progresismo con antifranquismo, llegándose a situaciones tan chuscas y potencialmente dañinas como la de la alianza contranatura, que por desgracia todavía hoy continúa viva, entre los sectores de la izquierda política y los nacionalismos periféricos, también antifranquistas por necesidad pero asimismo herederos directos del más rancio y secular reaccionarismo español, entroncando directamente con el tradicionalismo carlista.

Y si malo es este falso progresismo político, peor aún es el todavía más falso progresismo social, hijo bastardo de las convulsiones de 1968 a la par que heredero directo de todo cuanto éstas tuvieron de perniciosas. Aparte de que el dogmatismo de estos falsos progresistas entra en franca contradicción con la perentoria libertad de pensamiento que lleva implícito todo verdadero progresista, sorprende comprobar cómo a estas alturas siguen dejándose llevar por unos clichés tan rancios como rígidos, en los que una vez más es la negación la que les da consistencia en vez de procurar ser creativos.

De este modo, el buen progre habrá de ser antiamericano por definición, aunque esta postura le conduzca a retruécanos tan absurdos como el de defender a un castrismo epítome de todo antiprogresismo, o a unos regímenes musulmanes -el antijudaísmo va en el mismo lote- tan poco presentables como en el caso anterior. Por supuesto apoyará sin reservas a las facciones más radicales del feminismo y a los movimientos homosexuales simplemente porque eso es lo progre, sin pararse a pensar siquiera un momento que todos los radicalismos corren el peligro de incurrir en exageraciones y excesos. Y, faltaría más, será asimismo un fervoroso defensor de esa majadería supina del lenguaje políticamente correcto, que no es cuestión de herir sensibilidades aunque éstas sean más finas -y ridículas- que un papel de fumar.

En el caso del progre patrio nos encontraremos además con que habrá de ser pronacionalista periférico, tal como he apuntado anteriormente, sin importarle lo más mínimo el cerrilismo implícito de cualquier tipo de nacionalismo político, sin ningún tipo de excepción.

Siguiendo con el cliché adoptado, nuestro progre será antitodo, o casi, aunque lo normal es que sus posturas se queden en meros brindis al sol sin que le produzcan el menor desgaste real; así, será ecologista oponiéndose a las centrales nucleares, a las centrales térmicas, a los tendidos eléctricos y hasta a la caza de codornices con reclamo, porque es lo que mola, independientemente de que no esté dispuesto en modo alguno a renunciar a la vida muelle que le proporcionan todas esas maldades tecnológicas que tanto denuesta con la boca pequeña. Será por supuesto antitaurino, anticaza de focas, antiabrigos de piel y, si está lo suficientemente concienciado, hasta presumirá de ser vegetariano. Por supuesto para él el cambio climático es un irrebatible dogma de fe, aunque sólo sea por fastidiar a los que más CO2 emiten, que para eso son los malos de la película.

Huelga decir que será pacifista, pero siempre y cuando toque criticar sólo a los de siempre, ya que los otros agredirán tan sólo en legítima defensa. Se manifestará contra el hambre en el mundo, aunque luego vaya a reparar fuerzas a un restaurante, o exigirá a su gobierno que trasvase parte de su presupuesto a los países del tercer mundo aunque esto sólo sirva para apuntalar a los regímenes dictatoriales que en ellos imperan. Será exquisitamente tolerante con las minorías exóticas, y defenderá el “derecho” de las mujeres musulmanas a embutirse en su traje-prisión alegando respeto a las otras religiones -aunque éstas no respeten a las demás a poco que puedan-, al tiempo que ejerce de anticlerical -que no de laico- convencido, por eso de que los curas han sido siempre muy malos. Y si hay que retorcer la historia reciente del país se retuerce, que ya dijo Goebbels, que de eso entendía un rato, que la verdad era una mentira repetida el número suficiente de veces, de modo que en la Guerra Civil tan sólo parezca que hubo asesinatos en un único bando, el de los malos.

Podría seguir enumerando los clichés que caracterizan al progre, una explosiva mezcla de ingenuidad, ignorancia y caradura, pero mucho me temo que esto alargaría demasiado el artículo. Baste con añadir que, por desgracia, estos progres están encenagando, a fuerza de secuestrarlo y pretender monopolizarlo, al verdadero progresismo, ese que se olvida de estupideces de cualquier tipo y, sin estar sometido a ninguna ideología, se limita a afrontar la realidad cotidiana con una verdadera amplitud de miras en vez de con las grandes anteojeras arquetípicas del progre. Es una lástima, pero no por eso deja de ser un problema real.


Publicado el 1-8-2010