País de sacristanes





A más de uno le gustaría verse como Charles Chaplin en El gran dictador


Les voy a contar una anécdota que me acaba de ocurrir. Tras conocer que en la iglesia de un convento de clausura -no importa ni cual ni donde-  existía una lápida que me interesaba fotografiar para mis artículos, me dirigí a ella a una hora a la que yo sabía que estaba abierta, porque poco después dirían misa. Localicé la lápida, situada a un lado del presbiterio, me coloqué frente a ella, saqué la cámara... y una oportuna sacristana -llamémosla así- inoportunamente aparecida en ese momento me espetó de muy malos modos que estaba prohibido hacer fotografías con flash... prohibición que, dicho sea de paso, no figuraba por escrito en ningún sitio. Intenté convencerla de que mi interés no eran los retablos ni los cuadros, sino una lápida de piedra a la que poco daño se le podría hacer con una foto, pero la buena señora se mantuvo inflexible y se constituyó en fiel cancerbero para evitar que yo pudiera violar su sacrosanta voluntad. Como no tenía ganas de discutir, aparte de que yo ha había estado en esa iglesia sin testigos molestos -y sin cámara- en el pasado, y podría volver a estar en ella en el futuro, opté por una retirada decorosa dándole, eso sí, las gracias por su “amabilidad” con la mejor de las mordacidades posibles.

Quede bien claro que supongo que habría recibido instrucciones al respecto, pero lo que yo critico no es eso, sino la inflexibilidad de la que hizo gala autoerigiéndose en “autoridad” para prohibirme tajantemente hacer la foto -la hice sin flash bajo su atenta mirada, pero no salió nada-, algo muy típico en este país en el que, cuanto más inferior en rango es la “autoridad” pertinente, y más por delegación actúa, con tanto mayor celo suele aplicar su afán inquisidor. Por supuesto renuncié a intentar explicarle que yo me había hartado de hacer fotos en el Museo Británico, con todas las bendiciones de sus responsables, sin que se hubiera causado ningún destrozo irreparable a los tesoros artísticos que allí se custodian. Total, ¿para qué? Esta señora se sintió importante durante cinco minutos prohibiéndome algo, yo fui su involuntaria víctima y ahí quedó la cosa.

Por desgracia no se trata de un caso único, de haberlo sido así no pasaría de ser una molesta anécdota. Y tampoco se circunscribe al ámbito de las fotografías en el interior de museos, iglesias o cualquier tipo de monumentos, donde la arbitrariedad de sus respectivos responsables campa por sus respetos a pesar de que, en buena lógica, los criterios -y los presuntos daños a las obras allí expuestas- deberían ser los mismos para todos. No, lo que ocurre es que el complejo de, digamos, sacristán o conserje que-se-cree-más-importante-que-nadie es algo que está ampliamente extendido por esta pícara piel de toro.

Voy a poner otro ejemplo que me acaeció hace ya varios años. Tras osar criticar en un periódico a los pilotos de aviación por una de sus huelgas salvajes y descaradas, tuve una réplica no sólo acerba, sino decididamente soez por parte... no de un piloto, sino de un simple auxiliar de vuelo. Paso por alto que este individuo y yo nos conociéramos desde hacía tiempo; eso es lo de menos aunque, evidentemente, corté de plano mi relación con él. Lo que me llamó poderosamente la atención fue que me respondiera no un piloto, como cabía haber esperado, sino un subordinado suyo a cuyo colectivo laboral no había aludido ni por asomo. Y si se les ocurre protestar públicamente en un ambulatorio por lo que consideran una mala atención por parte del personal sanitario, les apuesto diez contra uno a que si se les responde no será quien lo haga un médico, sino alguien perteneciente al personal auxiliar, y con toda probabilidad de las escalas más bajas.

Eso por no decir cuando se te ocurre pedir permiso para algo, aun lo más nimio, a un conserje, celador, bedel o similar; lo más probable es que los obstáculos planteados a tu petición sean inversamente proporcionales a su categoría laboral. Ergo, cuanto más baja sea ésta, mayores inconvenientes te pondrán, supongo que para sentirse “importantes” durante cinco minutos. Lo curioso -y lo triste- del caso es que si, convencido de que se trata de una arbitrariedad -y en la mayor parte de las ocasiones lo suele ser-, optas por puentearlos y hacer lo que pretendes -totalmente inocente e inocuo, dicho sea de paso- a escondidas como, pongo por ejemplo, “robando” esa foto cuyo permiso te niegan tan tenazmente, puedes estar bien seguro de que no pasará absolutamente nada, con lo cual se te acrecienta todavía más la sospecha de que la negativa es simplemente por fastidiar amparándose en unas nebulosas órdenes superiores, porque por supuesto siempre serán “unos mandaos” con iniciativa propia tan sólo para lo que les interesa, es decir, para incordiarte a ti.

Sería injusto por mi parte, dicho sea de paso, generalizar esta actitud tan, digamos, decididamente borde a la totalidad de los colectivos implicados; justo es reconocer que han sido más las ocasiones en las que me han ayudado que aquéllas en las que me han entorpecido, y una mayoría en las que simplemente me hay ignorado, lo cual para mí era más que suficiente. Pero molesta, molesta mucho constatar que alguien sin autoridad -salvo la mínima delegada en él- y, muchas veces, también sin el menor criterio propio, se autoerige en juez no ya para evaluar tus pretensiones, sino directamente para rechazarlas en un arbitrario y desmedido abuso de una autoridad que en puridad no posee, convirtiéndose asimismo en un férreo y celoso muro que te impide acceder a los verdaderos responsables con responsabilidad real -y probablemente con mucho mayor capacidad de discernimiento- para discernir sobre la conveniencia o no de tus pretensiones.

Claro está que de esto también saben mucho los políticos... pero si nos pusiéramos a hablar de ellos y de sus lacayos, probablemente no acabaríamos nunca y terminaríamos con un más que considerable cabreo en el cuerpo.


Publicado el 13-6-2010