Sostenella y no enmendalla





¡Viva la tolerancia!... unilateral, por supuesto


Hace unos días leía con sorpresa unas declaraciones del alcalde de Alcázar de San Juan en las que éste, con un tesón tan fervoroso como vacío de argumentos históricos, seguía defendiendo a capa y espada la hipótesis, descartada hace ya mucho tiempo, del nacimiento de Cervantes en esta villa manchega. Entiéndase bien: no es mi condición de alcalaíno la que me mueve a discrepar de las pintorescas declaraciones del edil alcazareño, ya que éstas se desestiman por sí solas después de que numerosos cervantistas e infinidad de documentación corroboraran el origen complutense del Quijote, mucho más allá de la pretendida confrontación de las dos partidas de bautismo conservadas en las respectivas localidades.

Sin embargo esta entrevista, pese a su condición anecdótica, me hizo reflexionar al servirme de ejemplo ilustrativo de cómo el empecinamiento berroqueño puede ser capaz de plantar cara, negándola, a la realidad más aplastante sin que sus tenaces adalides experimenten, y esto es para mí lo más sorprendente, el más mínimo rubor por ello. Yo, preciso es reconocerlo, soy incapaz de obrar así, ya que si bien puedo defender con uñas y dientes una postura que considere acertada o justa, si se me demuestra con pruebas -en el sentido científico de la palabra- que estoy equivocado no tengo el menor inconveniente en rectificar asumiendo mi error; se trata de pura honradez intelectual.

Claro está que, por desgracia, no todos actúan así, ni tienen esos escrúpulos que, antes bien, les traen al fresco, muy en la línea de cuando Randolph Hearts se dirigió a sus corresponsales de guerra en Cuba con la famosa y cínica frase de “Ustedes pongan las fotos, que yo pongo la guerra”... manipulando la información a su antojo, claro está.

Y si bien historias como la del alcalde de Alcázar de San Juan carecen por completo de importancia, salvo para satisfacer el ego de sus más recalcitrantes y tercos conciudadanos, no ocurre lo mismo por desgracia con otras iniciativas similares, pero infinitamente más dañinas, en su empeño por moldear la realidad -o la historia- a su antojo por encima de todas las normas del sentido común e, incluso, de la decencia más elemental.

Aunque estas manipulaciones informativas son probablemente tan antiguas como la humanidad -ya Ramsés II se atribuyó hazañas de otros faraones antecesores suyos-, cuando adquirieron la mayoría de edad fue sin duda en el siglo XX, con seudohistorias tan delirantes como la pergeñada por los nazis, lo que no evitó que arrastraran con ellas al que probablemente era el pueblo más culto del planeta. Conviene no olvidar que fue precisamente Goebbels quien afirmó cínicamente que una verdad no era sino una mentira repetida un número suficiente de veces.

Sin llegar a esos extremos, es un hecho que los políticos, o al menos una amplia mayoría de ellos, de la democrática Europa acostumbran a falsear la realidad, en mayor o menor medida, conforme a sus intereses particulares, que no tienen por qué coincidir necesariamente -y de hecho no suelen hacerlo- con los de los ciudadanos a los que gobiernan... y por supuesto lo hacen sin el menor remordimiento de conciencia, en el supuesto claro está de que la tuvieran.

No obstante, cuando esta manipulación se convierte en potencialmente peligrosa es cuando se basa en algo tan irracional como la fe, entendiendo como tal a la creencia ciega en algo determinado -no necesariamente religioso- sin dejar el menor resquicio a la reflexión o el análisis.

Por supuesto esto ocurre también con la religión o, por hablar con mayor propiedad, que no es cuestión de incurrir en un anticlericalismo injusto, con una interpretación radical y fanática de la religión en la que el fin -por supuesto bendecido por el respectivo Dios- justifica plenamente los medios por muy abyectos que pudieran resultar éstos, de modo que aberraciones tales como las cruzadas o la yihad quedan así automáticamente justificadas.

No creo que sea necesario extenderse, por conocida, sobre la problemática del fundamentalismo musulmán que tantos quebraderos de cabeza está creando en estos últimos años, pero tampoco debería olvidarse a los fundamentalistas cristianos acérrimos enemigos de la Teoría de la Evolución o, dentro ya de un apartado más anecdótico, a comportamientos tan ilógicos como la tecnofobia de los amish o el rechazo suicida de los testigos de Jehová a las transfusiones de sangre. En realidad todas las religiones -véase también a los ultraortodoxos judíos o los extremistas hindúes- tienen sus propias facciones radicales, y que hagan más o menos daño depende únicamente de la fuerza de que dispongan.

Si además del presente nos fijamos en el pasado, descubriremos cuanto daño se ha hecho, a lo largo de la historia, en el nombre de cualquier Dios, llegándose al extremo dentro del cristianismo de distorsionar el mensaje de paz y fraternidad de los Evangelios hasta conseguir justificar con él orgías de sangre y destrucción del calibre de las Cruzadas o las posteriores guerras de religión que asolaron la Europa renacentista. Aunque no conozco lo suficiente de otras religiones como para opinar sobre ellas de forma similar, supongo que no resultará demasiado diferente.

Algo similar ocurre con la política o, por hablar también con mayor precisión, con una interpretación radical de la misma que supedita todo, hasta los derechos humanos más fundamentales, a unos dictados ideológicos determinados, sean éstos los que sean. El ejemplo más patente de tamaña aberración es sin duda el ya citado del nazismo, el cual se diferenció de los otros dos regímenes genocidas más o menos contemporáneos suyos -el estalinismo soviético y el maoísmo chino- en que estos últimos eran meras tiranías clásicas -aunque terribles-, mientras el nazismo tenía detrás un delirio ideológico en el que la fe y la obediencia ciega primaban por encima de todo, sin excepción de ninguna clase... aunque, en cierto modo, la Revolución Cultural china también podría ser incluida en este mismo apartado.

Con posterioridad al nazismo quizá sólo encontremos un caso similar en el feroz genocidio perpetrado en Camboya por los jemeres rojos, ya que las frecuentes degollinas africanas -incluida la de Ruanda, probablemente la más mortífera de todas-, e incluso las guerras que descoyuntaron a la antigua Yugoslavia, respondían más bien a parámetros tribales  más o menos sofisticados, sin duda la más antigua manera de hacer la guerra. Por fortuna estos casos suelen ser, al menos en nuestro entorno, relativamente infrecuentes, lo que no impide que existan -y éstos, por desgracia, abundan bastante más- casos claros de explotación política de la fe ciega que, sin llegar a tales extremos, no dejan de ser perturbadores y potencialmente peligrosos. Me estoy refiriendo fundamentalmente, ahora que ideologías totalitarias como el comunismo atraviesan horas bajas, a los nacionalismos de cualquier pelaje.

En realidad los casos anteriormente comentados, al menos en lo que respecta al ámbito europeo, fueron también provocados por una interpretación exacerbada del nacionalismo; nazi, recordémoslo, es el acrónimo de nacional socialista, y en lo que respecta a Yugoslavia -nombre cuyo significado era algo así como federación de los eslavos del sur- ésta fue dinamitada -literalmente- por los delirios étnico-nacionalistas de una serie de políticos insensatos y megalómanos, con Milosevic a la cabeza pero con sus equivalentes en los otros bandos, a los que no les preocupó sacrificar a sus respectivos pueblos en aras de sus demenciales objetivos. Pero esto es ya historia.

Aunque en la mayoría de las ocasiones no llegue el agua al río, esto no impide que los nacionalismos, tanto los que han sido capaces de crear un estado propio como los irredentos, compartan en el fondo las mismas raíces ancestrales estableciendo una división neta y tajante entre los suyos y los extraños, la cual intentan imponer contra viento y marea a la totalidad del colectivo social que pretenden representar, por supuesto sin tener en cuenta las voluntades de los ciudadanos en una clara trasgresión del principio fundamental que establece que las libertades y los derechos son exclusivamente individuales, nunca colectivos.

Aunque el nacionalismo no es en el fondo sino un tribalismo modernizado, hubo un elemento catalizador responsable de su auge actual, el movimiento romántico surgido a mediados del siglo XIX. El romanticismo, que tan espléndidos frutos rindió en la literatura, la música o las bellas artes, fue sin embargo nefasto en el ámbito político ya que, en plena modernización social y económica de Europa, logró implantar el gusto por el pasado entendiendo como tal no a la historia real que, salvo excepciones, poco tiene de atrayente en lo que respecta a la prosperidad y la libertad de nuestros antepasados, sino a una historia falsa y edulcorada al estilo de la reflejada en las películas clásicas norteamericanas, dignas herederas de las novelas pseudohistóricas de Walter Scott y otros autores contemporáneos suyos.

Evidentemente, si se podía falsificar la historia a gusto del consumidor la veda quedaba abierta, de modo que todos los nacionalismos, los estatales y sobre todo los irredentos, se apresuraron a buscar sus presuntas raíces modificando a su antojo la realidad histórica para inventarse falsas arcadias felices -que en realidad nunca existieron- en las cuales la independencia, en muchas ocasiones inventada, de sus respectivos pueblos se asociaba ingenuamente a una ficticia edad de oro contrapuesta a una situación actual de presunto sojuzgamiento por parte de la potencia opresora. Casi nada.

Esto era, y sigue siendo, un auténtico disparate; pero como la fe -incluso la más estrambótica- es capaz de mover montañas, consiguieron acabar creyéndoselo o, cuanto menos, haciéndoselo creer a sus acólitos. Por si fuera poco, al terminar la I Guerra Mundial llegaría la dañina doctrina Wilson con la utopía de “una nación, un estado” que tanto envenenó a la Europa del período de entreguerras, constituyéndose en una de las principales causas que condujeron al desastre de la II Guerra Mundial, con el estrambote posterior de las cruentas guerras que acabaron con Yugoslavia en las postrimerías del siglo XX. Curiosamente los norteamericanos, tan afanosos a la hora de defender los derechos, presuntos o reales, de los nacionalismos irredentos europeos, cuya consecuencia práctica fue la fragmentación política del continente -el último caso ha sido la reciente secesión de Kosovo, bajo las bendiciones del Tío Sam- negaron ese mismo derecho a varios estados de su Unión, con guerra incluida, cuando éstos pretendieron ejercer su propia autodeterminación en la segunda mitad del siglo XIX... paradojas de la política.

Si a todo esto sumamos el reciente impacto de la desintegración de la Unión Soviética y de Yugoslavia, junto con la escisión de Checoslovaquia o el difícil equilibrio de Bélgica, no es de extrañar que los nacionalismos irredentos cobraran nuevos bríos sin importarles un ápice -la fe nunca razona- no sólo que las circunstancias fueran diametralmente distintas, sino también que tal escisión, en el caso de consumarse, provocaría presumiblemente muchos más inconvenientes que ventajas, y si no que se lo digan a la mayoría de los nuevos estados surgidos en Europa durante las dos últimas décadas. Por supuesto, tampoco les preocupa el hecho de que la Unión Europea esté inmersa en una dinámica de unión antagónica con sus veleidades centrífugas. Ellos tienen su ideal y a él se ciñen con la cerrazón de un burro atado a una noria, con independencia de que el más elemental de los análisis demuestre sin el menor margen de duda que se trata de un mero espejismo tan falso como su particular interpretación de la historia.

En el caso español el problema se agrava todavía más dado que los dos nacionalismos clásicos, el catalán y el vasco -todos los demás, surgidos de nuevo cuño, no dejan de ser invenciones folklóricas recientes, lo cual no evita que puedan acabar resultando asimismo dañinos- salieron de los años del franquismo aureolados no sólo con una inmerecida fama de víctimas de la dictadura -como si el resto de España no lo hubiera sido-, sino asimismo con una falsa imagen democrática. Auxiliados por la complicidad torpe y suicida -que nunca entenderé- de los partidos de izquierda, y tras tres décadas largas de predominio político casi absoluto en sus respectivos territorios, acabaron consiguiendo crear un falso problema donde no lo había, dado que el régimen político democrático implantado en España reconoció desde el principio sus autonomías políticas.

Pero no era suficiente, y no les bastaba con disponer de unas competencias políticas situadas entre las más generosas de toda Europa. Como buenos nacionalistas, y esgrimiendo un irredentismo insaciable, pronto acabaron mostrando su auténtico rostro -que de democrático tiene poco- intentando no sólo ahondar artificialmente sus diferencias con el resto de España -ahí está el reciente caso de la prohibición de las corridas de toros en Cataluña- sin importarles los siglos de convivencia común ni los fuertes vínculos existentes entre las distintas regiones españolas, las suyas incluidas. Evidentemente, sus pretensiones no eran otras que las de implantar la dictadura de sus postulados a unas sociedades que, por mucho que les pese, siguen siendo plurales -la pesadilla de cualquier nacionalismo- y en buena parte no nacionalistas. Pero tampoco todos los alemanes eran nazis, y ya sabemos como acabó la cosa.

No es de extrañar, pues, que su obsesión por fiscalizar la vida de los ciudadanos de sus territorios, que llega a entrometerse gravemente en el ámbito privado de los mismos a base de decretos, prohibiciones e imposiciones arbitrarias de todo tipo, presente una llamativa similitud con el franquismo; al fin y al cabo tan nacionalistas eran los unos como los otros, y si Franco lo justificaba todo en base a que España era -en palabras de José Antonio Primo de Rivera- una unidad de destino en lo universal, los nacionalistas catalanes y vascos pretenden hacernos comulgar con ruedas de molino recurriendo a argumentos tan peregrinos como la discriminación positiva a favor de sus presuntamente amenazadas culturas propias... si esto no es tribalismo en estado puro, que venga Dios y lo vea.

Pero mientras el franquismo es hoy repudiado por la práctica totalidad de la sociedad española, ellos siguen defendiendo con todo el descaro del mundo comportamientos que en el fondo son análogos, con una diferencia en contra suya: Franco jamás presumió de demócrata, con lo cual era al menos sincero.

No voy a extenderme demasiado poniendo ejemplos, por lo demás sabidos -no hay más que leer los periódicos o ver los telediarios-, ya que esto alargaría innecesariamente el artículo. Mi duda es si finalmente la ciudadanía -en especial la de estas regiones, pero también la del resto de España- acabará reaccionando para poner coto a estos desmanes o sí, por el contrario y contra toda lógica -pero apoyándose como siempre en la fe ciega- los nacionalistas conseguirán culminar sus delirantes propósitos. Por desgracia la historia demuestra que en muchos casos lo que ha ocurrido es precisamente esto último, teniendo como consecuencia más frecuente un deterioro en la vida de la población engañada, o simplemente ignorada, auténtica pagana de los descalabros a los que le condujo la ciega fiebre nacionalista.

El tiempo lo dirá.


Publicado el 8-8-2010