En tierra de borregos





Viñeta de Forges


Hace ya 80 años, en 1930, José Ortega y Gasset describía en su conocido libro La rebelión de las masas el fenómeno social que se estaba gestando en Europa, consistente básicamente en que, por primera vez en la historia, las masas estaban comenzando a hacerse con el poder desplazando de él a las élites que tradicionalmente lo habían ostentado.

Dicho así, y sin leer a Ortega, cabría pensar que el filósofo español era un clasista que despreciaba a todo aquello que tuviera que ver con la democracia, ya que el principio fundamental de ésta, consistente en considerar a todos los hombres iguales y a la opinión de todos ellos igualmente válida, parece chocar frontalmente con el presunto elitismo de Ortega.

Claro está que esto sería tan sólo una interpretación superficial, y por ello sesgada. En realidad Ortega parte de la base, por otro lado obvia, de que ni todos somos iguales ni todos tenemos la misma capacidad; esto no implica necesariamente superioridad de una persona sobre otra, sino una aptitud superior para algo en concreto. Así, un intelectual puede ser un auténtico desastre como mecánico, pongo por ejemplo, y viceversa, y desde luego si el mundo funciona es porque hay gente capaz para mover cada engranaje de nuestra compleja sociedad. Evidentemente, la situación óptima será aquella que adjudique a cada cual la tarea para la que esté más capacitado, algo que por diversas razones en muchos casos no se suele dar.

La cosa se complica todavía más cuando llega el momento de repartir los puestos correspondientes al gobierno de la sociedad, y no me estoy refiriendo tan sólo a los puestos políticos -aunque también a ellos-, sino a todo cargo que suponga algún tipo de responsabilidad, por pequeña que ésta sea. Voy a poner un ejemplo: como director de un colegio no servirá cualquiera, y nada garantiza que el más inteligente de los profesores vaya a ser el candidato ideal.

Conviene recordar que el concepto de élite, o de minoría, que tiene Ortega nada tiene que ver con el de la aristocracia tradicional o, si se prefiere, con el estamento superior de una sociedad estratificada en clases, sino con la capacidad de una persona determinada para asumir esta responsabilidad, así como con su disposición para hacerlo. Curiosamente la etimología griega del término aristocracia significa el gobierno de los mejores, aunque huelga decir que acabó convirtiéndose en algo completamente distinto llegando a aberraciones tales como supuso transformarse en algo hereditario, cuando la aptitud es algo que evidentemente no se suele regir por las leyes de Mendel.

En contraposición está para Ortega el hombre masa, cuya definición, según el resumen publicado en la wikipedia, correspondería a los siguientes parámetros:


1. Una impresión nativa y radical de que la vida es fácil, sin limitaciones trágicas. Por tanto cada individuo medio encuentra en sí una sensación de dominio y triunfo que,

2. Le invita a afirmarse a sí mismo tal cual es, a dar por bueno y completo su haber moral e intelectual, lo que le lleva a cerrarse, a no escuchar y por tanto

3. Intervendrá en todo imponiendo su vulgar opinión sin contemplaciones, según un régimen de “acción directa”.


Es decir, falta por completo la autoexigencia, así como la menor noción de sus propios límites. Dicho con otras palabras, una de las principales características del hombre masa sería la audacia de los idiotas. Asimismo el hombre masa, siguiendo a Ortega, sintiéndose vulgar proclamará su derecho a la vulgaridad, negándose a reconocer a quien no lo sea; se siente satisfecho con su pobre bagaje sin sentir la más mínima inquietud por incrementarlo, y en general carece de proyectos que no vayan más allá de la inmediata satisfacción de sus apetitos más básicos. En consecuencia, tan sólo le preocupa su bienestar inmediato -huelga decir que su solidaridad y su capacidad de empatía serán mínimas- y aspira a vivir sin complicaciones y sin supeditarse a compromiso alguno.

Ochenta años más tarde, y con el mundo completamente cambiado, resulta realmente escalofriante comprobar la enorme capacidad de predicción de Ortega, porque basta con echar un vistazo hacia cualquier lado -por ejemplo la programación televisiva- para constatar que, en todo caso, se quedó corto en sus lúgubres reflexiones.

Hay quien dice que en realidad sobre lo que quería alertar era sobre el auge de movimientos de masas contemporáneos tales como el nazismo, el fascismo o el comunismo; puede que fuera así, no digo que no. Pero desde luego los estómagos agradecidos -y domesticados- actuales caen de lleno -quizá todavía más que las multitudes fanatizadas de los años treinta- en la definición orteguiana de hombre masa, y si bien la situación social de la época podía recordar a la distopía orweliana de 1984, no cabe duda de que ahora se acerca mucho más a los alienados protagonistas de Un mundo feliz imaginados, también en esa época, por Aldous Huxley.

Y es que, a cualquiera con dos dedos de frente se le ocurre que es mucho más eficaz tener a la gente contenta y domesticada, con sus necesidades físicas satisfechas -comida, ocio, sexo...- que tenerla encabronada y muchas veces hambrienta tal como suele suceder en muchas dictaduras, salvo en las más inteligentes como la china... a ningún europeo o americano se le ocurriría forrarse el cuerpo de explosivos y hacerse explotar en mitad de una multitud para protestar por cualquier cosa divina o humana, y eso simplemente porque viven bien -según sus miopes parámetros- y no tienen el menor motivo para dejar de hacerlo.

Huelga decir que éste es precisamente el súbdito ideal para cualquier gobernante que se precie, un súbdito que le deje hacer y deshacer a su antojo sin riesgo de revoluciones que puedan acabar separándole la cabeza del cuerpo o, sin necesidad de ponerse tan dramáticos, que le haga perder unas elecciones, que también puede doler bastante. Y el problema es que ese Homo ovinus comienza a ser el predominante no ya en países donde la democracia es un mero recurso retórico o ni aún eso, sino también en la civilizada y, se supone, desarrollada Europa... incluyendo, claro está, a nuestra sufrida piel de toro.

Porque, se mire como se mire, la vida del hombre masa en nuestro país no puede ser más muelle. En la televisión tiene “distracción” asegurada con los programas basura y con las infinitas retransmisiones deportivas. Si lo que le apetece es irse de juerga tiene múltiples alternativas, desde el democrático botellón hasta todo tipo de tascas, bares de copas o discotecas. El sexo fácil no es hoy ningún problema, puede tener todo el que quiera, y ya se preocupan las autoridades correspondientes de facilitarle los medios para que “corrija” a posteriori posibles meteduras de pata. Y en cuanto al consumismo, ya se sabe que los centros comerciales son poco menos que las catedrales laicas de nuestros días.

Cierto es que corre el riesgo, mala suerte, de quedarse en el paro, lo cual puede mermar bastante sus expectativas de consumo; pero no hay que preocuparse, para anestesiarle siempre surgirá algún “grave” problema que afecte a algún famosillo -si es deportista todavía mejor, porque así no atraerá sólo la atención de las marujas- o le restregarán por las narices cuestiones tan fundamentales como el maltrato a los pingüinos de la Antártida o la segura catástrofe climática provocada por nuestra manía de usar calefacción en invierno y aire acondicionado en verano. Por sorprendente que parezca, en algunas ciudades españolas las manifestaciones más multitudinarias de su historia han sido provocadas por el descenso de su equipo de fútbol, al tiempo que las personas más famosas suelen ser pelagatos -y pelagatas- cuya mera presencia causaría bochorno a alguien mínimamente exigente. Pero ¿qué se le va a pedir a un país donde sus más altos representantes no se pierden un evento deportivo en la otra punta del planeta pero evitan ir al entierro de Miguel Delibes?

El hombre masa, por encima de todo, es ingenuamente crédulo. Sólo así se explica el auge de engañifas tan burdas como los alimentos funcionales -que en muchas ocasiones lo único que tienen de beneficioso es para la cuenta de resultados de sus fabricantes- el agua magnetizada o las pulseras del equilibrio, por no decir nada de los omnipresentes embaucadores que pretenden adivinarles el futuro de la manera más peregrina. El hombre masa huye del esfuerzo mental que exige la razón y prefiere adormecerse en brazos de la secular superstición apenas modernizada que se da en estos días.

Eso sí, le han convencido de que debe ser políticamente correcto -hay que ser majadero- junto con otras cosas que visten bien, al tiempo que le proporcionan, ya guisada y condimentada, una doctrina ideológica completamente lista para abrir y usar... en diferentes versiones, por supuesto, que hay que respetar la pluralidad, faltaría más. Pero de pensar por sí mismo nada, que eso es algo que cansa bastante y además es innecesario teniendo en cuenta que ya hay quienes piensan por él. Y si, como ocurre con los nacionalismos, detrás de la ideología política elegida -o impuesta por razón de nacimiento- hay una cuasi religión a la cual no se puede cuestionar siquiera, pues mejor que mejor.

Y como resulta que toda la sociedad está diseñada para satisfacer al hombre masa, la parte minoritaria de la población que, pese a todo, sigue aferrada a la funesta manía de pensar se ve de hecho marginada. No se les persigue, por supuesto, simplemente se les ignora arrojándolos al ostracismo del olvido, condenados a ser unos bichos raros mirados con sorpresa, si no con aversión, por sus satisfechos vecinos masa.

La humanidad es, me gusta utilizar este símil, como un iceberg del que sólo sobresale una pequeña parte. Hasta ahora ha sido ésta la que ha constituido el motor de la sociedad logrando que pasáramos de las cuevas del pleistoceno a los confortables hogares actuales, pero ahora con el predominio absoluto del hombre masa corremos el riesgo real no de retroceder -al fin y al cabo al ganado hay que mantenerlo bien alimentado y contento- pero sí de estancarnos, quizá no en el aspecto material pero sí en el intelectual. Puede que la decadencia de occidente ya haya empezado, puede que los bárbaros hayan comenzado a cruzar el limes. Pero ¿para qué preocuparse si podemos disfrutar con Gran Hermano o quemar nuestra adrenalina con el partido entre el Madrid y el Barça? No sea usted cenizo, hombre, y viva feliz y contento.


Publicado el 9-5-2010