Exigencias veganas





Los herbívoros no tienen estos problemas... Fotografía tomada de la Wikipedia



No soy el único, ni por supuesto el más importante, en denunciar que, en estos tiempos convulsos que corren, basta con darle a cualquiera un palo para que se imagine ser un director de orquesta, creyéndose cualquiera -en el sentido más peyorativo del término- con perfecto derecho no ya a opinar, que en democracia lo han de tener hasta los más majaderos, sino a exigir venga a cuento o no, que eso es lo de menos, todo aquello que se le antoje.

Un ejemplo patente de esto es el titular que leí hace algunos días en la prensa: “Padres veganos piden menús sin carne en los comedores escolares”. Así, sin anestesia siquiera.

Para empezar a mí siempre me ha parecido una exageración el vegetarianismo radical, no ya porque me guste la carne, que me gusta, ni porque rechace los alimentos vegetales, que también me gustan, sino porque nuestro aparato digestivo es omnívoro y, aunque se puede adaptar a una dieta exclusivamente vegetal, no es ésta la más adecuada. Cosa distinta es que en nuestra sociedad de la abundancia y el derroche se abuse de la carne, pero cualquier médico nos dirá que la mejor dieta será siempre la equilibrada sin excesos ni carencias por ninguna parte.

Claro está que esta afirmación es aplicable a adultos sanos; otra cosa muy distinta es si consideramos ciertos colectivos más vulnerables nutricionalmente como los niños, las embarazadas, los ancianos o los enfermos, en los que la carencia de ciertos nutrientes de origen animal podría ser una fuente potencial de trastornos y malnutriciones. Con el agravante, en el caso de los menores de edad, de que éstos no son libres para elegir su dieta, y que es responsabilidad de sus padres tanto el control de los poco entrenados paladares infantiles apartándoles de la comida basura, como una nutrición sana y equilibrada acorde con sus necesidades durante la etapa de crecimiento.

Y si ya de por sí el vegetarianismo infantil puede y debe ser cuestionado, no digamos ya de la pasada de rosca del veganismo, que no pasa de ser un vegetarianismo radical dado que sus practicantes no sólo rechazan comer carne, pescado o marisco, sino que tampoco admiten alimentos de origen animal que no supongan el sacrificio de éstos, como es el caso de los huevos, la leche y sus derivados (queso, mantequilla, yogur...) o la miel, llegando incluso a protestar porque algunos colorantes utilizados en la industria alimentaria son de origen animal como ocurre con el rojo carmín, que se obtiene machacando cochinillas, unos pequeños insectos.

Incluso, según he leído, repudian alimentos vegetales tan aparentemente inocuos como los aguacates, las almendras o los kiwis, por poner tan sólo algunos ejemplos, porque se utilizan abejas para facilitar su polinización debido a que, según su delirante interpretación, se trata de un uso antinatural de estos insectos ya que están sujetos a “una apicultura migratoria forzada y el traslado de las colmenas cerradas en camiones supone un maltrato de las abejas que les produce daños e incluso les provoca la muerte al alejarlas de su entorno natural”, lo cual choca con los principios del veganismo ya que “no se puede consumir nada que se haya obtenido de los animales o que intervenga ‘mano de obra’ animal”. Planteamientos, dicho sea de paso, que no tienen nada que envidiar a los del judaísmo ultraortodoxo o el islamismo radical, de los que en realidad no se diferencian salvo en la condición laica, ya que su fanatismo -apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas, según el DRAE- es exactamente el mismo.

Pero no quedan ahí las cosas. El rechazo vegano a todo aquello que tenga origen animal no es por cuestiones presuntamente dietéticas sino, según propugnan ellos, “éticas” basadas en su rechazo a la explotación de los animales y en su defensa de los “derechos” de los mismos, en una antropomorfización del reino animal cuanto menos discutible conforme a sus postulados. Obviamente no pasan de ser una variante de los animalistas, de los que se diferencian poco o nada nada llegando a considerar la explotación animal equivalente a la esclavitud humana. Según ellos -copio textualmente de sus declaraciones de principios-, “El veganismo es un estilo de vida y una filosofía que reconoce que los animales tienen derecho a estar libres de uso y explotación humana. El veganismo es una postura ética”. Curiosa apropiación de la filosofía, añado.

Así pues, no es de extrañar que vayan todavía más allá rechazando igualmente prendas elaboradas con tejidos o materiales procedentes de animales como las pieles, el cuero, el ante, la lana o la seda, y menos mal que les quedan el algodón, el lino o las fibras sintéticas. Están asimismo en contra de los productos en cuya elaboración se hayan realizado ensayos con animales de laboratorio como perfumes o cosméticos, y condenan a los zoológicos, los circos con animales, las carreras de caballos y de galgos, los rodeos y, por supuesto, las corridas de toros, por entender que suponen una “opresión de los animales”.

Al ver la fotografía que ilustraba el artículo, en la que aparecía la familia protestante acompañada por tres perros, se me planteó la duda de si a sus mascotas les aplicarían también idénticos criterios, dado que los alimentos para animales domésticos suelen contar entre sus ingredientes con subproductos de la industria cárnica -supongo que los que no se puedan aprovechar ni para las salchichas y otros embutidos-, procedentes como cabe suponer de animales previamente asesinados.

Investigué, pues, en internet descubriendo para sorpresa mía que, efectivamente, cada vez eran más los que sometían a sus mascotas a una dieta vegana, por supuesto sin molestarse en saber si éstas estaban conformes o no. El problema de esta doble aberración, en la que se suman la cerrazón militante de los veganos y la ñoña humanización de los animales tan extendida últimamente entre los dueños de animales domésticos, es que según los veterinarios, que de esto entienden un poco, es que no resulta ser una práctica demasiado recomendable para la salud de los pobres bichos, en especial para los gatos, ya que si bien los perros son más sufridos a la hora de hincar el diente, los mininos son carnívoros estrictos y una carencia de carne puede acabar provocándoles trastornos metabólicos.

Cierto es que yo he visto a gatos callejeros comerse sobras que habrían pasado la censura vegana, pero ya se sabe que al buen hambre no hay pan duro amén de que no creo que sea éste el caso de las mimadas mascotas de los puntillosos veganos, a los que buscándoles un poco las cosquillas incluso se podría llegar a acusarles de maltrato animal vía su desnutrición. En cualquier caso, cuentan la sencilla fórmula de adoptar a un conejo, una cabra o un burro según sus gustos y el tamaño de su vivienda, los cuales seguro que se encontrarían cómodos con una dieta similar a la de sus dueños.

Tampoco he logrado saber qué opinan de las medicinas que, como algunas vacunas cultivadas en huevos, la hirudina -un anticoagulante extraído de las sanguijuelas- o, hasta la década de los ochenta del pasado siglo, la insulina extraída del páncreas de los animales sacrificados en los mataderos, proceden de organismos animales, y si en caso de necesitar alguna de ellas la rechazarían al igual que hacen los miembros de algunas sectas religiosas con las transfusiones de sangre. O, ya más a pie de calle -nunca mejor dicho-, si también rehúsan comprar zapatos de cuero, por más que demuestre la experiencia que sus baratos sucedáneos confeccionados con materiales sintéticos no suelen dar buenos resultados.

Eso sí, han tenido la suerte de vivir en una época en la que se puede prescindir de los animales y de sus productos no sólo como alimentos sino también como herramientas indispensables para la vida aun a sus niveles más básicos, por lo que ya me gustaría haberlos visto naciendo, pongo por caso, hace un par de siglos.

En realidad no dejan de ser unos puritanos laicos similares en todo a sus homólogos religiosos -o sectarios-, de los que les separan diferencias menores con independencia de sus correspondientes excusas. Y como ellos mucho me temo que sean también incapaces de la menor flexibilidad frente a todo cuanto pueda entrar en conflicto con sus berroqueñas conductas.

Aun con todo, y dejando patente mi discrepancia con sus planteamientos básicos, ya que una cosa es estar en contra del maltrato animal y otra muy distinta poco menos que santificarlos, pienso que son muy libres de obrar como les parezca, por muy estrafalario que me pueda parecer su comportamiento, siempre que no perjudiquen a terceros.

Y aquí es donde estriba el problema. Yo soy un firme defensor de la libertad individual incluso para tirarse a un pozo con la condición, claro está, de que no choque con las de nadie, que no es cuestión de poner heavy metal a toda pastilla por la noche con la excusa de que estás en tu casa. Así pues, me parece muy respetable que alguien decida hacerse vegano, tatuarse el Quijote en la espalda o irse a vivir a los Monegros siempre y cuando decida únicamente por él.

Por desgracia no es éste el caso, ya que hay por medio menores a los que no tengo nada claro que les resulte conveniente practicar, no por voluntad propia sino por imposición de sus padres, una dieta dudosamente beneficiosa para un cuerpo en crecimiento, sorprendiéndome sobremanera que en una época de sobreprotección infantil se haya dejado descubierto este flanco.

Pero si bien éste es un tema de salud pública, lo que resulta ya estrambótico, y retomo el argumento inicial de mi comentario, es la exigencia -recalco el término- de que en los colegios se ofrezca un menú vegano a sus vástagos.

Vayamos por partes. En primer lugar, conviene recordar que los comedores escolares son una prestación complementaria y optativa a la enseñanza pública, no una obligatoriedad ni para la Administración ni para los alumnos. Dicho con otras palabras es una facilidad que se ofrece a los padres, los cuales, conforme a sus necesidades y sus conveniencias, la pueden aprovechar o no.

Dentro de este marco, resulta lógico que se contemplen excepciones justificadas tales como las derivadas de una enfermedad, una alergia o un trastorno digestivo -diabetes, celiaquia, anisakis, intolerancia a la lactosa...- de modo que estos chavales no se vean perjudicados. Cosa muy distinta son los antojos de los padres por cuestiones tan subjetivas como los prejuicios religiosos o los “éticos”, tanto me da que sean musulmanes exigiendo -siempre el dichoso verbo- que les den a sus niños comida halal, o veganos reclamando menús acordes con su ideología.

Al fin y al cabo la solución es sencilla: si no están conformes con lo que se les ofrece, siempre tienen la posibilidad de mandar a sus niños al colegio provistos de una tartera con la comida que más les plazca, con lo cual todos contentos y, de paso, se ahorran el coste del comedor. Esto, claro está, a expensas de lo que pudieran opinar las autoridades sanitarias, que éste es otro tema diferente. Todo lo demás será, si me permiten la expresión coloquial, aunque admitida por la RAE, bajarse los pantalones.

Como hubiera dicho mi padre de haberlos conocido, a éstos les habría hecho falta un poco de hambre como la que él pasó de niño.


Estrambote

Hace unos días saltó la noticia de la indignación de una madre vegana porque a su hija de ocho años -ojo a la edad- le obligaban en el colegio a ir disfrazada de pescadora para celebrar el carnaval, lo cual le parecía una imposición intolerable. Y, claro está, recurrió a las redes sociales para desfogarse manifestando que “Estoy absolutamente devastada. Tengo entre ganas de llorar y de quemarlo todo. Estoy hasta las narices de que siempre se nos diga a las personas que criamos en el veganismo que adoctrinamos”. Y también: “Esto atenta contra la integridad moral de mi hija”. Vamos, como si a la pobrecita le hubieran hecho fumarse un porro, sometido a una sesión intensiva de vídeos porno o, todavía con mayor crueldad, obligado a comerse entero un bocadillo de jamón aunque fuera de pata negra.

Huelga decir que si lo que pretendía era llamar la atención lo consiguió plenamente, tanto encontrando apoyo de aquéllos que con tal de llevar la contraria hacen el pino con las orejas, como cosechando comentarios sarcásticos del tipo de la impagable perla que escribió Arturo Pérez Reverte, una de las mentes más lúcidas que sobreviven en este país:


Es normal que esta madre se confiese “devastada”. Duele tanta violencia contra la ética y la moral de su hija vegana de 8 años, a la que en el cole pretenden disfrazar de pescadora en carnaval. Aunque peor sería que la disfrazaran de pastora. Intolerable.


O de carnicera, añadiría yo. Aunque, eso sí, es de celebrar que la mayor preocupación de esta señora sea que el disfraz de su hija atente contra sus creencias veganas, no muy diferentes en versión laica de las de las sectas religiosas. Claro está que no fue la de Pérez Reverte la única réplica que, de forma bufa, ponían las cosas en su sitio. Vayan algunos ejemplos:


“Yo me disfracé de melocotón y me dan alergia”. “Soy ateo y mi hijo fue de pastor”. “Soy de música clásica y en clase han decidido ir de rockeros. La voy a liar”. “Mi hijo tuvo que ir de Julio César y estoy en contra de los dictadores”. “A mi hija la obligan ir de Miércoles y a nosotros nos gustan los fines de semana”. “¿Y si se disfrazan de chuletones?”.


Ingenio no faltó, desde luego, para contrarrestar la epidemia de memez que nos asola -por desgracia no se trata de una anécdota aislada- y, todavía peor, que exige “respeto” a sus antojos personales como si éstos estuvieran avalados por la Declaración de los Derechos Humanos. Y encima la señora se autocalifica como “vegana y normal”, aunque a mí si bien en lo de vegano no entro, allá cada cual con su dieta, no me parece demasiado normal su desaforada reacción ante semejante trivialidad. E incluso se despachaba con que no era ella, sino su hija -de ocho años, insisto-, la que no quería llevar tan peligroso disfraz, y ante la pregunta de que desde cuándo era vegana la niña respondía impertérrita que desde que había nacido, algo que además de suponer una precocidad merecedora del Récord Guinness, es biológicamente imposible ya que cabe suponer que, al menos durante sus primeros meses de vida, la criatura se alimentaría únicamente de leche la cual, mientras no se demuestre lo contrario, es un alimento de origen animal incluso tratándose de la materna.

Todavía he encontrado más perlas rebuscando por internet, como su denuncia del “trauma” padecido por su hija al probar por primera vez en sus siete años de vida un sándwich de paté que le habían dado por equivocación, confundido con otros vegetales preparados expresamente para ella, en una fiesta a la que acudió -yo me hubiera limitado a no invitarla-, tras lo cual “Empezó a dar arcadas y a vomitar y casi se muere del asco”. Pobrecita mía; ni siquiera en Auschwitz lo pasaron peor.

Ya lo saben, padres preocupados por el bienestar de sus retoños: a partir de ahora nada de disfrazarlos de piratas, vampiros, demonios, muertos vivientes, lobos feroces, asesinos en serie, alienígenas -por si acaso- ni nada por el estilo, no sea que se queden traumatizados de por vida ya que los disfraces los carga el diablo. Y cuidado con los peligrosos sándwiches de paté, podrían convertirlos en carnívoros sanguinarios.


Publicado el 20-12-2018
Actualizado el 13-2-2023