Viaje al infierno





Monumento a las víctimas de los atentados de Atocha en Alcalá de Henares


El lunes 15 de marzo, alrededor de las ocho de la mañana, entraba en la estación de Alcalá con objeto de tomar el tren que conduce a Madrid, donde trabajo. Era un día de tantos desde hace casi dieciocho años, pero era un día especial, muy especial, después del intenso y trágico fin de semana anterior.

Ya en la misma entrada un altar improvisado recordaba a las víctimas inocentes del brutal atentado del jueves que tanto dolor ha dejado en España y en la misma Alcalá, y un segundo altar se alzaba más allá del vestíbulo, en la zona de los andenes. Monté en mi tren, que llegó de Guadalajara, y pronto comencé a notar una sensación extraña que tardé algún tiempo en identificar: el silencio, un silencio sepulcral en el que no se oía ni tan siquiera una respiración.

Normalmente en los vagones hay bastante ruido de fondo; gente hablando, móviles, auriculares demasiado altos... Ese día, sin embargo, los escasos viajeros permanecíamos callados y con la mirada ausente, absortos en unos pensamientos cuya naturaleza era fácil de adivinar. Y aunque normalmente ese barullo típico de país mediterráneo puede llegar a resultar incluso molesto, en esa ocasión se echaba de menos.

Intentando recobrar una normalidad imposible, abrí un periódico trufado de noticias y artículos sobre la catástrofe. Las víctimas ya no eran meros números sino personas, cada una de las cuales contaba con su desgarradora experiencia. No obstante, lo que más me llamó la atención fue un artículo de Luis Rojas Marcos, el prestigioso psiquíatra español afincado en los Estados Unidos, en el cual, apoyándose en su experiencia neoyorquina, el autor daba una serie de consejos para paliar en la medida de lo posible las inevitables secuelas psicológicas de la catástrofe. “Nos van a hacer falta”, recuerdo que pensé.

Saturado de horror, doblé el periódico y procedí a rememorar mi experiencia personal de esos días, tan cercana y al mismo tiempo ya tan distante. El azar quiso que los trenes de la muerte salieran de Alcalá con su fatídico cargamento alrededor de una hora antes de cuando yo acostumbro a tomar el mío, con lo cual ni tan siquiera tuve ocasión de montar en él porque al filo de las ocho ya había sido suspendido el servicio. En aquel momento yo todavía desconocía lo que había ocurrido apenas unos minutos antes, y recuerdo que el primer pensamiento que me cruzó por la mente fue el de una inoportuna avería. Pregunté no obstante a un revisor, y éste me comunicó que al parecer había habido un atentado en Atocha.

Creyendo que se trataría de una amenaza de bomba, un coche bomba o algo similar, a lo que por desgracia ya estamos acostumbrados, y sin sospechar siquiera remotamente el alcance de lo sucedido, abandoné la estación dirigiéndome a casa en lugar de a la parada de los autobuses en el convencimiento de que sería mejor dejar pasar algún tiempo ante el previsible colapso de este servicio. Además, deseaba tranquilizar a mi mujer y a mi madre. A la primera la encontré a la salida de casa; tampoco sabía nada, pero se quedó tranquila. Con mi madre tuve menos suerte; pese a apresurarme a llamarla por teléfono, ya había oído la noticia en la radio y se encontraba en un estado de nerviosismo tal que ni siquiera tras la conversación conmigo consiguió calmarse. Fue ella quien me dio las primeras claves, todavía confusas, de la magnitud de la catástrofe.

Me bastó con encender la televisión para comprobar que en todas las cadenas -incluyendo la norteamericana CNN- los atentados eran ya noticia de portada. Se me encogió el corazón pero, aturdido como estaba, todavía lo veía como si fuera una película, incapaz de calibrar en todo su alcance la gravedad de lo sucedido. Mis intentos de realizar llamadas telefónicas a lugares tales como mi trabajo se revelaron infructuosos -luego sabría que las líneas telefónicas, tanto convencionales como las de los móviles, estuvieron al borde mismo del colapso- y, aunque logré recibir algunas en el móvil, fueron bastantes más las perdidas. Finalmente conseguí hablar con mis compañeros, tranquilizándolos -estaban inquietos por mi ausencia- al tiempo que, de común acuerdo con mi jefe, opté por quedarme en Alcalá renunciando a viajar a Madrid. Las noticias de la televisión eran cada vez más alarmantes y, dado que nada podía hacer por ayudar, era preferible no entorpecer.

Así pasé la mañana, como un león encerrado en su jaula y sin poder hacer ninguna otra cosa, pese a intentarlo en varias ocasiones, que no fuera estar pegado hipnóticamente a la pantalla del televisor mientras en los medios de comunicación se seguían desgranando los muertos en un trágico rosario de cifras crecientes.

El día transcurrió con lentitud y, tras la excitación de los primeros momentos, comenzó a invadirme una extraña mezcla de apatía y tristeza. Habíamos tenido suerte, ninguno de mis allegados había sufrido el menor percance aunque, como bien definió días después un compañero de trabajo cuya mujer -viven en Santa Eugenia- se libró del tren de la muerte sólo porque esa mañana se quedó dormida, a la alegría egoísta de sentirse a salvo se superponían los remordimientos de saber que había centenares de familias destrozadas, algunas probablemente conocidas. Fue, estoy convencido de ello, uno de los días más tristes de mi vida.

El viernes fui a trabajar, por supuesto en tren; si algo hay que evitar por todos los medios, es conceder a los terroristas el triunfo postrero de una nueva fobia. No resultó fácil, pero había que hacerlo, y el hecho de que los trenes se desviaran por Chamartín al estar cortada la línea de Atocha a partir de Vicálvaro facilitó bastante las cosas. En el ordenador del trabajo me aguardaba un alud de correos electrónicos de gente preocupada; los había incluso de lugares tan lejanos como los Estados Unidos, Argentina o México. Fue también ese día cuando empecé a conocer casos que habían rozado la tragedia: la ya citada mujer de mi compañero de Santa Eugenia; la cuñada de una compañera que se había librado por los pelos de la explosión de Atocha; el cuñado de un amigo que se encontraba herido en la cabeza y en un ojo; la hermana de un compañero de mi mujer, también herida en uno de los trenes; un amigo que se encontraba en la misma estación de Atocha en el momento de la explosión, hijos de compañeros que ese día habían tenido huelga en la facultad... O que habían sufrido directamente sus zarpazos, como la conocida de una prima mía, que trabajaba en Madrid por la tarde pero ese día había cambiado fatalmente el turno.

Ese mismo viernes, como tantos millones de españoles, mi mujer y yo nos sumamos al rechazo multitudinario a esta violencia asesina participando en la concentración de la plaza de Cervantes; no pudimos pasar de la esquina de la calle de Santa Úrsula, pero volvimos a casa con la satisfacción de haber cumplido con nuestro deber cívico.

El sábado nos desplazamos a Madrid por motivos familiares. Lo hicimos en nuestro coche, pero al pasar por las cercanías de la estación de Atocha pudimos comprobar la presencia de numerosas cadenas de televisión extranjeras, un triste protagonismo que ojalá nunca se hubiera tenido que dar. Volvimos a Alcalá el domingo por la tarde a tiempo para votar; dadas las circunstancias ésta resultaba ser la mejor manera de mostrar nuestro respeto a las víctimas y nuestro absoluto repudio al terrorismo, y me satisface comprobar que fuimos muchos los españoles que pensamos de igual modo.

Y ahora me encontraba de nuevo en el tren, pero en esta ocasión siguiendo por vez primera el recorrido habitual, el mismo que realizaron los cuatro trenes malditos. Una vez dejada atrás la estación de Vicálvaro, sentí cómo un nudo me atenazaba la garganta: la siguiente parada era Santa Eugenia, la primera de las cuatro mártires. Paradójicamente en ella no aparecía vestigio alguno de la tragedia, y todo estaba aparentemente -al menos visto desde mi asiento- como cualquier otro día.

Muy distinto era el aspecto de El Pozo. La marquesina estaba destrozada, y también se habían hundido parte de las paredes. Pero lo más escalofriante fue descubrir, en el aparcamiento exterior, uno de los vagones que estallaron. Pese a haberlo visto repetidas veces en televisión y en los periódicos, se me encogió el corazón. El vagón era de dos pisos, más alto y robusto que los de uno, lo que no había impedido que quedara literalmente partido en dos. Era como si un gusano gigante le hubiera asestado una monumental dentellada que atravesaba los dos pisos, llegando prácticamente hasta el mismo eje. La explosión debió de resultar dantesca, y la gente a la que le pilló de lleno hubo de quedar destrozada. El agujero estaba tapado por unos toldos, pero por lo que se podía entrever por las ventanas sin cristales y por las puertas reventadas, la totalidad del vagón estaba completamente arrasado. Resulta difícil imaginar el infierno en el que se convirtió esa ratonera.

Mi tren siguió adelante y, tras pasar por Entrevías -una estación que no se vio afectada- llegó al lugar de las cercanías de Atocha -la calle Téllez y el polideportivo donde atendieron a los heridos- donde estalló el tercer tren. Todo estaba aparentemente limpio, aunque pude ver, a bastantes metros de distancia y al otro lado de las vías semihundidas de otra línea que separan las afectadas de la tapia, algunos restos metálicos procedentes sin duda del tren accidentado. Poco más allá, en la valla que remata un talud a la entrada misma de la estación, se alzaba otro altar improvisado.

Llegamos finalmente a los andenes de Atocha, donde tuvo lugar la cuarta tragedia ya en el mismo interior de la estación. A esas horas, las de mayor intensidad de viajeros, los trenes procedentes de Alcalá se distribuyen en dos vías vecinas separadas tan sólo por un andén, siendo habitual que coincidan simultáneamente dos trenes en ambas vías; mientras uno cierra las puertas y arranca el segundo carga viajeros, y viceversa. Puesto que muchos viajeros procedentes de otras líneas que terminan su recorrido en Atocha hacen aquí transbordo a los trenes de Alcalá, al continuar éstos por el túnel que enlaza con Nuevos Ministerios y Chamartín, la marea humana en ese andén acostumbra a ser impresionante. De ahí que los terroristas pretendieran que las explosiones de los dos trenes tuvieran lugar, de forma simultánea, cuando ambos se encontraban estacionados uno al lado del otro separados tan sólo por el ancho del andén; tan sólo el ligero retraso del segundo de ellos -la calle Téllez estará a un escaso medio kilómetro de Atocha- evitó que la catástrofe fuera todavía mayor.

En el andén de Atocha también eran apreciables las huellas del desastre, ya que buena parte del mobiliario -farolas, paneles indicadores, altavoces...- estaba destrozado si no arrancado de cuajo. El andén estaba salpicado de pequeños altares -al parecer recordando los lugares en los que aparecieron restos humanos-, pero lo que resultaba más impresionante eran los postes que, a modo de varas de Aarón, habían sido completamente recubiertos de flores. Por las televisiones sabía que la situación se repetía en el vestíbulo, pero puesto que mi destino no era éste sino la estación de Nuevos Ministerios, no me fue posible comprobarlo personalmente. Un equipo de Telemadrid se encontraba entrevistando a los viajeros, desconozco con qué resultados puesto que la mayor parte de los mismos presentaban un aspecto esquivo y huidizo.

La vuelta resultó igual de triste. En Atocha la única novedad era la ausencia de los redactores de Telemadrid, y en El Pozo una especie de perforadora se dedicaba a trocear el vagón destrozado ante la mirada silenciosa de los vecinos; una lástima, pensé, porque habría merecido la pena conservarlo como testimonio de la barbarie. Más allá, despejada la visión al haber desaparecido ya el obstáculo que la ocultara, la tapia de un colegio cercano se encontraba totalmente cubierta de flores.

En la estación de Alcalá, inusitadamente triste y silenciosa, finalizó mi viaje. Según pude comprobar los dos altares habían aumentado de tamaño, y en uno de ellos un joven agachado procedía a encender respetuosamente una nueva vela.


Publicado el 16-3-2004