¿Qué demonios estamos comiendo?





¿Llegaremos a estar así?
Ilustración tomada de http://www.deesillustration.com/


Hace unos días me llegó por correo electrónico una de las muchas presentaciones -un vídeo en este caso- que circulan por internet, y a las que normalmente no suelo hacer mucho caso. Sin embargo en esta ocasión sí me llamó la atención, ya que lo que denunciaba era que una sopa instantánea de una conocida marca, en la que se resaltaba que ésta estaba hecha con pollo de corral, tan sólo contenía, según la información proporcionada en el propio sobre, un mísero 0,7% de este preciado ingrediente, lo cual servía a su autor para ironizar sobre lo que podía dar de sí un pollo por muy de corral que fuera: según sus cálculos, bastaría con una única volátil para llenar 2.717 sobres de la citada sopa, que ya son sobres se mire como se mire.

Y los datos eran ciertos, según pude comprobar curioseando la susodicha sopa en un supermercado... aunque, puestos a pensar mal, también habría que añadir, cosa que no hizo el autor del vídeo, que dudo mucho que para hacer esas sopas se usaran pollos enteros -o la fracción correspondiente al repartirlos entre los 2.717 sobres-, sospechando que en realidad se utilizarían tan sólo las partes menos nobles del animal; es decir, nada de pechugas o muslos sino más bien, me temo, carcasas -con suerte- o directamente despojos -cabezas, cuellos, patas, menudillos...- sin ella, con lo cual el “rendimiento” sería todavía mayor.

Este hecho, que más parece una burla a los consumidores que otra cosa, me hizo reflexionar sobre lo inermes que estamos ante las manipulaciones de la industria alimenticia, todo ello contando además con las bendiciones legales, ya que si nos adentramos en el proceloso mundo de las marrullerías ilegales -ahí está el reciente caso de la carne de caballo desviada al consumo humano- la cosa sería todavía mucho peor.

Así pues, limitémonos a considerar los casos “legales”, que ya de por sí son suficientes para preocuparnos; y es que las marrullerías de estas industrias suelen ser tan frecuentes y tan descaradas, que la mayor parte de las veces acostumbran a pasar desapercibidas. Leamos, por ejemplo, la composición de unas mantecadas que andaban por mi casa:


“Harina de trigo (28%), azúcar, aceite de girasol, huevo (17%), jarabe de glucosa-fructosa, estabilizador (E-422), mantequilla (2%), gasificantes (E-450i y E-500ii), humectante (E-420i), emulgente (E-471 y E-477), sal, aromas y conservadores (E-200, E-281 y E-202).”


Lo cual contrasta bastante, y no sólo por la generosa ración de aditivos, con una receta casera que encontré en internet:


“200 gr. de harina, 200 gr. de mantequilla, 200 gr. de azúcar, 4 huevos y un sobre de levadura.”


Que pasado a porcentajes, y calculando que los huevos pesen alrededor de unos 50 a 60 gramos cada uno, nos da que la proporción viene a ser -puede variar algo según las diferentes recetas- de aproximadamente un 25% para cada uno de los cuatro ingredientes, además de la levadura.

Comparemos ahora la receta de verdad con la composición de las mantecadas industriales. Para empezar, lo que llama poderosamente la atención es que, pese a venderse como mantecadas, tan sólo lleven un mísero 2% de mantequilla, completándose todo lo restante con aceite de girasol. Vamos, lo justo para poder justificar que la lleva. Y todavía hemos de dar gracias porque no sea “aceite vegetal”, eufemismo bajo el que suelen camuflarse los poco recomendables -pero baratos- aceites de palma y coco a los que tan aficionados son los industriales del ramo.

Otra cosa que llama la atención es que nos digan la cantidad de ingredientes tales como la harina, el huevo o la mantequilla, y que no hagan lo mismo ni con el azúcar ni con el aceite de girasol, lo cual no creo que pueda ser atribuible a la casualidad; aunque, dado que la ley obliga -algo es algo, aunque sea poco- a ordenar a los ingredientes en orden decreciente de cantidad, podemos deducir que tanto la cantidad de azúcar como la de aceite de girasol deben de oscilar entre el 28 y el 17% sin que sea posible precisar más, aunque vienen a coincidir aproximadamente con las proporciones de la receta original... salvo en el detalle de que sólo una pequeña parte de la grasa añadida, como mucho un 10 % del total, es mantequilla de verdad

Luego está, claro está, el tema de los aditivos; y no es que yo sea demasiado quisquilloso, entiendo que algunos son necesarios. Pero es que, además de la levadura artificial -los gasificantes- y los emulgentes, utilizados para facilitar la mezcla de los ingredientes, hay un estabilizador, un humectante y tres conservadores, lo que hace un total de nueve aditivos diferentes... y eso que por lo menos no aparecen ni colorantes ni sabores artificiales, ambos con misiones puramente cosméticas. Pero nueve aditivos, qué quieren que les diga, se me antojan demasiados aditivos para unos modestos dulces.

Y estas mantecadas no son de las peores; veamos ahora la composición de un conocido producto de bollería fabricado por una de las marcas punteras del sector:


“Harinas de trigo y soja, agua, grasa vegetal, trehalosa, azúcar, huevo líquido pasteurizado, levadura, jarabe de glucosa y fructosa, emulgentes (E471, lecitina de girasol, E472E, E481), glicerina, proteína de leche, sal, dextrosa, gluten de trigo, estabilizantes (E412, E406, E407, E341i), leche desnatada en polvo, fécula, aromas, conservador (E202) y corrector de acidez (E330).”


Casi nada. De momento, y para empezar, aquí nos quedamos con las ganas de conocer las proporciones de los ingredientes, algo que no es baladí; pero la lista de éstos también se las trae. Estudiémosla en detalle.

Para empezar, la primera en la frente: harinas de trigo y soja. ¿Qué demonios pinta aquí la soja? ¿Acaso es un ingrediente de la bollería tradicional -o no tan tradicional- española? Pero es barata... y la grasa, qué casualidad, ya es sólo “vegetal”, lo que hace temer, tal como he comentado antes, que pueda ser de palma o de coco.

Sigamos. Cuando leí lo de la trehalosa, tuve que ir directamente a mirar qué demonios era eso, porque la bioquímica que estudié en la universidad la tengo ya muy oxidada; se trata de un azúcar, concretamente de uno de los diferentes isómeros de la sacarosa -el azúcar corriente- y, aunque se presenta de forma natural en algunos alimentos, la industria alimenticia la obtiene a partir del almidón. No me pregunten qué demonios pinta aquí porque les aseguro que no tengo ni la más remota idea, pero lo que sí he leído es que puede provocar intolerancia a algunas personas, con los inconvenientes añadidos. De esto no se advierte en el etiquetado del producto, aunque sí que es una fuente de glucosa, supongo que informando a los diabéticos, aunque no veo qué importancia puede tener esto cuando el dichoso bollo rezuma azúcar -y grasa- por todos sus poros.

Lo curioso es que la trehalosa de marras está en mayor cantidad que el azúcar, es decir, la sacarosa, vete a saber por qué, aunque me apostaría algo a que, “casualmente”, pueda ser más barata que ésta. Y, como según la ficha de la Wikipedia, su poder edulcorante es inferior a la de la sacarosa, supongo que habrá que añadir más cantidad para conseguir el mismo efecto... aunque, eso sí, a igualdad de las calorías serán exactamente las mismas en ambos casos. Así pues, saquen ustedes mismos sus propias conclusiones.

A continuación del huevo líquido pasteurizado y de la levadura nos encontramos con jarabe de glucosa y fructosa, es decir, más azúcares; con una buena batería de emulgentes, con glicerina, proteína de leche, sal... y con dextrosa, otro de los nombres de la glucosa; dado que no todo el mundo tiene por qué saberlo, me pregunto la razón a la que pueda deberse este cambio de nombre, que en la práctica sirve para camuflarla.

Continúa el desglose con gluten de trigo, otro ingrediente cuanto menos llamativo dado que éste es el culpable de la enfermedad celíaca que tan de cabeza trae a cada vez más personas; realmente, no se entiende que, cuando cada vez hay más productos -nada baratos, dicho sea de paso- a los que se les elimina el gluten, un componente natural de la harina de trigo, precisamente para que puedan ser aptos para los celíacos, aquí vayan y se lo añadan... a no ser, claro está, que el gluten que se quita de un sitio no se tire y se aproveche para el otro, que todo pudiera ser.

Bueno, ya casi hemos terminado; tan sólo nos quedan cuatro estabilizantes, leche desnatada en polvo, fécula -es decir, almidón de patata-, aromas -no especifica cuales-, un conservador y un corrector de acidez. Si no me equivoco en la cuenta, nos encontramos con un total de ¡28! ingredientes en un simple bollo para el cual, si quisiéramos hacer algo parecido en casa, tan sólo necesitaríamos cinco: harina, azúcar, huevo, aceite y una pequeña cantidad de levadura. Juzguen ustedes mismos.

¿Les parece poco? Pues vayamos ahora con un pan de molde, eso sí integral y, según rezaba en la etiqueta, una fuente de fibra:


“65% harina integral de trigo, agua, levadura, gluten de trigo, 1,4 % aceite de girasol, sal, azúcar, emulgentes (ésteres monoacetil y diacetil tartáricos de monoglicéridos y diglicéridos de ácidos grasos, monoglicéridos y diglicéridos de ácidos grasos, esteaoril-2 lactitato sódico), conservantes (propionato cálcico, ácido sórbico, sorbato potásico), harina de haba, extracto de cebada malteado, fibra de trigo, corrector de acidez (ácido láctico), agentes de tratamiento de la harina (ácido ascórbico, L-cisteína, fosfatos de calcio).”


Partiendo de la base de que los ingredientes normales de un pan de molde son, o deberían ser, harina de trigo -blanca o integral-, agua, levadura, sal y, a diferencia del de tahona, pequeñas cantidades de aceite -mejor mantequilla- y vinagre, podemos empezar a descartar todo lo que sobra. Dejando para más adelante los aditivos, que también -nunca mejor dicho- tienen su miga, nos encontramos con los siguientes artistas invitados: gluten de trigo, azúcar, harina de haba, extracto de cebada malteado y fibra de trigo.

Estudiémoslos uno por uno. El gluten, como es sabido, es una proteína presente en el germen del trigo y de otros cereales capaz de provocar una reacción alérgica a los celíacos. Por esta razón cada vez son más frecuentes los alimentos carentes de gluten que, casualmente, experimentan un notable sobrecoste respecto a sus homólogos que sí lo llevan. Se me argumentará que este sobrecoste se debe al proceso de retirar el gluten de los ingredientes naturales, fundamentalmente cereales, aunque no encuentro la razón por la que con los medios técnicos de que disponen las plantas procesadoras de alimentos resulte gravoso hacerlo, ya que consiste en retirar el germen del grano antes de moler éste, al igual que se hace con la cáscara salvo en el caso de la harina integral. Y, aunque también es cierto que el número de consumidores forzados de los alimentos sin gluten es minoritario con respecto al conjunto de la sociedad, también lo es que la industria cuenta a su favor con una nada desdeñable presión mediante la moda de una presunta alimentación sana que preconiza el consumo de alimentos sin gluten aun cuando no causen el menor trastorno. Pero como estos industriales son muy apañaos, se ve que el gluten que retiran de los productos para celíacos, lejos de tirarlo, lo aprovechan para enriquecer los destinados a la población general.

Tras el gluten, del que tan sólo sabemos que el pan de marras lleva como poco un 1,4 % al ir por delante del aceite de girasol, llega el azúcar. A mí personalmente me parece un contrasentido añadir azúcar al pan, y de hecho el de toda la vida nunca lo ha llevado. Así pues, no consigo encontrar ninguna explicación razonable a su presencia.

El tercer ingrediente okupa es la harina de habas que, al igual que en el caso anterior, tampoco tengo ni la más remota idea de la razón de su presencia aquí. Completan el elenco el extracto de cebada malteado -a mí esto me suena a cerveza- y la fibra de trigo, como si no hubiera suficiente con la aportada por la harina integral...

Para finalizar nos encontramos con los omnipresentes aditivos: emulgentes (ésteres monoacetil y diacetil tartáricos de monoglicéridos y diglicéridos de ácidos grasos, monoglicéridos y diglicéridos de ácidos grasos, esteaoril-2 lactitato sódico), conservantes (propionato cálcico, ácido sórbico, sorbato potásico), corrector de acidez (ácido láctico) y agentes de tratamiento de la harina (ácido ascórbico, L-cisteína, fosfatos de calcio). Es decir, un número indeterminado pero no inferior a tres -y probablemente superior- de emulgentes, tres conservantes, un corrector de acidez y tres aditivos de la propia harina. En total, al menos diez. Cierto es que considero necesario el uso de algunos de ellos, al fin y al cabo a nadie le gusta que el pan empiece a ponerse mohoso cuando todavía queda la mitad del paquete, pero ¿son necesarios tantos?

Algo es algo, al menos los citan por su nombre químico y no por los famosos códigos E; aunque probablemente éstos les resultarán todavía más extraños a los profanos en química que sus correspondientes códigos. Por su parte los intolerantes a la lactosa, así como aquéllos a los que han convencido de que, pese a no serlo, les conviene tomar alimentos sin ella -y también, oh casualidad, más caros-, pueden estar tranquilos. porque este pan de molde no la lleva; algo por lo demás evidente, puesto que no ha olido siquiera ni la leche ni la mantequilla. Menos suerte tienen los intolerantes o los alérgicos al sésamo o a la soja, puesto que el fabricante advierte que puede contener trazas de ambos.


Estrambote


A modo de propina, podemos echar un vistazo a los aditivos con que tan generosamente riegan a estos productos, todos ellos camuflados bajo un aséptico código alfanumérico que sirve para camuflar -tendrían que explicarnos por qué- sus verdaderos nombres, es decir, su composición química. Los datos los he tomado de la lista oficial de aditivos alimentarios permitidos en la Unión Europea, pero pueden ser consultados en muchos lugares como por ejemplo en la Wikipedia.

En lo que respecta a las mantecadas, nos encontramos con que el estabilizador E-422 es glicerina; los gasificantes E-450i y E-500ii son, respectivamente, bifosfato disódico y bicarbonato sódico; el humectante E-420i, sorbitol; los emulgentes E-471 y E-477, mono y diglicéridos de ácidos grasos el primero, y ésteres de propano-1,2-diol de ácidos grasos, y la batería de conservadores, ácido sórbico el E200, propionato sódico el E-281 y sorbato potásico el E-202.

El segundo producto, en su apartado de emulgentes, tiene también el E-471, es decir, mono y diglicéridos de ácidos grasos, junto con lecitina de girasol -un derivado de las grasas, igual que el anterior-, el E-472e (ésteres mono y diacetiltartáricos de los mono y diglicéridos de ácidos grasos) y el E-481, estearoil-2-lactilato de sodio. Luego aparece la glicerina con su nombre, se supone que como estabilizante aunque no lo indica, junto con una nutrida batería de estabilizantes que me hace preguntarme qué es lo que necesita de tanta estabilización: E-412 (goma guar), E-406 (agar), E-407 (carragenano) y E-341i (fosfato monocálcico).

El cóctel se completa, en lo que a los aditivos se refiere, con el ya conocido conservador E-202 (sorbato potásico) y el corrector de acidez E-330 (ácido cítrico).

Sinceramente, ¿hace falta tanto?

Mientras tanto, y esto es algo que siempre me ha intrigado, cada vez es más la gente que se preocupa por comer alimentos ecológicos -de lo cuales lo único que se puede asegurar con certeza es que son mucho más caros que los otros-, al tiempo que no parece importarles demasiado los a todas luces exagerados cócteles de aditivos e ingredientes exóticos con los que nos inundan a los alimentos elaborados que consumimos habitualmente... sobre todo cuando existe la firme sospecha de que el único móvil para ello es el económico.


Publicado el 10-2-2014
Actualizado el 25-10-2019