La leche que te han dado





Blanco y en botella... y a saber lo que estás bebiendo
Fotografía tomada de la Wikipedia


Y la que nos seguirán dando. Les pido disculpas por recurrir a esta expresión coloquial, no excesivamente educada aunque tampoco barriobajera, pero es que me viene que ni pintada para titular el problema con el que nos encontramos los consumidores que queremos algo tan sencillo como que cada vez que compramos leche nos vendan precisamente eso, leche, sin mayores historias... porque realmente no nos lo ponen fácil.

Remontándome hasta mi ya lejana infancia, recuerdo que una vez me quedé muy sorprendido al comprobar, en la enciclopedia que andaba por casa, que la leche de vaca tenía un contenido medio de nata del 3,5%, cuando en las etiquetas de la que compraba mi madre, con independencia de la marca, se indicaba que el contenido mínimo era del 3,2%. La explicación estaba clara, aunque tardé un tiempo en entenderlo: la legislación de entonces exigía una cantidad mínima -pero no máxima- de nata para evitar que a los industriales del gremio se les fuera la mano aguando la leche, y éstos se pegaban como lapas al límite aprovechándose de este resquicio legal para sisar ese 0,3% restante que evidentemente no tiraban, sino que acababa convertido en mantequilla.

Eso fue hace mucho, bastante antes de que empezara la moda de la leche desnatada o semidesnatada, con la cual lograron cambiar los hábitos alimentarios de una parte importante de la población española al tiempo que redondeaban sus beneficios; pero como de este tema ya he hablado en otro comentario, no me detendré ahora en ello.

Huelga decir que todavía no habían dado la última vuelta de tuerca... ni tan siquiera la penúltima. Recuerdo también que bastantes años después, allá hacia finales de la década de los ochenta, me encontré en el frigorífico con una nueva marca de leche que yo no conocía. Me eché un vaso, la bebí... y me resultó repugnante, ya que sabía a cualquier cosa menos a leche. Intrigado me puse a escudriñar el envase, incluyendo la letra pequeña, y ¡oh, sorpresa! descubrí que no se trataba de leche de verdad, sino de un brebaje elaborado a partir de leche desnatada -subproducto de la elaboración de la mantequilla- a la que se le había añadido una grasa ajena por completo a las ubres de la vaca.

El problema no estaba en los ingredientes en sí, todos ellos legales, sino en el hecho de que, aunque por ningún lado aparecía escrita explícitamente la palabra leche, la marca bajo la cual se comercializaba el brebaje tenía un sospechoso parecido semántico con ésta, lo que podía inducir a confusión... y de hecho, mi madre la había comprado pensando que se trataba de leche de verdad. No crean que se trataba de una simple suspicacia mía, ya que en abril de 1989 el diario EL PAÍS informaba de que a la empresa comercializadora de estos sucedáneos baratos -para ella, no para los consumidores- de la leche la habían empapelado por utilizar un etiquetado engañoso. Podían venderlos sin problemas, por supuesto, pero siempre y cuando especificaran con claridad que se trataba de un preparado lácteo sin que pudiera haber lugar a una posible confusión.

Durante algún tiempo estos preparados lácteos coexistieron con la leche hasta que, prácticamente, desaparecieron del mercado... para resucitar años después sin necesidad de jugar al despiste con los consumidores ya que, al igual que ocurrió con la leche semidesnatada, sus fabricantes lograron convencer a la gente de que se trataba de algo muy bueno para la salud. ¿Dónde estaba el truco? Pues en algo tan sencillo como los tan alabados ácidos grasos omega 3, tan vendidos últimamente como paradigma de la salubridad, como cuestionados en su condición de complementos dietéticos.

No, no es que estos nutrientes sean malos, ni mucho menos; pero puesto que están presentes en diversos alimentos naturales, basta con llevar una dieta sana y equilibrada para ingerirlos en cantidad suficiente sin necesidad de que ningún espabilado nos rasque los bolsillos. Pero se da la circunstancia de que una de las principales fuentes de estos aceites saludables son los plebeyos pescados azules; y aunque a mí personalmente me encantan las sardinas, los boquerones, los chicharros o las caballas, es evidente que éstos carecen del suficiente pedigrí -y además son baratos- como para que nos pudieran sacar convenientemente los cuartos.

Así pues, el invento fue diabólicamente simple: rescataron los antiguos preparados lácteos cambiando los antiguos aceites vegetales -a saber cuales, no creo que usaran de oliva- por aceite de pescado refinado para que no oliera ni supiera a sardinas, y lo vendieron diciendo que era un alimento rico en ácidos grasos omega 3... con lo cual no sólo ya no hubo necesidad de darnos gato por liebre colándonos el brebaje como si fuera leche, sino que además, milagros del marketing, lo pudieron vender incluso bastante más caro que la leche de verdad apelando a sus presuntas virtudes nutricionales. Y coló, vaya que si coló.

Qué quieren que les diga. Aparte de que para ingerir omega 3 prefiero recurrir a la fuente original y comerme un sabroso plato de boquerones fritos o de sardinas asadas, e incluso de lata, por principios y por paladar siempre he estado en contra de cualquier tipo de sucedáneo; y si por desgracia algún día los médicos me prohíben algo, me abstendré de tomarlo sin intentar sustituirlo por los normalmente repelentes productos sin que tan de moda se han puesto ahora.

Así pues, dado que hoy por hoy todavía no tengo problemas con el colesterol -aunque últimamente se está cuestionando que sea el malo de la película- y la cantidad de leche u otros productos lácteos que tomo al día es razonablemente moderada, sigo fiel a la leche de verdad ignorando olímpicamente a las cada vez más abundantes engañifas de todo tipo con las que nos bombardean en los supermercados, casualmente tanto más caras cuanta menos leche llevan: leches total o parcialmente desnatadas, leches enriquecidas con calcio, vitaminas, fibra o cualquier otro mejunje, leches desenriquecidas sin caseína o sin lactosa -por fortuna no soy alérgico ni intolerante a ninguna de ellas-, preparados lácteos de cualquier tipo, leche -es un decir- de soja o cualquier otro invento que se les ocurra. Aunque en la práctica basta con convencer a la gente -lo cual no es demasiado difícil- de que se trata de algo muy sano para que ésta esté dispuesta a comprar alegremente estos productos con valor añadido, como los llaman los muy hipócritas de los fabricantes, entendiendo valor añadido como sinónimo de más ganancia para ellos a cambio de algo que no es necesariamente mejor... pero sí más caro.

Concluyo con una noticia que acabo de leer y que ha sido el detonante para que lo escribiera: una gran multinacional cuyo nombre prefiero omitir está a punto de lanzar al mercado, de momento sólo en los Estados Unidos, una leche que intenta vender como una versión mejorada de la leche natural. El invento consiste en deconstruirla empobreciéndola en azúcares -le quitan toda la lactosa- y añadiéndole proteínas -el artículo no informaba sobre su origen- y calcio, todo ello en cuatro opciones distintas: entera, semidesnatada, desnatada y con chocolate. En cuanto al sabor obviamente no puedo opinar con conocimiento de causa, pero lo que he leído es que tanto éste como la textura son muy diferentes a los de la leche de verdad. Y por supuesto será cara, más del doble de la normal; pero como irá arropada por una aplastante campaña publicitaria, no es de extrañar -al menos así lo esperan sus promotores- que la vendan como churros. Sin comentarios.


Publicado el 5-2-2015