La vaguería tenía un precio





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Reconozco que la vida agitada que nos vemos obligados a padecer muchos de nosotros, sobre todo los que tenemos la suerte de vivir en las grandes ciudades, nos roba mucho tiempo, demasiado quizá, que podríamos emplear en otras actividades, desde las dedicadas a la mera satisfacción personal, hasta otras más prosaicas, pero no menos necesarias como son las rutinas cotidianas.

Reconozco también que no todo el mundo es igual de diligente a la hora de atender a las tareas domésticas, y confieso sin bochorno que no son precisamente las actividades que más me entusiasman.

No obstante todo tiene un límite e, inevitablemente, un coste, pese a lo cual la pereza y la vaguería campan por sus respetos de una manera difícilmente justificable. Vale que haya gente a la que no le gusta cocinar o no tiene tiempo para hacerlo de forma habitual. Vale también que los cantos de sirena de la sociedad de consumo nos ataquen continuamente por todos lados. Pero hay unos extremos tan exagerados que me dejan no sólo sorprendido, sino perplejo.

Y a ello se suma, por supuesto, la ñoñez de esta sociedad nihilista y desnortada. Como ejemplo, irrelevante quizá en la práctica pero sumamente indicativo de por donde van los tiros en cuestiones mucho más relevantes, nos encontramos con la absurda manía de no querer comer la corteza y las tapas del pan de molde, como si éstas estuvieran textura de lija. Cuando vi a los primeros que lo hacían, generalmente críos consentidos y maleducados que dejaban las cortezas roídas en el borde del plato, lo único que pensé fue que estos niñatos estaban necesitados de un buen rapapolvos para quitarles esa tontería de encima, tal como nos hacían a nuestra generación; pero cuando me encontré con que los fabricantes sacaban al mercado pan de molde sin tapas y sin corteza fue cuando comencé a pensar que algo empezaba a ir mal.

Puesto que la industria alimentaria, como cualquier otra, no da puntada sin hilo, estaba claro que semejante pijería respondía a una demanda. Y como tampoco son una organización benéfica sino empresas cuyo fin es ganar dinero, y cuanto más mejor, era evidente que habían descubierto un nuevo nicho de mercado al que, obviamente, se dispusieron aprovechar.

En consecuencia, los precios con los que salieron al mercado estos panes descortezados fueron superiores a los de los panes normales dado que, como cabía esperar, no iban a ser ellos los que asumieran los costes de la merma de peso y de la manipulación necesaria -aunque se haga mecánicamente- para cortar la corteza y separarla de la miga. Y ya de paso, supongo que aprovecharían también para aplicar al precio de venta lo que eufemísticamente denominan un valor añadido, léase un incremento por el morro aprovechando que había gente dispuesta a pagarlo para evitar el riesgo de que la corteza pudiera dañar su delicada garganta.

Y no se crean que se quedaron cortos. Como soy de ciencias, fui a un supermercado y tomé nota de los precios del mismo pan con y sin corteza, en ambos casos sin tapas porque no lo encontré con ellas, cabe suponer que porque los fabricantes piensan que éstas no tienen aceptación. Para la comparación recurrí a panes de molde de la marca blanca del supermercado en cuestión procedentes del mismo fabricante, en las modalidades de pan blanco y pan integral y del mismo peso -los paquetes de mayor tamaño suelen tener un precio más bajo por kilo- para poder compararlos mejor. Éstos fueron los siguientes:


Blanco con corteza 1,28 €/Kg.
Blanco sin corteza 2,42 €/Kg.
   
Integral con corteza 1,50 €/Kg.
Integral sin corteza 2,64 €/Kg.

Como se puede comprobar el capricho de no comerse la corteza sale caro, ya que el incremento de precio era considerable: un 89% para el pan blanco y un 76% para el integral, sin que llegue a entender las razones por las que estos porcentajes no son iguales. Es una lástima que no dispusiera del precio de la variedad equivalente con tapas; aunque éstas existen el tamaño de los paquetes era mayor, lo que introducía otra variable que distorsionaba la comparación, aunque el hecho de que el pan normal con tapas y cortezas se venda en paquetes de mayor tamaño que el del pan señorito sin tapas y/o sin corteza, con lo cual su precio es inferior al de éstos, también dice bastante.

Ya puestos, seguí con mis comparaciones. En el mismo supermercado miré los precios de una mortadela -en este caso no era una marca blanca, sino comercial- comprada al corte en la sección de charcutería con la ya cortada y envasada disponible en una estantería. Pues bien, al corte tenía un precio de 7,50 €/Kg. mientras en la cortada y envasada éste subía a 9 €/Kg., lo que equivale a un incremento de precio del 20% sólo por no esperar la cola. Insisto en que se trataba de la misma mortadela y de la misma marca.

Cambié entonces de tercio yéndome a un supermercado de otra cadena, donde puse mi punto de mira en los quesos comparando precios de dos presentaciones distintas, ambas envasadas puesto que este supermercado carecía de sección de charcutería al corte; la primera en cuña -o taco- y la segunda cortada en lonchas. Siguiendo la misma metodología elegí siempre las mismas variedades de la misma marca, en esta ocasión las marcas blancas propias del supermercado. Es preciso advertir que a las variedades loncheadas se les había quitado también la corteza -que aunque no se coma pesa- excepto en el emmental, cuyos tacos también venían desprovistos de ellas. Veamos los resultados:


Queso de oveja curado cuña 9,56 €/Kg.
Queso de oveja curado lonchas 13.95 €/Kg.
   
Queso mezcla semicurado cuña 7,30 €/Kg.
Queso mezcla semicurado lonchas 9,25 €/Kg.
   
Queso de cabra tierno cuña 9,80 €/Kg.
Queso de cabra tierno lonchas 10,75 €/Kg.
   
Queso emmental taco 5,98 €/Kg.
Queso emmental lonchas 7,56 €/Kg.

Basta un simple cálculo para descubrir que el capricho de no tener que andar cortando y descortezando el queso en casa suponía un sobrecoste del 46% para el queso de oveja curado, del 27% para el mezcla semicurado, del 10% para el de cabra tierno y del 26% para el emmental, cuyos tacos ni siquiera llevaban corteza. De nuevo desconozco la razón de la disparidad de estos porcentajes, aunque el del queso de oveja curado, el más caro de los cuatro, alcanzaba casi un escandaloso 50%, por lo que el caprichito salía caro.

Por si fuera poco, me encontré con una triquiñuela más: aunque para la comparación he recurrido siempre a los precios por kilo, los pesos de los envases eran no sólo inferiores, sino asimismo sistemáticamente menores en las presentaciones en lonchas, en un evidente intento de minimizar y camuflar las diferencias de precio frente a las cuñas. Así, el queso de oveja curado en cuña pesaba 250 gramos frente a los 200 de las lonchas; el de mezcla semicurado 300 y 200; el de cabra tierno 250 y 200 y el emmental 400 y 250.

Por lo tanto, comparando los precios de los envases sin tener en cuenta los distintos pesos las diferencias se atenuaban considerablemente e incluso resultaban inferiores en los loncheados; tan sólo en el queso de oveja curado eran un 17% más caros, mientras en el resto el paquete de lonchas costaba menos que la correspondiente cuña o el taco: 15 % el de mezcla semicurado, un 12% el de cabra tierno y un 21% el el emmental. Lo cual, o yo soy muy malpensado, o indica que la gente sólo se fija en el precio de la unidad y no en el de un kilo de ese mismo producto. Sin comentarios.

Claro está que deben de ser muchos lo que pican, los suficientes para que estas trapacerías funcionen. Otros ejemplos de aprovechamiento comercial de la vaguería de la gente son los huevos que ya se venden cocidos, a 1,17 € el cartón de media docena, lo que viene a ser aproximadamente el doble de su precio frescos; o el café con leche, al módico precio de 0,75 € los vasos de 250 centímetros cúbicos, aunque también existe la opción económica de los envases de litro por sólo 1,49 euros. Teniendo en cuenta lo sencillo que resulta cocer unos huevos o preparar un café con leche, todavía más si se utiliza café soluble, díganme ustedes si merece la pena recurrir a estos preparados que además suelen incluir aditivos tales -copio de la etiqueta- como aroma natural de café (?), colorante (caramelo), estabilizante (fosfato dipotásico) y vitaminas A y D, cabe suponer que las últimas sean para compensar que la leche es semidesnatada y por lo tanto semidesvitaminizada. Además el café es soluble, no de verdad, y asimismo lleva azúcar, por lo que quienes prefieren tomarlo sin ella o con edulcorante lo tienen claro. Sinceramente, para pagar eso prefiero ir a un bar a tomarme un café expreso, eso sin contar con que una vez probé uno de esos mejunjes que me regalaron como muestra publicitaria y les puedo asegurar que me supo a rayos.

Pero como dijo el Guerra -o el Gallo, que los cronistas no se ponen de acuerdo-, hay gente pa tó.


Publicado el 5-1-2021