Nombre rico, nombre pobre




Recuerdo, a modo de anécdota, que cuando era un crío pasaba a menudo por delante de la fachada de la Universidad de Alcalá sin prestarle la más mínima atención, ignorando que se trataba de una de las fachadas platerescas más importantes de toda España. Y es que, por lo general, no solemos dar importancia a todo aquello que, por relevante e incluso excepcional que sea, nos resulta cotidiano.

Esto mismo ocurre con los apellidos. A nosotros los españoles, así como a nuestros vecinos portugueses, nos parece normal que tengamos dos apellidos, el del padre y el de la madre, cuando se da la circunstancia de que, considerando la totalidad del ámbito occidental -no sólo Europa, sino también América, Australia, Nueva Zelanda y, en general, todas las antiguas colonias de países europeos-, es la excepción y no la regla, dado que salvo en España, Portugal, Brasil e Iberoamérica lo normal es tener un solo apellido, por lo general el paterno.

Un caso particular es el de los países eslavos ya que, además del nombre y el apellido, utilizan el patronímico. No obstante a este último no se le puede considerar un verdadero segundo apellido, dado que además de proceder también del padre se pierde a la segunda generación, reemplazado por el nuevo patronímico derivado del nombre del hijo.

Por si fuera poco, no sólo los hijos no llevan el apellido de la madre sino que ni siquiera ésta misma lo conserva, ya que al casarse las mujeres suelen perder su apellido -el que allí denominan de soltera- para adoptar el del marido. Mayor machismo, en pleno siglo XXI, imposible.

A mí, qué quieren que les diga, me parece aberrante que alguien pierda su propio apellido familiar, con el agravante de que en caso de divorcio o nuevo matrimonio el lío está más que garantizado, cuando lo más sencillo no ya a efectos sociales, sino incluso legales, es que éste se mantenga de por vida -salvo excepciones justificadas- al igual que ocurre, pongo por caso, con el DNI.

Pero es que, además de las cuestiones que pudiéramos considerar de igualdad de sexo -la igualdad de género sólo existe entre las palabras, no entre las personas-, interviene asimismo algo tan prosaico como es la comodidad. Para empezar, si se tiene la “suerte” de contar con un nombre y un apellido comunes, será bastante probable que éstos sean compartidos con otras personas, lo que puede dar lugar a complicaciones en forma de confusiones de identidad. Frente a ello, las ventajas de tener dos apellidos son evidentes: aunque el problema no desaparezca por completo se minimiza bastante, ya que una triple coincidencia del nombre y los dos apellidos será evidentemente bastante más improbable que en el caso de contar con un solo apellido.

Incluso en el propio seno familiar puede darse este problema con mucha más facilidad; basta con que los padres hayan seguido la costumbre, por cierto bastante extendida, de bautizar a sus vástagos con sus mismos nombres. Con el sistema de los dos apellidos ninguno de ellos coincidirá con el de sus padres, ya que si el hijo es varón se diferenciarán en el segundo apellido -salvo que por una carambola éstos sean similares-, y si se trata de una hija tampoco coincidirá el primero con el de su madre.

Por el contrario, en caso de que todos los miembros de la familia, padres e hijos compartan un único apellido, común para todos, no habrá manera de distinguir entre el padre y el hijo, o entre la madre y la hija, por lo que en el ámbito anglosajón es frecuente encontrarnos con la adición de un “Jr.” para diferenciar a uno del otro. Cierto es que los anglosajones suelen tener un segundo nombre propio y éste, lógicamente, varía de padre a hijo, pero como normalmente acostumbran a reducirlo a la inicial la confusión está bastante garantizada, como ocurre, por poner un ejemplo conocido, con los dos presidentes de Estados Unidos George H.W. Bush (el padre) y George W. Bush (el hijo). Realmente son ganas de complicarse la vida...

Por cierto, el último reducto de posible discriminación entre ambos sexos, la normativa que imponía que el primer apellido fuera siempre el paterno, fue derogado en 1999, ya que desde entonces se permite en España invertir el orden de los apellidos poniendo en primer lugar el materno precediendo al paterno. En realidad hasta la creación del Registro Civil en 1871 no existía ninguna regulación legal al respecto, dado que los registros parroquiales tan sólo tenían validez dentro del ámbito del derecho canónico; no obstante nuestro sistema tradicional de imposición de nombres y apellidos data de muy atrás, quizá desde finales de la Edad Media, aunque se regía no por las leyes sino por las costumbres, por lo que la ley de 1870 que reguló el establecimiento del Registro Civil un año más tarde lo que hizo fue tan sólo convertir en legal lo que hasta entonces había sido consuetudinario.

Eso sí, la tradición anterior a 1970 era más flexible, dado que la tendencia general era no a seguir obligatoriamente la línea paterna, sino a elegir, entre todos los apellidos familiares, aquéllos de más abolengo. Ésta es la razón por la que Cervantes utilizaba como segundo apellido Saavedra en lugar del de su madre, el más plebeyo Cortinas. Ésta es también la razón por la que los investigadores genealógicos a veces se pueden volver locos al existir hermanos de padre y madre con apellidos diferentes. Pero en cualquier caso la tradición española de los dos apellidos es antigua, y muy anterior al siglo XIX.

Sin embargo, pese a la corrección política del sistema español -y portugués- de los dos apellidos, y pese también a sus innegables ventajas por las razones anteriormente explicadas, lo cierto es que en nuestro entorno cultural sigue siendo la excepción, y no la regla. Como mucho, en algunos países, y desde fecha reciente, se permite a las mujeres conservar su propio apellido una vez casadas o, todavía menos, añadirlo como apéndice al de su marido, un poco en plan el apolillado y cursi “señora de”, pero justo al contrario. Y en cualquier caso, el peso de la tradición es tan grande que, al parecer, son muy pocas las mujeres europeas o norteamericanas que optan todavía por ello.

Y encima nos miran como si fuéramos nosotros los bichos raros... voy a poner un par de ejemplos reales para demostrarlo.

Una compañera mía tuvo que ir, hace algún tiempo, a Alemania por razones de trabajo, y en vez de utilizar un medio de transporte público como el avión, fue con su marido en el coche familiar. Pues bien, los probos y cuadriculados funcionarios alemanes le pusieron pegas a la hora de pagarle las dietas porque “había viajado en el vehículo particular de una persona que no constaba que fuera familiar suyo”, lo cual no estaba contemplado en la normativa... porque, claro está, sus apellidos no coincidían. Aparte de la rechifla que nos trajimos con el asunto, me pregunto qué hubiera pasado de ocurrir no hace tantos años, cuando la moral al uso hacía que los hoteles se negaran a dar alojamiento a aquellas parejas que no demostraran fehacientemente su condición de matrimonio. ¿Habría que viajar fuera de España con el libro de familia en la boca?

La segunda anécdota es personal mía, aunque a todos mis compañeros les ha ocurrido algo similar. Cuando comencé a publicar artículos en revistas científicas, todo ufano firmaba con mi nombre completo, José Carlos Canalda Cámara. Pues bien, pronto descubrí la conveniencia de olvidarme del apellido materno, puesto que los muy cenutrios de los editores de estas revistas, por lo general anglosajones, tendían a identificar al segundo apellido como el único suyo, convirtiendo el primero en un estrambótico segundo nombre... sin que sirviera de nada el hecho de que mi nombre ya fuera de por sí compuesto. Así pues me convertían en “Cámara, José Carlos Canalda”, con el embrollo que esto supone a la hora de buscar bibliografías dado que aparecía en dos sitios diferentes, como Canalda y como Cámara, tal como si se tratara de dos personas distintas. Y como esto tiene su importancia a la hora de presentar el currículum científico, me vi obligado muy a mi pesar a descabalgarme del Cámara para evitar estos problemas, aunque todavía anda rodando por ahí algún artículo antiguo cuya firma no he podido cambiar.

En fin, qué se le va a hacer... al fin y al cabo en esto ocurre algo similar a lo que sucedió en 1582 con la reforma del calendario gregoriano, que pese a ser algo tan evidentemente práctico no fue adoptada por los países no católicos hasta muchos años después... concretamente hacia 1700 por la Alemania protestante, Dinamarca, Noruega, Holanda y la Suiza protestante, hacia 1750 -¡con 170 años de retraso!- por Inglaterra, Suecia y Finlandia,  en 1917 por Bulgaria, en 1918 por Rusia -tras la Revolución de Octubre-, en 1919 por Rumanía y ¡en 1923 por Grecia! Estoy hablando en todos los casos de países cristianos que utilizaban el calendario juliano pero que, al no ser católicos, se hicieron los remolones a la hora de hacer el cambio dado que la reforma del calendario, pese a tratarse de una cuestión estrictamente astronómica, había sido promovida por un papa católico. De hecho, la liturgia ortodoxa sigue rigiéndose, aun hoy en día, por el antañón y desfasado calendario juliano.

Y es que, como afirmó irónicamente el gran astrónomo Kepler, que por cierto era protestante, éstos preferían llevarle la contraria al Sol antes que dar la razón al papa.


Publicado el 22-9-2011