La moda del bronceado





Dado que fue asado en una parrilla, San Lorenzo debería ser
nombrado patrón de los amantes del bronceado


Una de las tradiciones veraniegas que siempre me ha resultado incomprensible es la de tomar el sol para ponerte moreno. He de explicar que tengo una piel muy blanca y por lo tanto muy sensible a las quemaduras solares, las cuales todavía recuerdo con pavor pese a que, ya desde muy joven, aprendí a no exponerme a la solanera más que lo imprescindible, por la cuenta que me traía.

Pero es que además, ni tomando precauciones -es decir, embadurnándome el cuerpo como si fuera una sardina en aceite-, o incluso en el caso hipotético de haber traído de fábrica una piel lo suficientemente oscura como para resistir las quemaduras, me resultaría placentero tumbarme al sol como si fuera un lagarto, ya que siempre me ha resultado profundamente desagradable esa sensación de sentir cómo los rayos de sol se clavan en tu cuerpo cual alfileres ardientes. Y si a ello sumamos que mi tolerancia al calor es muy limitada, y que siempre he preferido los climas fríos a los calurosos, podrán sacar ustedes sus conclusiones.

Bien, dicen que sobre gustos no hay nada escrito, así que me abstendré de opinar sobre las aficiones ajenas, máxime cuando mi postura personal al respecto no resulta ser precisamente la mayoritaria. A la gente, esto es evidente, le encanta asarse a fuego lento a pleno sol para ponerse morena, tanto es así que en estos últimos años han proliferado los establecimientos que te ofrecen un bronceado artificial a base de irradiarte con lámparas de rayos ultravioleta.

Sin embargo, no siempre fue así. De hecho, hasta fechas relativamente cercanas lo elegante y aristocrático era mostrar una piel lo más blanca posible, dado que una tez morena se identificaba con los estratos más bajos de la sociedad obligados a trabajar a la intemperie. Incluso algunos autores clásicos españoles, como Galdós o Baroja, llegaron a definir a estas clases populares con la peyorativa expresión de “la gente del bronce”. Y desde luego, a los pocos adinerados que se podían permitir el lujo de ir de vacaciones a la playa en tiempos de nuestros bisabuelos no se les ocurría ni por lo más remoto ponerse al sol, no fuera que alguien les pudiera confundir con los toscos pescadores, lo que explica el profuso uso de sombrillas y otros adminículos protectores por parte de las damiselas de la época.

Y sin embargo, la tortilla se dio la vuelta de forma radical no hace ni siquiera cien años. Tradicionalmente se ha considerado como la principal “culpable” de este cambio copernicano a la frívola diseñadora francesa Coco Chanel que, dentro de su particular cruzada tendente a imponer urbi et orbe sus gustos personales, logró convencer a las élites adineradas, allá por los locos años veinte, para que dejaran adoptar a sus pieles un tono bronceado que hubiera sido considerado poco menos que una herejía tan sólo unos pocos años antes.

La razón para este cambio de actitud no resulta difícil de explicar: fue precisamente en esa época cuando empezó a popularizarse la práctica de diversos tipos de deporte, en la mayoría de los casos al aire libre... con lo cual estar bronceado pasó de identificar a la gente de tez morena con los agricultores, los pescadores o los jornaleros de cualquier tipo, a hacerlo con los sportmen, el súmmum del pijerío de la época. Porque, huelga decirlo, la inmensa mayoría de la población europea y norteamericana -el resto del planeta ni contaba siquiera- bastante tenía con buscarse la vida todos los días como para preocuparse por practicar el tenis, el golf, la hípica o cualquier otro deporte de señoritos, ya que incluso el fútbol distaba mucho todavía de ser el espectáculo de masas en que se convertiría años más tarde.

Existía también una razón médica, o pseudomédica. Como es sabido, nuestro organismo es capaz de sintetizar vitamina D mediante la irradiación de los rayos solares sobre la piel, y en una época en la que la desnutrición hacía estragos y el raquitismo, es decir, la carencia de vitamina D, era considerado un problema serio, cabe comprender que la gente estuviera dispuesta a intentar combatirlo merced a algo que además era gratis... claro está que sólo con exposiciones al sol no se consigue evitar el raquitismo, dado que antes es necesario haber ingerido ciertas sustancias que actúan como precursoras de la citada vitamina. Asimismo con una alimentación sana y equilibrada tampoco es necesario torrefactarse, dado que ya tomamos la suficiente cantidad de nutrientes sin necesidad de tener que recurrir a esta medida.

Pero como suele ocurrir siempre, la gente cogió el mensaje por donde le apeteció, es decir, el rábano por las hojas, utilizándolo como justificación para lo que en el fondo era una simple cuestión estética y de moda, ya que dudo mucho de que los ricachos de entonces, que fue precisamente entre quienes se puso de moda el bronceado, necesitaran del sol para cubrir sus necesidades nutricionales.

Y, claro está, cuando a partir de la II Guerra Mundial en los países más desarrollados, y de los años 60 en España, se generalizó la costumbre hasta entonces minoritaria de ir de vacaciones a la playa, todas las condiciones estaban ya dadas para que la gente se volviera loca por lucir melanina, aunque sólo fuera para presumir a su vuelta de haber estado en la playa y ponerles los dientes largos a aquéllos a quienes su piel blancucha les delataba como lo suficientemente pobretones, o desgraciados, como para no haber podido ir a chapuzarse al mar.

Aunque estos últimos disponían de ciertos sucedáneos baratos tales como el río más cercano o, más adelante, las piscinas, pronto se corrió el rumor de que el sol del interior daba -eso decían, pese a que yo personalmente nunca he notado diferencias significativas- un tono de piel distinto al de la costa, el despectivamente denominado “moreno agromán” en alusión a una de las principales constructoras de la época, que ya es sabido que los albañiles siempre se ponen morenos aunque no quieran. Porque siempre ha habido clases, y después de gastarte una pasta en ir a Benidorm, a Mallorca, a Tenerife o a Punta Cana -según la época- para poder presumir de palmito, lo que menos te apetece es que intente codearse contigo un desharrapado que se ha pasado el verano tumbado boca arriba en la piscina de su barrio. Faltaría más.

Para ampliar la oferta, con el tiempo llegarían los otrora exóticos los salones de bronceado, vulgo “asadores de pollos”, capaces de proporcionarte un hermoso chamuscado integral sin delatoras marcas de bañador y sin necesidad de airear tus vergüenzas en público, e incluso productos mágicos que prometían broncearte intensamente a base de pastillitas; con lo cual, quien a estas alturas siga estando blancucho será, literalmente, porque quiere... cual es mi caso, y les juro que más de una vez he tenido que soportar recriminaciones acerca de mi “antiestético” tono de piel, y cuando para quitarme de en medio al pelmazo de turno le explicaba mi poca tolerancia dérmica, lo cual era tan sólo una parte de la verdad, éste solía mirarme con conmiseración recomendándome que utilizara cremas de alta protección solar.

En realidad no es sólo que me queme la piel con facilidad, que me la quemo, ni que tampoco me guste nada estar a pleno sol, que no me gusta lo más mínimo; es que además siempre me ha importado un comino estar moreno. Aún más, dentro de mis particulares e intransferibles gustos estéticos, siempre me ha atraído más una piel sonrosada -ojo, he dicho sonrosada, no color merluza pasada- que una bronceada. Qué se le va a hacer, yo soy así de rarito.

En cualquier caso, insisto una vez más, la moda del bronceado es tan sólo eso, una simple moda por más que lleve ya más de ochenta años imponiendo su particular dictadura; al fin y al cabo la moda anterior de la piel pálida duró mucho más, siglos enteros, y nada nos garantiza que dentro de un tiempo no vuelva a haber otro cambio tan radical como el provocado por la ya citada Coco Chanel, aunque de signo contrario... todo dependerá, como siempre, de que los productos blanqueadores de piel acaben siendo más rentables que los bronceadores y protectores actuales, o de que el actual turismo masivo -y casi ganadero- de playa acabe siendo sustituido por otro de tipo diferente que ya no requiera tenerse que asar a fuego lento a modo de un nuevo San Lorenzo. Y si no, al tiempo.

Profundizando en el tema, nos encontramos además con que la moda del bronceado, como todas las modas, no sigue más lógica que los intereses más o menos ocultos -generalmente menos- de quienes se están forrando con ellas, en el caso concreto que nos ocupa desde los especuladores que han destrozado de forma irreversible miles de kilómetros de costa, hasta las grandes multinacionales de la cosmética, todo ello adobado con el pavoneo típico de tantos y tantos a los que les gusta restregarte por los morros algo que ellos han hecho y tú no... como si me importara lo más mínimo, aunque al parecer a mucha gente sí le importa, y mucho.

Se da además la paradoja de que el menosprecio secular hacia la gente de tez morena -proletarios en general en el pasado, inmigrantes de piel atezada en el presente, sin olvidarnos t de minorías autóctonas tales como la gitana- dista mucho de haber desaparecido, antes aún se ha incrementado tras la masiva llegada a nuestro país de extranjeros provenientes de países del tercer mundo, es decir, pobres. Cierto es que un español recién venido de la playa suele ser fácil de distinguir de un norteafricano, un sudamericano de rasgos indígenas e incluso de un castizo calé, por no hablar ya de la población de color -negro, evidentemente- que en buena lógica debería ser la envidia de todos los amantes del tostado veraniego. Pero no, hay que lucir un color moreno -y cuanto más exagerado mejor- que no se pueda confundir con el de esos pobretones que lo traen instalado de fábrica, faltaría más, que tus buenos esfuerzos y tus buenos cuartos te ha costado.

Insisto una vez más, sobre gustos no hay nada escrito, y yo la verdad es que me conformo con que me dejen en paz sin incordiarme acerca de mi aspecto paliducho, al fin y al cabo yo tampoco acostumbro a opinar, aunque podría hacerlo, sobre su aspecto de churrasco muy hecho o sobre si me recuerdan al difunto Negus de Etiopía. Pero no se trata tan sólo de una cuestión de gustos; el problema es que cada vez son más los médicos que alertan acerca del peligro de tomar el sol en exceso, que no es precisamente algo baladí. Al parecer se están incrementando espectacularmente los cánceres de piel, pero incluso sin llegar a esos extremos tan dramáticos, lo cierto es que una exposición prolongada -y sobre todo continuada- al sol produce un envejecimiento prematuro de la piel que tarde o temprano acabará les pasando factura a quienes la practiquen.

Supongo que todos ustedes habrán tenido ocasión de ver el rostro arrugado y apergaminado de alguien que haya trabajado de agricultor o pescador -es decir, de sol a sol- durante toda su vida, con la piel totalmente curtida y envejecida. Y aunque yo todavía navego confortablemente por las aguas de una tranquila madurez, quedándome aún bastante lejos -al menos eso espero- el puerto de la ancianidad, la verdad es que me apetecería bastante poco acabar mis días con la piel hecha una pasa, con independencia de otros posibles trastornos de mayor gravedad. Y por si fuera poco, ahora se descuelgan con que las famosas “cremas protectoras” -el entrecomillado es mío- en realidad protegen bastante menos de lo que presuntamente nos estaban diciendo.

Porque bien pensado, la mejor protección contra el sol es evitarlo a toda costa, por más que el cadáver de Coco Chanel se pueda revolver en su tumba.


Publicado el 26-7-2012