Salvaje honradez, silvestre honestidad





Una planta muy salvaje... para las moscas


Como cualquier estudiante de idiomas sabe, los llamados falsos amigos son uno de los tópicos más conocidos de esta disciplina académica. Se trata de términos idénticos, o muy similares -normalmente proceden de una etimología común- pero que en ambos idiomas han evolucionado de forma divergente alcanzando con el tiempo significados diferentes, e incluso a veces muy distintos. Es el caso, por ejemplo del inglés actually, que no significa actualmente sino en realidad; del francés attendre, equivalente al español esperar -y no atender-, o del italiano brutto, traducible por feo y no por bruto... pero hay muchos más, evidentemente.

Huelga decir que un mal traductor puede meter la pata con estos falsos amigos, pero se trataría de una simple y vulgar chapucería. El problema es cuando estos errores, u otros similares, se cometen de forma deliberada en busca, por lo general, de un mayor impacto o reclamo, independientemente de las coces que se le pueda dar al diccionario de la Real Academia Española.

Asimismo, es bastante normal que dos términos diferentes en un idioma correspondan a uno único en otro, como ocurre con el free inglés -libre, pero también gratis- o con el español cielo, que no diferencia entre los sustantivos ingleses sky -cielo, firmamento- y heaven -cielo religioso-, es evidente que habrá que tener en cuenta estos matices.

Pero no siempre ocurre así, a veces por ignorancia y a veces de forma deliberada. Veamos un ejemplo. En español, a diferencia del inglés, utilizamos la misma palabra -como mucho diferenciamos con la mayúscula de la inicial- para definir el suelo -tierra- y el planeta que habitamos -Tierra-, por lo cual el verbo aterrizar puede resultar confuso al no diferenciar entre ambos casos en los que se toma tierra o se toma Tierra, sea un avión o un cohete espacial el vehículo que realiza la maniobra... aunque en realidad ambos acaban siempre posándose sobre el suelo.

¿Qué ocurre cuando un vehículo espacial se posa sobre la superficie -es decir, el suelo- de otro cuerpo celeste? Bien, en inglés no tienen el menor problema, ya que ellos distinguen entre land -tierra, suelo- y Earth -el planeta Tierra-, así que tienen muy claro que todos los artilugios, para aterrizar -es decir, posarse sobre el suelo-, lo que hacen es to land, sea en nuestro planeta, en la Luna, en Marte o en el asteroide número 3.583 del catálogo del Minor Planet Center. Y desde luego, el módulo lunar de las misiones Apolo se llamaba, precisamente, moon lander o lunar lander, es decir, aterrizador lunar... porque en la Luna también se aterrizaba, es decir, se tomaba tierra, eso sí con minúscula.

Esto no impidió que ciertos periodistas españoles de la época, supongo que bastante ignaros en la lengua de Shakespeare, se inventaran el hermoso palabro alunizar, es decir, tomar luna, cuando era evidente que la superficie de nuestro satélite era tan tierra -o suelo- como la terrestre. Y lo gordo fue que, pese a toda lógica, el dislate acabaría siendo aceptado por la Real Academia, que también convertiría el tradicional amarar en el innecesario amerizar. Una vez abierto el melón no pararían ya de proponerse neologismos no sólo innecesarios, sino cada vez más estrambóticos: amartizar -por Marte-, planetizar -por hacerlo en algún planeta-, satelizar -ídem en un satélite-... lamentablemente a nadie se le ocurrió, cuando hace algunos años una sonda espacial de la NASA llegó hasta el asteroide Eros, definir su maniobra como erotizar, lo cual al menos hubiera resultado divertido.

Claro está que hay casos peores, aunque sólo sea porque son deliberados. Otro de estos casos en los que un idioma -en este caso el español- es más preciso que otros es el del adjetivo inglés wild, equivalente al francés sauvage, que significa en español salvaje... y también silvestre. Aunque cualquier hispanoparlante con un mínimo de cultura sabe distinguir perfectamente entre ambos adjetivos -un león es salvaje, unas margaritas del campo son silvestres-, echemos no obstante un vistazo a las definiciones que da el DRAE:


Salvaje:

1. No cultivado. Se aplica a las plantas silvestres.

2. Se dice del animal que no es doméstico, y generalmente de los animales feroces.


Silvestre:

1. Criado naturalmente y sin cultivo en selvas o campos.

2. Inculto, agreste y rústico.


Bien, a pesar de que en la primera definición de salvaje nos la han metido de clavo -estos académicos ya no son lo que eran-, lo cierto es que en el lenguaje común se suele utilizar la segunda, de manera que a nadie en su sano juicio se le ocurriría hablar de leones silvestres -quedaría así como cursi y amanerado- o de florecillas salvajes, ni siquiera tratándose de plantas carnívoras.

Pero ocurre que, en ocasiones, la imaginación de los dinamiteros del idioma puede llegar a ser calenturienta. Véase, si no, el famoso ejemplo de los limones salvajes del Caribe con los que una conocida marca de desodorante desarrolló una impactante campaña publicitaria, a principios de los años ochenta, de la que han quedado en el recuerdo colectivo no tanto los aludidos cítricos, sino los argumentos que la modelo exhibía sin tapujos por vez primera en la televisión española. Pero como ahora no estoy hablando de argumentos femeninos sino de limones, dejémoslo en que a mí me escandalizó que se utilizara tal adjetivo en vez del obvio de silvestres, dado que no me imaginaba a unos pacíficos limoneros, por mucho que hubieran crecido sin la menor ayuda de la mano del hombre, atacando sañudamente a nadie -y menos aún a la grácil modelo- al estilo de los terroríficos hombres-planta que solían aparecer con frecuencia en las novelas y películas de ciencia ficción de serie B. ¿O no?

Es evidente que el dislate idiomático no era casual, sino que se buscaba identificar de forma subliminal este frescor frutal -el de los limones, se entiende- con esos arquetipos tan del gusto de los publicitarios -será que venden- como son la libertad, el aire libre, el deporte... algo que quedaría bastante mustio, esa es la verdad, hablando de los humildes limones silvestres, que más bien suenan a tisana de la abuela. Y desde luego por ahí debían de ir los tiros ya que, tras reiteradas críticas y, supongo, también cachondeítos varios, la empresa responsable cambió sutilmente la frase estrella de la campaña trocando el frescor de los limones salvajes del Caribe en un más aséptico, desde el punto de vista de la ortodoxia castellana, frescor salvaje de los limones del Caribe... que era casi lo mismo, pero ya no era lo mismo y les ponía a salvo de los pesados como yo, al tiempo que salvaba casi íntegro el mensaje subliminal que pretendían transmitir, señora de buen ver -esa creo que no la cambiaron- incluida.

Totalmente similar, aunque quizá todavía más grave puesto que aquí no había mensaje subliminal que valiera, es el caso del nombre de una conocida cadena de herboristerías cuyo nombre comienza por Las hierbas salvajes de..., que serán muy buenas, no lo discuto, pero insisto, que yo sepa no provienen de plantaciones de especies vegetales carnívoras. Aquí el dislate proviene probablemente del origen francés de la cadena, por lo que cabría hablar más bien de una negligente traducción del original Les herbes sauvages que de una artimaña publicitaria, ya que si a algo se considera silvestre por antonomasia en España es precisamente a plantas medicinales como la manzanilla, la menta poleo, la tila o la hierbabuena, las cuales es evidente que de salvajes no tienen nada, por mucho que nos empeñemos.

Cambiando de ejemplo, pero no de tercio, nos encontramos con una confusión asimismo frecuente, la de honesto -decente o decoroso- con honrado -que procede con rectitud e integridad-, definiciones del DRAE un tanto alambicadas máxime cuando en su reciente afán por satisfacer a todos añade una entrada postrera -la cuarta- equiparando ambos adjetivos, como si fuera necesaria esta forzada ambigüedad. Por esta razón es preferible recurrir a la acepción que se les da a ambos términos de forma habitual y que arranca directamente de las respectivas acepciones latinas honestus y honoratus, lo que demuestra que la diferenciación entre ambas viene de lejos.

Resumiendo, hubo quien dijo con sorna -la frase suele atribuirse a Salvador de Madariaga, pero no he podido comprobar con certeza su autoría- que, para los españoles, la honradez era un tema de cintura para arriba, y la honestidad de cintura para abajo. Es decir, la honradez tiene una connotación ética con especial incidencia en los matices económicos -una persona honrada jamás robará ni engañará, pongo por ejemplo-, mientras la honestidad deriva más bien, digamos, hacia el ámbito de las gónadas.

Huelga decir que al ser en principio dos conceptos diferentes podremos encontrarnos con personas a la vez honradas y honestas -en los políticos será bastante más difícil, pero buscando lo suficiente a lo mejor tropezamos con alguno-, honradas pero no honestas, honestas pero no honradas y, por último, que no sean ni lo uno ni lo otro...

Sin embargo, volvemos a tropezarnos con el problema de la contaminación proviniente de otro idioma, en esta ocasión el omnipresente inglés. Ocurre que en la lengua de Shakespeare ambos términos comparten un único adjetivo, honest... y ya la hemos liado, sobre todo si entre medias se nos meten periodistas sin mucha idea ni de uno ni de otro idioma.

Y eso que no es tan complicado: un político, pongo por caso, al que se le pille robando o prevaricando, pero que al mismo tiempo lleva una vida familiar ejemplar, no será honrado, por supuesto; pero no tiene por qué ser deshonesto, siempre y cuando no le ponga los cuernos a su mujer ni intente asaltar sexualmente a las camareras de los hoteles donde se aloja. Justo al contrario, un presidente que engaña a su mujer con la becaria de turno, pero que no roba un solo duro del erario público -sí, existen, al menos en otros países-, podrá comportarse deshonestamente, pero será honrado a carta cabal. ¿Tan difícil es entenderlo? Luego están, claro, los granujas que ni lo uno ni lo otro, pero a éstos es mejor llamarlos directamente sinvergüenzas.

Pues bien, pese a estar la cosa tan clarita, cada vez es más habitual encontrarse con titulares de periódico en los que se acusa al político de turno -de los de aquí, me refiero- de falta de honestidad, pese a que en ningún momento se haya cuestionado su comportamiento conyugal o sexual... políticos que han robado -presuntamente-, que han prevaricado -presuntamente- o que han cometido -presuntamente- cualquier tipo de delito aprovechándose de su cargo, pero siempre pecando contra mandamientos tales como los números 5, 7, 8 y 10 y no, al menos presuntamente, contra los mandamientos números 6 y 9 que, como todo el mundo sabe -y si no lo saben siempre pueden informarse aquí- son los que afectan al negociado de la honestidad.

Con lo cual, a menos que leamos a fondo la noticia, siempre tendremos la duda de si el -presunto- infractor está metiendo mano a las faldas o a los bolsillos ajenos.


Publicado el 20-5-2011