¡Peligro, villancicos!





Así es como me imagino yo a Papá Noel


Siempre que se acercan las fiestas navideñas, un período del año que por lo general me suele resultar agradable y simpático, no puedo evitar un estremecimiento al recordar que, inseparablemente unidos a ellas, llegarán también los villancicos.

No se me interprete mal: los villancicos son un género musical de tradición secular, y cuentan en su seno con obras maestras del calibre de Adeste fideles o Noche de paz, por poner tan sólo dos ejemplos de los más conocidos. Incluso los más populares, esos que todos hemos oído desde la infancia y que hemos cantado en más de una ocasión, como Campana sobre campana, Los peces en el río, Campanita del lugar, Hacia Belén va una burra o El tamborilero, aunque sean musicalmente de menor calibre, tienen también su interés, siquiera sea éste cultural y sociológico.

El problema, pues, no son los villancicos en sí, sino el bombardeo inmisericorde al que se nos somete con versiones de los mismos no ya malas, sino auténticamente infames. Porque, váyase a saber por qué, los villancicos que nos ponen en prácticamente todos los sitios, incluidas tiendas y hasta en la propia calle, no suelen ser por desgracia unas versiones decentemente cantadas bien por cantantes profesionales, bien por algún coro mínimamente decoroso; de ser así, mi queja no tendría la menor razón de ser.

El problema, por desgracia, es que las versiones con que nos fustigan, y de las que es prácticamente imposible huir, suelen ser de dos tipos diferentes, a cada cual más insoportable: bien cantados -es un decir- por lo que parecen ser coros de colegios infantiles, bien en versiones “flamencas” -es otro decir, ojalá fueran flamencas de verdad- perpetradas en plan rumba gitana. En cualquiera de los dos casos, las ganas de huir de semejante tortura auditiva suelen ser tan irrefrenables como escasamente viables.

Porque, por encima de todo, suelen estar pésimamente cantados y todavía peor tocados. Por supuesto que hay coros infantiles espléndidos, pero no suelen recurrir a la Escolanía del Escorial para cantarlos, sino a algún desconocido grupito de niños que con toda su mejor intención, eso no se lo discuto, los pobres no saben entonar una nota. Lo mismo ocurre con los espeluznantes villancicos-rumba, apenas una deforme caricatura de lo que yo entiendo por verdadero flamenco, un género que, pese a no llamarme demasiado la atención, cuenta con todo mi respeto.

Claro está que todavía es peor cuando un grupito de famosetes y/o famosetas, con el oído en algún punto indeterminado de su aparato digestivo, se empeñan en asesinar vilmente al espíritu navideño, destrozando de forma inmisericorde cualquier villancico que se les cruce en el camino en cualquiera de las cadenas de televisión que, por estas fechas, parecen empeñadas en amargarnos la navidad con sus memeces... aunque aquí por fortuna la solución es más fácil, basta con no encender la tele, mientras que en los casos anteriores necesitarías encerrarte en casa y ni aun con ello tendrías garantías plenas de poder huir de la quema.

Y no es eso todo. Además de estos delitos de lesa música, existen también por estas fechas otros bombardeos no menos mortíferos, como es el caso de los empachos de películas ambientadas en la navidad con las que todas las cadenas parecen querer competir, empezando por clásicos tales como ¡Qué bello es vivir! o La gran familia, y menos mal que por lo menos dejan en paz obras maestras como Plácido. No es cuestión de valorar negativamente estas dos películas, tanto la protagonizada por James Stewart como la de Alberto Closas y Pepe Isbert, pero es que las han emitido ya tantas veces que me las sé literalmente de memoria, incluyendo la angustiosa búsqueda del niño perdido por los puestos navideños de la Plaza Mayor de Madrid. Y la rutina cansa, vaya que si cansa.

Claro está que si hasta de los clásicos puedes acabar hartándote, ¿qué me dicen de todos esos subproductos infumables, al estilo de la clásica De ilusión también se vive (Miracle on 34th Street), o las más modernas, y por ello todavía peores, La leyenda de Santa Claus, ¡Vaya Santa Claus!, Solo en casa y sus todavía más infumables secuelas, El Grinch o las incontables versiones bastardas de Cuento de navidad, entre otras muchas, con las que nos amenazan todos los años en estas fechas? Compadezco sinceramente a todos los pobres padres que se ven obligados a tragarse semejantes bodrios por el ¿bien? de sus hijos. Esto es tortura, y no las caricias de la antigua Inquisición.

Por si fuera poco, incluso las pocas películas que por su calidad trascienden de la mediocridad general de este subgénero, como es el caso de Pesadilla antes de navidad -una auténtica obra maestra- o Polar Express, al haber sido realizadas pensando en exclusiva en el público anglosajón, que ya se sabe que el resto del mundo somos para las distribuidoras de Hollywood mero mercado residual, nos muestran unos tópicos navideños que, al menos a mí, me quedan demasiado alejados de mis propias tradiciones, aunque vista la aculturación pavorosa de las nuevas generaciones, mucho me temo que esto no sea algo que no les importe demasiado... no desde luego viendo de qué manera hacen el ganso con el dichoso Halloween.

En cualquier caso, y por una razón u otra, todos los años acabo deseando muy a mi pesar que lleguen Reyes lo antes posible... aunque esto suponga el final de mis vacaciones.


Publicado el 30-12-2011