Arquitectura, arte y sociedad



engendro

Habrá quien le encuentre la gracia...


En el número 2.188 de este semanario, de fecha 18 de diciembre de 1992, y dentro de la sección La opinión del arquitecto, José Luis Miranda Carmena firmaba un artículo que, con el título La mimesis pacata, resultaba ser un alegato en contra del proteccionismo del patrimonio arquitectónico y urbanístico de las ciudades y a favor, por lo tanto, de la libre intervención de los profesionales sin estar sujetos a la menor limitación por lógica y razonable que pudiera resultar ésta. Y así, a modo de justificación de sus planteamientos, el autor comienza intentando convencernos con unos razonamientos presuntamente lógicos, preguntándonos el efecto que producirían a una persona de nuestra época cortapisas tales como la obligatoriedad de que los libros estuvieran redactados en castellano medieval, los últimos modelos de coches fueran copias del mítico Ford modelo T, los aviones se diseñaran según la tecnología de los hermanos Wright o los barcos conforme a los cánones de los galeones de la Armada Invencible.

Sin embargo, es perfectamente posible responder con preguntas similares pero de planteamiento completamente opuesto: ¿Qué pensarían ustedes, por ejemplo, si tuvieran un libro incunable del siglo XV que estuviera deteriorado y el cual, al llevarlo a restaurar, les fuera devuelto con inclusiones de páginas escritas por ordenador? ¿O si a un cuadro del siglo XVII le rellenaran los trozos perdidos con pinturas cubistas? ¿O si a una joya herencia de familia un orfebre moderno le incrustara adornos estilo siglo XXIII?

Perogrulladas aparte, lo cierto es que existe un factor fundamental que curiosamente no suele ser tenido en cuenta por los arquitectos que tan ardorosamente defienden la libertad de acción en los cascos antiguos de las ciudades: No se puede considerar una actuación arquitectónica aislada de su entorno urbanístico, lo que se traduce en el hecho evidente de que, independientemente de su valor e interés arquitectónico, un edificio determinado puede encajar bien o mal dependiendo de la trama urbana en la que se integre. Dicho con otras palabras, tan ilógico resultaría construir una iglesia neogótica, pongo por caso, en el corazón del madrileño barrio de Azca, como erigir un cubo de hormigón y cristal en mitad del casco antiguo toledano. No creo que sea preciso ir a estudiar a Salamanca para llegar a esta conclusión, pero es triste comprobar que esta segunda circunstancia sí que se da y, si afortunadamente no ocurre más veces, no se debe a la voluntad de los arquitectos sino, muy al contrario, a la oposición de los ciudadanos a unas intervenciones sobre las que, por afectar a un bien público, tienen perfecto derecho a opinar y a decidir.

Critica agriamente José Luis Miranda a las comisiones encargadas de velar por la preservación del patrimonio artístico, descalificándolas a priori y de una manera global al afirmar que su único criterio es la mimesis temerosa y ultraconservadora que da como único resultado, según él, un indefinible y bastardo estilo historicista, pastelero, de pastiche y canecillo de madera, enfoscado, arco de medio punto y basta, para concluir finalmente que falta criterio y cultura arquitectónica, falta conocer y ver buena arquitectura, se echa de menos el compromiso con los tiempos que corren, sobran Disneylandias, se niega a la gente el derecho a disfrutar de una ciudad renovada y de calidad.

De acuerdo con tan rotundas afirmaciones, supongo que a este arquitecto le parecerá una Disneylandia pastelera el panteón de la duquesa del Sevillano y su anexo convento de las Adoratrices, mientras que por el contrario le encantarán el edificio de Simago, en la plaza de Santo Domingo, o el maravilloso centro cívico municipal asentado junto al ábside de San Gil.

Claro está que los alcalaínos, gracias a tan modernos criterios, disfrutamos en pleno casco antiguo del magnífico mamotreto de la ampliación de la facultad de Económicas o del también hipermodernista edificio, todavía en construcción, que albergará al archivo municipal. Tuvimos también la suerte de que el prestigioso arquitecto Ángel Fernández Alba demoliera todo lo que le vino en gana del antiguo colegio de Jesuitas al adaptarlo para facultad de Derecho, y puede que en un futuro veamos arrasado lo que queda todavía del convento del Carmen Calzado, que es mucho y perfectamente restaurable, para que en sus muros pueda ser incrustado un cubo de hormigón y cristal muy de estilo Azca, el cual encajará maravillosamente con las torres renacentistas y barrocas de su entorno.

Esto es lo que propone, si no me equivoco, José Luis Miranda como alternativa a la conservación de unos cascos antiguos que heredamos de nuestros antepasados y que tenemos obligación de legar a nuestros herederos. Y dejémonos de demagogias; nadie pide vivir en casas del siglo XVI, sino hacerlo en edificios que conjuguen la armonía de un entorno secular con las comodidades modernas, en vez de hacerlo en inhumanos cubículos ubicados en moles impersonales y gigantescas aunque, eso sí, muy modernas.

Durante siglos, milenios incluso, la arquitectura fue una armoniosa síntesis de técnica y arte, y los arquitectos fueron por encima de todo artistas. Hoy muchos de ellos tan sólo son técnicos; magníficos, no lo discuto, pero sin sensibilidad por la belleza y sin interés por hacer una arquitectura humana, armoniosa y bella. Y, o mucho me equivoco, o las polémicas torres de la madrileña plaza de Castilla asombrarán a la gente como asombran las pirámides, pero no agradarán como agrada una catedral. Tendrán la técnica, pero carecerán de belleza. Pero por favor, no me llamen a esto arquitectura; es, simplemente, ingeniería.


Publicado el 22-1-1993 en Nueva Alcarria
Actualizado el 24-5-2006