Los ordinales monárquicos





Alfonso X de Castilla y León



Como es sobradamente sabido, a los monarcas de todo el mundo y de todas las épocas se les ha solido conocer con su nombre propio seguido del ordinal correspondiente, que sirve para distinguir entre los diferentes tocayos que a lo largo de la historia han ocupado con sus reales posaderas el trono de un país. Claro está que estos criterios han sido en ocasiones un tanto elásticos y adaptables a las circunstancias, como lo demuestra que los presuntos Luis XVII y Napoleón II no pasaran de ser príncipes herederos del trono francés, pese a lo cual sus respectivos sucesores -Luis XVIII y Napoleón III- les reservaron un hueco en la onomástica real e imperial con total magnanimidad. En otras ocasiones, y cuando las circunstancias lo requerían, algunos monarcas no dudaron en adoptar un nombre distinto del suyo, tal como ocurrió con el rey inglés Jorge VI, cuyo verdadero nombre de pila -al menos el primero de su nutrida colección- era en realidad Alberto.

Obviamente en España ocurrió lo mismo ya desde los tiempos de los visigodos, aunque las raíces de la monarquía moderna -si puede ser considerada como tal una institución tan antagónica con la verdadera modernidad; pero ésta es ya otra historia- arrancan de los reinos surgidos en la Reconquista. Como cabe suponer, los distintos reinos cristianos surgidos tras la invasión musulmana tuvieron cada uno de ellos sus propios reyes -o condes, como en los casos de la primitiva Castilla o Cataluña-, creándose en cada uno de ellos su propia lista onomástica diferente de las demás, lo que motivó que muchos ordinales, sobre todo los correspondientes a los nombres más comunes entonces, como Ramiro o Sancho, acabaran repetidos en diferentes reinos vecinos.

Mientras estos reinos se mantuvieron independientes no hubo mayores problemas, aunque éstos surgirían al irse uniendo unos a otros, normalmente mediante enlaces dinásticos. En algunos casos, como el de Aragón y Cataluña no hubo problemas dado que los nombres de sus respectivos reyes y condes no coincidían, pero esto no ocurrió cuando el reino astur-leonés y el castellano se fusionaron en uno solo dado que aquí sí existían duplicaciones en reyes como los que tenían por nombre Alfonso o Fernando.

En este caso concreto la solución fue sencilla: se sumaron todos ellos dándole al siguiente monarca común el ordinal siguiente al resultado de la suma, mientras a los reyes específicos de Castilla o de León se les asignaba de una manera un tanto arbitraria el que les correspondería por orden cronológico. Por esta razón Alfonso VIII fue sólo rey de Castilla y Alfonso IX lo fue de León, mientras Alfonso X ya fue soberano de ambos reinos. Lo mismo ocurrió con los Fernandos; Fernando I, primer rey castellano, lo fue también de León, mientras que Fernando II fue sólo leonés y Fernando III volvió a serlo de Castilla y León tras la reunificación definitiva de los dos reinos.

En cuanto a los reyes consortes, éstos simplemente no contaron en la Edad Media; no sólo las esposas -lo más habitual- sino incluso los propios monarcas que, en algunas ocasiones, llegaron a estar casados con reinas gobernantes en reinos vecinos. Éste fue el caso de Alfonso I el Batallador, el rey de Aragón que contrajo nupcias con Urraca, reina de Castilla e hija de Alfonso VI, pese a lo cual no llegó a gobernar en Castilla -aunque lo intentó- y, por consiguiente, no cuenta con ordinal propio en la relación de reyes castellanos, ya que su hijastro figura en los anales como Alfonso VII.

Sin embargo este criterio, por lo demás lógico, comenzó a resquebrajarse al finalizar la Edad Media cuando a Fernando el Católico, segundo de los de este nombre en Aragón, se le asignó el ordinal V de Castilla tras ser nombrado rey de ella conjuntamente con Isabel, aunque en realidad nunca llegó a ejercer como tal de forma efectiva ya que a la muerte de Isabel la Católica sería la hija de ambos, Juana la Loca, la que heredó el reino, retirándose Fernando a Aragón.

Un caso similar fue el de Felipe el Hermoso, duque de Borgoña y heredero del imperio alemán casado con Juana la Loca, primera y única hasta ahora de este nombre tanto en Castilla y Aragón -era heredera de ambos reinos- como en la recién creada monarquía hispánica. En realidad sí hubo otra Juana anterior a ésta, la hermanastra de su madre Juana la Beltraneja, pero como cabe suponer tras ser apartada del trono y declarada hija ilegítima -lo cual al parecer era falso- por Isabel la Católica, no fue incluida en la lista “oficial” de reyes castellanos.

Pese a que en la práctica Felipe el Hermoso no fue rey gobernante de España, sino sólo consorte, el hecho de que llegara a ser proclamado rey de Castilla conjuntamente con su esposa hizo que se le asignara el ordinal I, de forma que el siguiente Felipe, su nieto, reinaría como Felipe II. Por más que lo he intentado, no he conseguido descubrir las razones de esta anomalía.

Mientras tanto, a principios del siglo XVI, cuatro de los cinco reinos entonces existentes en la península ibérica, todos excepto Portugal, se habían fusionado en uno solo dando origen a España tal como la conocemos. De estos cuatro reinos los dos más pequeños, Navarra y el musulmán de Granada, fueron conquistados, con lo cual sus respectivos reyes nunca pasaron a engrosar el listado común de la monarquía hispánica, lo que evitó algunas duplicidades con los reyes navarros, desde los antiguos Sanchos a los más modernos Carlos, de los que hubo tres -o cuatro, contando también al Príncipe de Viana-, al tiempo que ignoraba a otros tan exóticos como los dos Teobaldos. En lo que respecta a los reyes granadinos, como cabe suponer, las coincidencias onomásticas fueron nulas.

Pero, ¿qué ocurrió con Castilla y Aragón? En principio, y con la salvedad ya indicada de Fernando el Católico, nada, ya que dio la casualidad de que los nuevos monarcas españoles, al menos durante bastante tiempo, ostentaron nombres que nunca habían llevado sus antepasados de ninguno de estos dos reinos. Éste fue el caso de Juana I -la Loca-, Carlos I -lo de V fue sólo en Alemania, no en nuestro país-, los tres Felipes con la inclusión asimismo apuntada de Felipe el Hermoso, Carlos II, Felipe V y el efímero Luis I. Eso sí, durante el reinado de los Austrias éstos ostentaron en Aragón los ordinales correspondientes a este reino, no siempre iguales a los correspondientes castellanos, al igual que ocurriera con los tres Felipes de la dinastía de los Austrias que reinaron conjuntamente en España y Portugal bajo los respectivos ordinales en este último de I, II y III, uno menos de los que les fueron asignados en Castilla y, paradójicamente, los que deberían haber sido los correctos.

El problema, en cualquier caso, surgió con la subida al trono, ya a mediados del siglo XVIII, de Fernando VI. De haberse seguido el criterio medieval -y lógico, puesto que Castilla y Aragón se habían unido dinásticamente- de sumar los monarcas de ambos reinos, y teniendo en cuenta que en Castilla hubo un total de cuatro reyes con este nombre -evidentemente a Fernando el Católico no le podemos contar dos veces- y en Aragón otros dos, el hijo de Felipe V debería haber reinado como Fernando VII. ¿Qué ocurrió? Pues simplemente que ignoraron a los Fernandos aragoneses, respetando eso sí el ordinal castellano impropiamente asignado a Fernando el Católico. En definitiva, en vez de sumar las dos listas se limitaron a tomar la más extensa, la castellana.

Con posterioridad al reinado de Fernando VI hubo otro período en el que no volvió a surgir esta incómoda coincidencia, dado que sus sucesores en el trono fueron Carlos III, Carlos IV, Fernando VII -con el que se reiteró el error cometido con su tío abuelo- e Isabel II, cuyo ordinal no planteaba conflicto alguno dado que en Aragón no hubo ninguna reina de este nombre. Pero no ocurría lo mismo con su hijo Alfonso, dado que entre Castilla y Aragón sumaban respectivamente once y cinco reyes con este nombre, por lo cual, y en pura lógica, debería haber reinado como Alfonso XVII. Sin embargo lo hizo como Alfonso XII, dado que de nuevo se volvió a ignorar a los monarcas aragoneses, desconozco si debido a que se consideró tan sólo la lista más larga -la castellana- o si porque consideraron a Castilla el reino principal y por lo tanto se limitaron a continuar con la lista de éste. En cualquier caso no me parece que fuera una medida acertada, la cual se volvió a repetir con su hijo y sucesor Alfonso XIII.

Después del largo paréntesis impuesto por la II República primero y por la dictadura franquista después, en 1975 se reinstauró la monarquía en España en la persona del nieto de Alfonso XIII, que accedió al trono bajo el nombre de Juan Carlos I. Se da la circunstancia de que fue el primer monarca de la historia de nuestro país, incluyendo los reinos medievales, que ostentaba un nombre compuesto, razón por la que evidentemente le correspondió el ordinal I.

Sin embargo, y según leí en alguna ocasión, la elección de este nombre compuesto no fue casual, sobre todo teniendo en cuenta que, en realidad, los reyes solían acumular tradicionalmente un largo santoral en su onomástica completa, limitándose a utilizar como nombre oficial, por lo general, el primero de ellos. Así pues, ¿por qué este monarca no optó por reinar como Juan o, si lo prefería, como Carlos?

Al parecer, esto se debió al deseo de evitar el engorroso problema que se había creado al haberse saltado en la línea sucesoria a su padre, el Conde de Barcelona, al que sus partidarios postulaban como Juan III... volviéndose a incurrir en el mismo error cometido con los Alfonsos o los Fernandos, dado que al haber existido dos reyes castellanos y otros dos aragoneses con este nombre, lo lógico era que hubiera sido Juan V. Ciertamente su hijo podría haber optado por reinar como Juan IV -asumiendo el aludido error-, de forma similar a lo que hicieron en Francia Luis XVIII, que reservó el ordinal XVII para el delfín, hijo de su hermano Luis XVI, o años después Napoleón III, que respetó el II para el hijo de Napoleón Bonaparte, su primo, pese a que ninguno de estos dos herederos llegó a reinar realmente, aunque sí fueron proclamados como tales, en la práctica de forma meramente simbólica, por sus respectivos partidarios.

En el caso español existía no obstante una diferencia fundamental, ya que a diferencia de los dos malogrados príncipes franceses el no-rey Juan de Borbón todavía vivía cuando su hijo fue proclamado rey y su renuncia a los derechos dinásticos no tuvo lugar hasta mayo de 1977, año y medio después del inicio del reinado de Juan Carlos I. Así pues, la alternativa del nombre compuesto resolvió discretamente el problema. No obstante, tras su fallecimiento en 1993 su cadáver fue enterrado en El Escorial con honores de rey de España. Aunque siguiendo con el protocolo habitual éste todavía se encuentra en el Pudridero, tanto a él como a su esposa se les reservaron los dos últimos sarcófagos que quedaban libres en el Panteón Real, rotulándose el suyo bajo el nombre de Juan III, Conde de Barcelona. Por lo tanto, la duda queda despejada y el error histórico -incluso desde el punto de vista de los propios monárquicos- refrendado.

Por otro lado, aunque la elección del nombre dinástico de Carlos V para Juan Carlos de Borbón hubiera creado sin duda menos problemas, habría chocado con los partidarios de la rama carlista de los Borbones que tanta guerra -literalmente- dieron durante buena parte del siglo XIX, dado que al menos tres de sus pretendientes se autodenominaron Carlos V, VI y VII encabezando las respectivas Guerras Carlistas. Aunque a esas alturas, y por fortuna, el carlismo era ya un fenómeno residual, ¿para qué remover un tema que tantos quebraderos de cabeza había dado en el pasado? Eso sin contar con que el ordinal V le habría hecho coincidir además con el nombre por el que habitualmente se conoce, incluso en España, al emperador Carlos V por más que éste fuera en realidad el primer Carlos de España, y ya se sabe que las comparaciones son odiosas. Así pues, optando por Juan Carlos se mataban dos, y hasta tres, pájaros de un tiro.

Tras la abdicación de Juan Carlos I en junio de 2014 accedió al trono su único hijo varón bajo el nombre de Felipe VI, el cual no planteaba ningún problema al no existir monarcas de este nombre con anterioridad a la unificación de los reinos españoles, así como tampoco ningún otro pretendiente al trono. Sí hubo un Príncipe de Asturias, Felipe Próspero, pero este hijo de Felipe IV murió antes que su padre con tan sólo 4 años de edad, por lo que no llegó a ser proclamado rey ni, por lo tanto, se le reservó el ordinal correspondiente cuando años después, tras la muerte de su hermano Carlos II, el primer monarca de la dinastía Borbón reinó como Felipe V.

Una vez proclamado el nuevo rey no cabe esperar que vuelva a haber, al menos durante una generación, problemas de este tipo, ya que los nombres de sus dos hijas, Leonor y Sofía, carecen de precedentes en la relación de monarcas reinantes -sí ha habido varias reinas consortes con uno u otro- tanto en los reinos castellano y aragonés como en la posterior monarquía española. Sí existió, por el contrario, una Leonor titular del reino de Navarra, durante muchos años marioneta de su ambicioso padre Juan II de Aragón y reina efectiva del mismo tan sólo durante el breve período de tiempo -apenas un mes- que medió entre la muerte de su padre y la suya propia, ocurridas en enero y febrero de 1479 respectivamente. Pero como ya ha sido explicado, al tratarse de un reino anexionado y no de una unión dinástica, los monarcas navarros nunca llegaron a ser considerados a la hora de asignar los ordinales correspondientes a los posteriores reyes españoles.

A modo de epílogo, desearía reflexionar sobre la pregunta que planteé anteriormente: al advenimiento de un nuevo rey, en los casos en que su nombre coincidía con el de otros reyes castellanos y aragoneses, en vez de sumarlos ¿se consideró sólo la lista más larga, o se tuvieron en cuenta tan sólo los castellanos al considerar a Castilla el reino principal? Puesto que cuando ocurrió esto los reyes castellanos superaban siempre en número a sus colegas aragoneses, si nos ceñimos exclusivamente a la relación de reyes españoles no tenemos manera de averiguar cual de las dos explicaciones es la correcta. Incluso si consideramos el caso del presunto Juan III tampoco salimos de dudas, ya que en estos casos ambos listados de reyes estaban empatados. Tendría que haber un monarca llamado Pedro, pongo por caso, para que los cuatro reyes aragoneses así llamados superaran al único castellano, algo que hoy por hoy aparece como bastante poco probable.

Sin embargo, si nos fijamos en la relación de reyes carlistas nos encontramos con el caso de un pretendiente, de nombre Jaime, que se autoasignó el ordinal III. Puesto que ni en Castilla, ni posteriormente en España, hubo nunca un rey con ese nombre, es evidente que en esta ocasión tuvieron en cuenta la lista de reyes aragoneses, dado que en este reino sí hubo dos Jaimes; también hubo alguno más privativo de Mallorca, pero éstos no cuentan puesto que este efímero reino acabó anexionado por la corona aragonesa. Aunque los criterios de los pretendientes carlistas no tenían por qué coincidir con los de la rama oficial de los Borbones, está claro que se trata de un indicio que nos indica por donde podrían ir los tiros, al menos en caso de inexistencia de reyes castellanos con nombres como Petronila, Martín o el citado Jaime.


Publicado el 27-8-2011
Actualizado el 4-8-2014