Europa ¿unida?



Se da la paradoja de que, pese a ser ahora cuando más se habla de la unidad europea y más pasos se han dado en ese camino, incluyendo la moneda común, es precisamente cuando Europa está más fragmentada políticamente; y si bien resulta inconcebible, por fortuna, la repetición de los enfrentamientos que condujeron a las dos Guerras Mundiales, no menos cierto es que todavía quedan focos de tensión, localizados eso sí fuera de la Unión Europea, tales como las guerras que sancionaron hace veinte años la desintegración de Yugoslavia o la reciente, y todavía no resuelta, crisis de Ucrania. Y aunque en el resto del continente las cosas están por fortuna más tranquilas, no por ello deja de haber tensiones, de mayor o menor intensidad, provocadas generalmente por el cáncer secular de los nacionalismos.




Europa en 1816, tras el Congreso de Viena


Hagamos ahora, a modo de ilustración, un breve estudio histórico de este tema. Si tomamos como referencia inicial la Europa surgida del Congreso de Viena, celebrado entre los años 1814 y 1815, veremos que el mapa político de la Europa de hace 200 años era extremadamente sencillo en comparación con el actual: Prescindiendo de los microestados que han perdurado hasta nuestros días (Andorra, Mónaco, San Marino y Liechtenstein) y de la fragmentada Alemania, cuyos treinta y nueve reinos y principados, excepto Austria, acabarían siendo anexionados por Prusia formando el Reich alemán, los estados soberanos eran, además de la ya citada Prusia, España, Portugal, Francia, Suiza, Holanda, Gran Bretaña, Austria-Hungría, Dinamarca, Suecia, Rusia, el imperio otomano y media docena de pequeños estados italianos: los reinos del Piamonte-Cerdeña y de las Dos Sicilias, los Estados Pontificios y los ducados de Parma, Módena y Toscana. En total, contando también a algunos reinos alemanes de relativa importancia tales como Hannover o Baviera, se contaban alrededor de una veintena de estados, repartiéndose entre los tres imperios -el austríaco, el turco y el ruso- y el pujante reino de Prusia la mayor parte de Europa central y oriental.

La nómina de nuevos estados independientes, reinos por lo general, comenzaría a incrementarse pronto. En 1821 Grecia -en principio tan sólo la porción meridional del actual país- se independizó de Turquía, y en 1830 Bélgica lo hizo de Holanda. En 1867 le llegó el turno a Luxemburgo, también de Holanda, pero el estallido llegaría tras la desintegración de la parte europea del imperio turco, lo que provocó la aparición, entre 1877 y 1882, de varios reinos balcánicos: Rumania, Bulgaria, Serbia y Montenegro, junto con una importante expansión territorial de Grecia. Puesto que mientras tanto se habían reunificado Alemania e Italia, lo que supuso la desaparición de numerosos estados hasta entonces independientes, al finalizar el siglo XIX los países europeos eran los siguientes: España, Portugal, Francia, Suiza, Italia, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Gran Bretaña, Alemania, Austria-Hungría, Dinamarca, Suecia, Rusia, el mutilado imperio otomano, Grecia, Rumania, Bulgaria, Serbia y Montenegro. Diecinueve países en total, aproximadamente la misma cantidad que en 1815 pero en realidad muchos menos, ya que las emancipaciones de Bélgica, Luxemburgo, Grecia y de los cuatro países balcánicos se habían visto contrarrestadas por las reunificaciones alemana e italiana, al tiempo que Rusia y Austria-Hungría no sólo lograban mantener intactos sus respectivos territorios sino que incluso llegaron a incrementarlos a costa de la debilitada Turquía.




Europa en 1900


Entre 1900 y 1914, un período de relativa estabilidad política europea, hubo otras dos independencias más, la de Noruega de Suecia en 1905, y la de Albania del imperio otomano en 1912 en el transcurso de las Guerras Balcánicas de 1912-1913, que dejaron reducidas las posesiones europeas de Turquía a su pequeño enclave actual. Ya durante la I Guerra Mundial le llegaría el turno a Irlanda, que proclamó su independencia de Gran Bretaña en 1916 aunque ésta no le sería reconocida hasta 1922. Así pues, en vísperas de la terminación del conflicto el número de estados europeos se había elevado a veintidós.

El gran cataclismo vino con la caída del régimen zarista en 1917 y, un año más tarde, con la desintegración del imperio austro-húngaro al finalizar el conflicto bélico. Sancionados bien por el Tratado de Versalles y el conjunto de tratados bilaterales que se firmaron de forma simultánea (Trianon, Sèvres, Saint-Germain y Neuilly), bien por tratados suscritos con las nuevas autoridades soviéticas, surgirían los nuevos estados de Austria (reducida a su parte germánica), Hungría, Checoslovaquia, Finlandia, Polonia, la ciudad libre de Danzig (un compromiso para resolver la disputa surgida entre Alemania y Polonia, que a la postre nada solucionaría) y las tres repúblicas bálticas de Estonia, Letonia y Lituania. Simultáneamente desapareció Montenegro anexionado por Serbia que, junto con este pequeño reino y los territorios balcánicos desgajados del Imperio austro-húngaro, constituyó el nuevo reino de Yugoslavia. También en 1918, aunque sin relación con la I Guerra Mundial, tuvo lugar la independencia de Islandia, separada de Dinamarca.

Aprovechando la confusión reinante en los territorios pertenecientes al extinto imperio ruso, fueron varios los estados que proclamaron también, si bien de forma efímera, su independencia. El más importante de todos ellos fue Ucrania (1918-1922), mientras en el Cáucaso, tras el fallido intento de constituir una fugaz República Federal de Transcaucasia que apenas perduró durante cinco semanas, lo intentarían por separado Georgia (1918-1921), Azerbaiyán (1918-1920) y Armenia (1918-1921). Finalmente, todos ellos acabarían absorbidos por la nueva Unión Soviética.

En la parte correspondiente al antiguo imperio austro-húngaro intentaron alcanzar la independencia el Estado Libre de Fiume (1920-1924), en la actual ciudad croata de Rijeka; la República de Lemko (1918-1920) en Rutenia, actualmente integrada en Polonia, y la República Komancza (1918-1919), hoy repartida entre Polonia, Eslovaquia y Ucrania.




Europa en 1925, una vez estabilizadas las fronteras


Un caso especial fue la creación en 1929 de la Ciudad del Vaticano, un microestado más formal que real con el que se buscó resolver el problema originado 59 años atrás al anexionarse el nuevo reino italiano los antiguos Estados Pontificios, concediéndosele al Papa rango de jefe de estado. Dadas sus peculiares características y, sobre todo, su minúscula extensión (ni siquiera alcanza medio kilómetro cuadrado), le corresponde ser incluido dentro de los microestados europeos.

Así pues, en el período comprendido entre las dos Guerras Mundiales Europa contaba, excluyendo a los microestados -los cuatro históricos más la Ciudad del Vaticano y Danzig- y a los estados efímeros citados anteriormente, con un total de treinta países soberanos, alrededor de un cincuenta por ciento más que un siglo antes descontando a los desaparecidos principados alemanes.

El estallido de la II Guerra Mundial provocaría la aparición de varios estados de nuevo cuño, títeres en su mayoría del régimen nazi: Checoslovaquia fue dividida en dos partes, el protectorado alemán de Bohemia y Moravia y Eslovaquia, mientras Yugoslavia se escindía en Croacia, Montenegro y Serbia. Ninguno de ellos sobreviviría al conflicto bélico al reconstruirse, con algunos retoques territoriales, las primitivas naciones, mientras las tres repúblicas bálticas volvían a ser anexionadas por la Unión Soviética. Por el contrario Finlandia y Polonia sí lograron preservar su independencia, si bien Finlandia hubo de renunciar a la región fronteriza de Carelia y Polonia sufrió unas drásticas modificaciones territoriales que incluyeron la anexión de Danzig. Albania, que había perdido su condición de estado independiente al ser anexionada por la Italia fascista en 1939, la recobraría en 1943.

En el otro platillo de la balanza el único estado nuevo que surgió tras el reparto de Europa entre las potencias occidentales y la URSS, aunque no de manera voluntaria, fue la República Democrática Alemana, mientras el resto del país formaba la República Federal. Hubo, no obstante, un estado efímero -en realidad un microestado- más, el Territorio Libre de Trieste, creado en 1947 en un intento de resolver, siguiendo el modelo de la desaparecida Danzig, la disputa surgida entre Italia y Yugoslavia por el control de esta población adriática. Esta ciudad estado nunca llegaría a cuajar, siendo repartida en 1954 entre los dos países correspondiendo a Italia el núcleo urbano y a Yugoslavia el resto del territorio.

Una vez estabilizadas las fronteras el número de estados independientes, descontando de nuevo a los cinco microestados y a la efímera Trieste, descendió a veintiocho: España, Portugal, Francia, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Italia, Suiza, Gran Bretaña, Irlanda, las dos Alemanias, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia, Islandia, Austria, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia, Albania, Rumania, Bulgaria, Grecia, la Unión Soviética y Turquía.




Europa en 1950, con las fronteras heredadas de la II Guerra Mundial


Los años de la Guerra Fría supondrían una época de contención en la que no parecía posible la aparición de ningún nuevo estado en Europa, aunque a principios de los años sesenta tuvieron lugar las independencias de Chipre (1960) y de Malta (1964), hasta entonces colonias británicas. Pese a que Malta es claramente un microestado, menor en superficie incluso que Andorra, su ingreso en la Unión Europea en 2004, y en el euro en 2008, la diferencia claramente del resto.

Este número de treinta estados soberanos permaneció estable durante varias décadas, pero la caída en 1989 del Muro de Berlín provocaría un auténtico terremoto en el mapa de Europa Oriental. La desintegración de la Unión Soviética causó la aparición, entre 1990 y 1991, de seis nuevos estados europeos sin contar con los radicados en el Cáucaso: Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania y Moldavia de los cuales, tal como he comentado anteriormente, los tres bálticos habían sido independientes entre las dos Guerras Mundiales y Ucrania de forma efímera a raíz de la caída del régimen zarista, mientras Bielorrusia y Moldavia se “estrenaban” como países independientes. En compensación, las dos Alemanias se reunificaron en un único estado.

De forma simultánea al colapso de la Unión Soviética tuvieron lugar la pacífica -y pactada- escisión de Checoslovaquia en los dos nuevos estados de la República Checa y Eslovaquia, y la traumática fragmentación de Yugoslavia en cinco estados distintos: Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia (junto con Montenegro) y Macedonia. En total, considerando a Rusia como la heredera de la Unión Soviética, y descontando a las desaparecidas Checoslovaquia y Yugoslavia, la nómina de países europeos se incrementó en once alcanzando la cifra de cuarenta, la cual ascendió hasta los cuarenta y uno tras la separación en 2006 de Montenegro y Serbia en lo que supuso la liquidación de lo poco que quedaba aún de la antigua Yugoslavia.

A ellos hay que sumar las independencias unilaterales, no reconocidas internacionalmente o reconocidas tan sólo por algunos países, de la República Turca del Norte de Chipre (1983), Transnitria (1990) o Kosovo (2008), segregadas de facto de Chipre, Moldavia y Serbia respectivamente.




Europa en el año 2000. Respecto a la actualidad, falta la independencia de Montenegro


Así pues, en la actualidad Europa está dividida en 40 estados y otros 6 microestados (Andorra, Mónaco, San Marino, Ciudad del Vaticano, Liechtenstein y Malta) cuya independencia está reconocida internacionalmente, 3 territorios independientes de hecho pero no reconocidos (Kosovo, Chipre del Norte y Transnitria), la colonia británica de Gibraltar, junto con algunos territorios autónomos sujetos a estatutos especiales tales como Groenlandia y las islas Feroe, ambas danesas; las islas Aland, finlandesas, o las islas de Man y del Canal, británicas... lo cual convierte al mapa político europeo en un notable rompecabezas.

Si consideramos además a los países caucásicos surgidos de la desintegración de la URSS, a la lista se incorporan Armenia, Azerbaiyán, Georgia y los no reconocidos internacionalmente Abjasia, Nagorno Karabaj y Osetia del Sur, sin olvidar tampoco los levantiscos territorios rusos situados al norte de la cordillera del Cáucaso, en especial la conflictiva Chechenia. Esto hace un total de 49 estados reconocidos contando a los caucásicos y a los microestados, lo que supone dos veces y media los existentes dos siglos atrás; a ellos se suman otros 6 independientes de facto y una colonia. En conjunto, 56 territorios sin tener en cuenta los demás casos especiales.

Y todavía podrían ser más en un futuro, ya que las situaciones de crisis (el ejemplo más trágico es sin duda el de los años 30 del pasado siglo) suelen ser un caldo de cultivo apropiado para todo tipo de nacionalismos cerriles (¿acaso alguno no lo es?), populismos y demagogias de cualquier pelaje, por lo que no es de extrañar que todos estos desagradables (y peligrosos) elementos perturbadores hayan rebrotado con fuerza al socaire de la larga crisis económica que nos azota.




Potenciales regiones secesionistas según The New York Times. Son exageradas las inclusiones de Galicia y Andalucía y faltan otras
como Padania o Baviera que sí recogen otras fuentes, pero en general es bastante indicativo de la problemática actual.


Posiblemente el mejor ejemplo de ello sea la soberana estupidez del gobierno conservador inglés convocando (y perdiendo) un referéndum de permanencia en la Unión Europea, cuyo resultado es probable que acabe alentando definitivamente la secesión de Escocia, después de que hace dos años los independentistas estuvieran a punto de ganar el referéndum de 2014. Cierto es que el europeísmo británico siempre ha pecado como poco de tibio, algo que sabía muy bien De Gaulle y por lo que siempre se opuso a la entrada de Gran Bretaña en el entonces Mercado Común, y como cabía esperar incordió bastante en tiempos de la nefasta Margaret Thatcher; pero en cualquier caso el sentido común impone que la opción aislacionista será siempre peor que la integradora, todavía más en unos tiempos en los que la globalización y la interdependencia económica imponen sus aplastantes argumentos pese a quien pese.

Sin tanto riesgo, por fortuna, pero con una considerable capacidad para deseatabilizar, nos encontramos en España con el delirio de los nacionalistas catalanes que, pese a haber sido advertidos por activa y por pasiva de los riesgos de su aventura, incluyendo la salida automática de la Unión Europea y del euro, siguen empeñados en convencer a sus potenciales votantes con sus cantos de sirena de lo fácil que tendrían alcanzar su imaginaria Arcadia Feliz en cuanto se separaran del resto de España. Y aunque los nacionalistas vascos de momento están relativamente tranquilos, no sería de extrañar que, llegado el momento, optaran también por echarse al monte, ya que como se sabe todo se pega menos la hermosura. Eso sin contar, claro está, con la impagable ayuda de los tontos útiles de la extrema (y no tan extrema) izquierda, que no contentos con haber sido incapaces de asimilar el indigesto legado comunista, pretenden ejercer de desfacedores de unos presuntos agravios territoriales que sólo existen en su calenturienta imaginación, hermanados así en una alianza contra natura con los torticeros intereses de los líderes de los partidos nacionalistas de toda laya, tan reaccionarios y, si me apuran, tan fascistas como la derecha españolista (que no española) a la que pretender combatir.

Francia, a su vez, tiene el problema del independentismo corso, en la actualidad adormecido pero no se sabe si definitivamente extinto, eso sin contar con un posible contagio, en caso de unas hipotéticas independencias de Cataluña y el País Vasco, a sus respectivos territorios reivindicados por ambos nacionalismos. Bélgica se encuentra, en la práctica, casi dividida en dos, con los flamencos como facción contestataria. En Italia es en el norte rico (la Padania) donde ha surgido un movimiento de rechazo al sur. Otros territorios con veleidades, si no marcadamente separatistas, sí de marcar en lo posible distancias con sus vecinos, son Baviera, Bretaña, Gales, quizá Irlanda del Norte si Gran Bretaña abandona definitivamente la Unión Europea, la República Srpska, Cerdeña, el Trentino, Silesia, Groenlandia, las islas Feroe... la mayoría de ellos, salvo la República Sprska, dependiente de Bosnia-Herzegovina, pertenecientes a países miembros de la Unión Europea, aunque las danesas Groenlandia y Feroe se autoexcluyeron de la misma.

En cualquier caso, y aun obviando futuras secesiones en el marco de la Unión Europea, lo cierto es que la fragmentación actual, heredada de la complicada historia de nuestro continente, hace que el tamaño medio de los estados europeos sea bastante reducido. Si excluimos a la enorme (a pesar de todas las amputaciones sufridas) Rusia, de difícil comparación con el resto con sus más de 17 millones de kilómetros cuadrados, vemos que el promedio es de unos 143.000 km2. Y si también descartamos a Turquía, puesto que de sus 784.000 km2 de extensión tan sólo 23.700 (apenas un 3% del total) están en territorio europeo, la media desciende hasta los 129.000 km2, aproximadamente la cuarta parte de España.

De todos estos países, descontando a Rusia y a Turquía por los motivos anteriormente expuestos, se puede considerar grandes a Ucrania (600.000), Francia (544.000), España (505.000) y Suecia (450.000). A un segundo grupo, todavía por encima de la media, pertenecen Alemania (357.000), Finlandia (338.000), Noruega (324.000), Polonia (313.000), Italia (301.000), Gran Bretaña (243.000), Rumania (238.000), Bielorrusia (208.000) y, por los pelos, Grecia (132.000). Estos trece países, algo más de la cuarta parte del conjunto europeo, suman entre todos ellos 4.556.000 km2, nueve veces la extensión de España y aproximadamente las tres cuartas partes de la superficie total de Europa, algo más de 6 millones de kilómetros cuadrados sin Rusia ni Turquía.

Ya por debajo de la media, pero por encima de los 50.000 km2, se encuentran Bulgaria (111.000), Islandia (103.000), Hungría (93.000), Portugal (92.300), Serbia (88.000), Azerbaiyán (86.600), Austria (83.900), la República Checa (78.900), Irlanda (70.300), Georgia (69.500), Lituania (65.300), Letonia (64.600), Croacia (56.500) y Bosnia-Herzegovina (51.100). Son catorce países que podrían considerarse medianos, los cuales suman conjuntamente 1.114.000 km2, aproximadamente el doble que Francia y un 18% del total.

Con extensiones inferiores a los 50.000 km2 nos encontramos con el grupo de los países pequeños: Eslovaquia (49.000), Estonia (45.200), Dinamarca -sin Groenlandia- (43.100), Holanda (41.500), Suiza (41.300), Moldavia (33.800), Bélgica (30.500), Armenia (29.800), Albania (28.700), Macedonia (25.700), Eslovenia (20.300), Montenegro (14.000), Chipre (9.300) y Luxemburgo (2.600). La suma de estos 14 países suma 414.900 km2, alrededor del 80% de la española y apenas un 7% del total.

Quedan por último los seis microestados, ya con cantidades simbólicas: Andorra (468 km2), Malta (316), Liechtenstein (160), San Marino (61), Mónaco (2) y la Ciudad del Vaticano (0,4). Entre todos ellos apenas rebasan los 1.000 km2, algo más que la isla de Lanzarote (846 km2 ) y la mitad de Guipúzcoa, que con 1.997 km2 es la más pequeña de las provincias españolas.

Como comparación, cabe reseñar que Castilla León, la región española más extensa, cuenta con 94.200 km2, aproximadamente el tamaño de Hungría o Portugal, siendo Andalucía (87.600) ligeramente menor y comparable a Serbia. Ya con un tamaño medio tenemos a Aragón con 47.700, Extremadura con 41.600 y a Cataluña con 32.000, equiparables la primera a Eslovaquia o Estonia, la segunda a Holanda o Suiza y la tercera a Moldavia o Bélgica. Incluso hay provincias con tamaños similares a algunos países: Badajoz, Cáceres y Ciudad Real, las tres más extensas, vienen a equivaler en superficie a Eslovenia; Huesca, León, Toledo, Albacete y Teruel son comparables a Montenegro, y Lugo o Almería tienen una superficie parecida a la de Chipre, mientras Luxemburgo tan sólo rebasa a Guipúzcoa y Vizcaya, las dos provincias de menor tamaño, quedando ligeramente por debajo de la tercera, Álava.

Claro está que la extensión puede que no sea el mejor indicador, siendo preferible recurrir a la población; de hecho, las listas cambian drásticamente dado que países pequeños como Holanda están muy poblados, mientras en otros como los nórdicos ocurre justo lo contrario. El primero es, como cabía esperar, Rusia con casi 147 millones de habitantes que, pese a ser una cantidad considerable, no supone ni siquiera el doble de Alemania, que alcanza los 82. La tercera sería Turquía rozando los 80 millones, aunque por las razones anteriormente expuestas resulta razonable excluirla del estudio.

Gran Bretaña, Francia e Italia completan el grupo de los países más poblados situándose entre los 60 y los 65 millones de habitantes. Como países medianos estarían España (46 millones), Ucrania (42) y Polonia (38).

A partir de aquí la fragmentación se hace sentir, de forma que el país que sigue a Polonia, Rumania, cuenta con prácticamente la mitad de población que ésta, algo menos de 20 millones. Holanda, pese a su pequeño tamaño, tiene censados a 17 millones, pero al pasar al siguiente país, Grecia, el bajón es considerable ya que éste cuenta tan sólo con 11 millones y medio de habitantes, una cantidad ligeramente superior a la de la República Checa (10,5) y Portugal (10,3).

Ninguno de los demás países europeos, y son todavía bastantes, alcanza la cifra de 10 millones, aunque Suecia (9,9) y Hungría (9,8) la rozan. Algunos de ellos, además de los microestados, no llegan ni tan siquiera al millón; son los casos de Montenegro (620.000), Luxemburgo (580.000) e Islandia (335.000), que por cierto tiene una población inferior a la de Malta (434.000), mientras Estonia (1.300.000) y Chipre (1.140.000) lo rebasan por los pelos.

En conjunto, dividiendo los casi 600 millones de habitantes europeos (sin Rusia, Turquía ni los tres países caucásicos) por los países restantes, se obtiene una media (incluyendo los seis microestados), de 13,6 millones por país, algo inferior si se incluyen Armenia, Georgia y Azerbaiyán. Ésta es una cifra inferior a la de Holanda y superior a la de Grecia, algo más de la cuarta parte de la española, la quinta parte (o poco más) de la británica, la francesa o la italiana, y la sexta parte de la alemana.

La conclusión de este análisis no puede ser otra que la tremenda fragmentación europea, tanto si consideramos el conjunto del continente (con o sin las excepciones aplicadas) como únicamente los países miembros de la Unión Europea. Y, como ya he comentado, la tendencia no es por desgracia a la fusión sino, en todo caso, a una división todavía mayor, con lo cual yo, que siempre he sido un firme defensor de una Europa unida, no tengo por menos que encontrarme profundamente decepcionado.

Claro está que siempre se podrá argumentar que la unidad política no resulta imprescindible para la prosperidad de una sociedad, y ciertamente no faltan ejemplos históricos que parecen avalar esta opinión: la Grecia clásica, la Italia renacentista, la cultura maya o, incluso, la India anterior a la colonización británica; y en parte, no les falta razón... pero sólo en parte.

Si analizamos en detalle los dos casos europeos (y por ello más afines) de los anteriormente enunciados, veremos que la “independencia” de las polis griegas o de las ciudades estado italianas acabó siendo un lastre para ambas culturas y, a la postre, la causa de su indefectible extinción. En el caso de los griegos, les supuso verse desgarrados por continuas luchas intestinas, algunas tan largas y dañinas como la Guerra del Peloponeso, así como una situación de debilidad frente al secular enemigo persa. De hecho, no fue sino hasta la unificación impuesta manu militari por Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro Magno cuando Grecia pudo tratar por vez primera de tú a tú (y de hecho conquistar) a sus poderosos vecinos orientales, aunque esta singular aventura histórica quedaría en nada tras la muerte del gran conquistador (me refiero a la división política, no a la gran expansión cultural del helenismo), volviendo los viejos helenos a las andadas hasta que el pujante estado romano, hartos sus gobernantes de las continuas rencillas griegas, acabó incorporándola a su naciente imperio a mediados del siglo II antes de Cristo. Y aunque la cultura griega conquistó a la totalidad del orbe romano, fue a costa no sólo de su tradicional fragmentación política, sino también de su propia independencia.

Con la Italia posmedieval y renacentista ocurrió algo similar. Beneficiadas por las continuas rencillas entre el emperador alemán y el papa romano, numerosas ciudades sobre todo del norte de Italia no sólo lograron su independencia sino que, asimismo, comenzaron a competir e incluso a guerrear entre ellas, lo que ciertamente no impidió su prosperidad económica... lo que, a la postre, acabaría atrayendo la atención de sus poderosos vecinos, principalmente Francia por un lado y la Corona de Aragón primero y España posteriormente, las cuales convertirían el territorio italiano en un tablero de ajedrez donde disputaron una y otra vez por su hegemonía. De hecho, aun en fecha tan tardía como el siglo XIX Italia fue víctima de las predaciones napoleónicas, mientras tan sólo unos pocos años después el Congreso de Viena determinaba que grandes porciones de su territorio (la Lombardía y el Véneto) pasaran a manos de los austriacos.

Y desde luego, está claro que la Unión Europea actual, algo que intenta parecerse a una confederación sin llegar siquiera a serlo, y que ahora permanece bloqueada por las inoportunas y dañinas fuerzas centrífugas que la atenazan, no compagina su fortaleza económica y cultural con el correspondiente peso político, lo que a la postre la convierte en un gigante con pies de barro. Yo personalmente soy partidario de más Europa, de una Europa en definitiva que, preservando su diversidad cultural, pueda considerarse una nación única y actúe como tal. Ciertamente no corren buenos tiempos para esta meta, pero por fortuna, y pese a todos los inconvenientes, Europa se encuentra en una situación mucho más favorable que aquélla que provocó las dos Guerras Mundiales, por lo que es cuestión de resistir sin retroceder los embates de los perniciosos nacionalismos a la espera de tiempos mejores en los que poder seguir dando pasos hacia delante.

O quizá, con un poco de mala suerte, la unidad europea habrá de depender de la llegada de un nuevo Lucio Mumio, el general romano que en el año 146 antes de Cristo acabó sin contemplaciones con la tradicional división de Grecia convirtiéndola en una provincia romana. Ojalá no necesitemos llegar a tanto.




NOTA: Todos los mapas históricos de este artículo están tomados de http://www.jase333.com/


Publicado el 9-7-2016