Reflexiones sobre la zarzuela
La
Verbena de la Paloma es sin duda la zarzuela más popular
Una de las cosas que siempre me han intrigado más de la zarzuela ha sido su sorprendente vitalidad, sobre todo teniendo en cuenta que el período en el que se mantuvo viva, entendiendo como tal que se componían, estrenaban y representaban zarzuelas de modo continuo, apenas si alcanzó un siglo, desde mediados del XIX hasta poco más allá de la Guerra Civil.
En efecto, si prescindimos de sus precedentes históricos como la zarzuela barroca o las tonadillas del siglo XVIII, el origen de la zarzuela moderna, es decir, la que conocemos todos, hay que fijarlo hacia la mitad del siglo XIX, durante el reinado de Isabel II, cuando los compositores Barbieri, Arrieta, Oudrid, Gaztambide, Izenga y Olona y Salas, fundadores en 1851 de la Sociedad Artístico Musical, pretendieron instaurar -o mejor dicho restaurar- un teatro lírico español alejado de la moda italianizante del período anterior, consiguiéndolo plenamente aunque no en forma de ópera española -todos los intentos realizados en este campo resultaron estériles, salvo casos muy concretos- sino de la mano de la zarzuela, más emparentada estilísticamente con la opereta centroeuropea pese a que sus características propias recomiendan considerarla por separado de ésta.
Consolidada en las últimas décadas de la centuria, y pese a sufrir diferentes altibajos, la zarzuela llegó con una robusta salud hasta prácticamente la Guerra Civil, correspondiendo buena parte de las obras actualmente en repertorio -y por lo tanto de las más populares- a estrenos acaecidos durante los años veinte y primeros treinta del siglo XX. La Guerra Civil, como es natural, le supuso un brusco frenazo, al igual que ocurrió con la práctica totalidad de las actividades culturales y casi de cualquier otro tipo de nuestro país... pero por desgracia la zarzuela no se recuperaría jamás de esta crisis, a diferencia de lo ocurrido en veces anteriores.
Aunque todavía se llegaron a estrenar algunas zarzuelas a partir de 1939, durante la década de los cuarenta e incluso hasta finales de los cincuenta, como María Manuela (1957) de Moreno Torroba o Las de Caín (1958), de Pablo Sorozábal, en realidad se trata de excepciones que no hacen sino confirmar la regla. Para entonces la zarzuela ya estaba agonizante, por lo que los estrenos tardíos de Sorozábal, algunos de la talla de Black el payaso (1942) o Don Manolito (1943), o de Federico Moreno Torroba, como El cantar del organillo (1949) o la ya citada María Manuela (1957), no fueron sino el canto del cisne del género, mientras autores tan significados como Francisco Alonso o Jacinto Guerrero abandonaban prácticamente la zarzuela dedicándose a componer revistas, mucho más lucrativas sin duda, pese a su inferior calidad musical, en los duros años de la posguerra. Evidentemente, tampoco surgirían nuevos compositores que pudieran haber cogido el relevo de los fallecidos.
¿Cuál fue la razón de este brusco declinar de la zarzuela, que tan sólo unos pocos años antes se había mostrado tan sólida rindiendo zarzuelas tan espléndidas como La rosa del azafrán (1930) y La fama del tartanero (1931), ambas de Jacinto Guerrero; La picarona (1930) y Me llaman la presumida (1935), de Francisco Alonso; Luisa Fernanda (1932) y La chulapona (1934), de Moreno Torroba, o La del manojo de rosas 1934) y La tabernera del puerto (1936), de Pablo Sorozábal? Desde mi punto de vista, y al parecer también desde el de los estudiosos del género, lo que mató a la zarzuela como género vivo fue el cambio de hábitos de los españoles en lo referente a su manera de disfrutar del ocio, y en concreto el cine.
Por supuesto que el cine existía ya, de hecho había venido coexistiendo con los distintos géneros dramáticos y líricos durante décadas; pero sería a partir de la Guerra Civil cuando se convirtió en un verdadero fenómeno de masas, con la eclosión de las salas de sesión continua ofreciendo, en prácticamente cualquier rincón de España, un entretenimiento barato -quién lo diría hoy día- al alcance de todos los bolsillos. Si a ello sumamos la llegada a España, tarde o temprano, de prácticamente todas las películas de la etapa dorada de Hollywood, la conclusión es inmediata: ante tan dura competencia a la zarzuela no le quedó otro remedio que claudicar, como también lo hicieron la ópera -su declive como género vivo es paralelo al de la zarzuela- o incluso hasta el teatro.
Y es una pena, sobre todo si nos fijamos en que en los Estados Unidos el cine, lejos de hundir a su género musical propio, el de los musicales de Broadway, se alió con él potenciándolo no sólo en su propio país, sino también allá donde llegaban sus películas. Claro está que el enemigo de la zarzuela no fue el cine español sino el norteamericano, razón por la que dicha comparación no resulta ser demasiado válida.
Ciertamente sí hubo un cine musical español, pero por desgracia su único interés por la zarzuela fue el de adaptar algunas de las obras más conocidas, como La verbena de la Paloma -¡hay incluso una versión muda!-, desentendiéndose de la posibilidad de convertirse en el vehículo idóneo para nuevas composiciones, reemplazando a los tradicionales teatros. En realidad el cine musical español, nunca demasiado boyante, lo que hizo principalmente fue volcarse en cantantes famosos, pergeñando unos argumentos que eran poco más que excusas para el lucimiento de los mismos. Éste fue el caso de cantantes como Concha Piquer, Antonio Molina, Joselito -que implantó la moda de los repelentes niños cantantes- o, más adelante y fuera ya del ámbito de la música tradicional española, Marisol -otra repelente niña cantante- y sobre todo el incombustible Manolo Escobar. Es decir, se trataba de un cine musical de artistas, nunca de obras ni, por supuesto, de autores. Esto se cumplió incluso en las escasas ocasiones en las que se intentó hacer algo parecido a una opereta -que no zarzuela- cinematográfica, como ocurrió con las películas del cantante hispano-francés Luis Mariano.
En estas condiciones, y como es lógico suponer, la muerte de la zarzuela como género vivo estaba más que cantada, con el agravante de que los nuevos gustos musicales implantados a partir de los años 60 y dirigidos a lo que podríamos considerar música moderna -pop, rock y géneros similares-, socavaron asimismo no poco la afición potencial a ella, aunque fuera ya tan sólo a nivel de repertorio o de grabaciones. Y sin embargo la zarzuela sobrevivió, aunque convertida ya en un género minoritario y, por supuesto, viviendo tan sólo de las rentas, ya que los últimos títulos estrenados datan de finales de los años cincuenta.
Así, en los últimos cincuenta años los estrenos de nuevas obras han sido algo meramente anecdótico, pudiéndose reseñar poco más que El poeta, ópera que no zarzuela, y a mi entender bastante floja, de Federico Moreno Torroba (1980) o Fuenteovejuna, de Manuel Moreno Buendía (1981). Nos encontramos además con el caso curioso de La niña del boticario, obra de Julián Santos Carrión, un prolífico músico murciano poco conocido fuera de su tierra natal; escrita a principios de los años cincuenta, con lo cual no puede ser considerada en sentido estricto como nueva, no sería estrenada hasta 1988 de forma póstuma -su autor había fallecido cinco años atrás-, siendo grabada en 2002, un hecho insólito en una obra de estas características y privilegio del que no han gozado, dicho sea de paso, las dos anteriores.
Poco más hay que decir en el ámbito de la zarzuela o de los compositores afines al género, ya que por razones obvias no corresponde considerar aquí ciertas óperas vanguardistas firmadas por autores como Tomás Marco o Luis de Pablo, totalmente alejadas de la estética que aquí nos interesa.
Pero dice el refrán que quien no se consuela es porque no quiere, de modo que aceptando lo inevitable -la desaparición de la zarzuela como género vivo- y asumiendo lo improbable de su resurrección, todavía nos queda un impresionante legado fruto de ese siglo escaso en el que los estrenos se sucedían sin parar a un ritmo realmente frenético: son más de siete mil títulos registrados, por supuesto de una calidad muy desigual, de los cuales tan sólo un pequeño puñado gozan del privilegio de haber sido grabados y todavía menos persisten en el repertorio de las por desgracia escasas representaciones actuales. Para que nos hagamos una idea de la magnitud de estas cifras, basta con considerar que es normal que las obras de uno cualquiera de los autores consagrados se cuenten por docenas, en algunos casos bastantes docenas, pese a lo cual suelen ser conocidas dos, tres, cuatro obras a lo sumo de cada uno de ellos, permaneciendo en el olvido el resto.
Ciertamente, y aun excluyendo toda la posible morralla, resulta inmediato suponer que la cantidad de joyas ocultas que custodian las añejas partituras, en muchos casos también sin editar, debe de ser enorme. Y desde luego, puedo dar fe de que cuando he podido ser testigo del rescate excepcional de alguna de estas obras olvidadas, bien en forma de grabación, bien en forma de representación, no me he sentido en modo alguno defraudado... aunque sí indignado al comprobar que zarzuelas de tanta calidad pudieran haber permanecido en el olvido durante tantos años. Claro está que otras muchas no han tenido ni siquiera esta suerte.
Por si fuera poco, la cosa se agrava todavía más si tenemos en cuenta que la mayoría de la oferta discográfica hoy existente vive de las rentas de las grabaciones históricas que se hicieron décadas atrás, no sólo las excelentes versiones de Ataúlfo Argenta, realizadas eso sí con la tecnología de los años cincuenta del pasado siglo, sino otras incluso más antiguas, como la recientemente aparecida de Monte Carmelo, de Federico Moreno Torroba, grabada ¡en 1939! con el elenco de actores que procedió a su estreno en octubre de ese mismo año, apenas unos meses después de concluida la Guerra Civil. Y eso cuando hay suerte, ya que en muchas ocasiones estas grabaciones antiguas ni tan siquiera existen.
Dando un repaso a la discografía actualmente en el mercado, no encuentro mucho más allá de una docena de grabaciones nuevas, realizadas en estos últimos años con buenos cantantes, buenas orquestas y medios técnicos modernos lo cual es realmente decepcionante, y lo es todavía más cuando se descubre que costosos montajes realizados en su día más con fines políticos que culturales, como ocurrió con la capitalidad cultural de Madrid en 1992, no fueron aprovechados para grabar las representaciones que entonces se hicieron, algunas de zarzuelas tan olvidadas como la excelente Chorizos y polacos de Barbieri, de la cual nunca más se supo. Si a esto añadimos que sólo una pequeña parte de ese puñado de nuevas grabaciones corresponde al rescate de títulos inencontrables, siendo el resto -la mayoría- nuevas versiones de obras ya existentes en el mercado, la conclusión no puede ser más pesimista.
¿Creían que se habían acabado las lamentaciones? Pues no, por desgracia no. Todavía suele ocurrir que alguna interesante grabación nueva, tanto de zarzuela o de música sinfónica española, la otra gran olvidada, sea promovida con móviles nacionalistas o, en su caso, localistas: compositores andaluces en Andalucía, compositores veterocastellanos -o leoneses- en Castilla-León, compositores vascos -incluido el muy navarro Sarasate- en el País Vasco, etc. Pero como nunca por mucho trigo fue mal año, bienvenidas sean estas iniciativas por mucho que la larga mano de la política -o politiquilla- local esté tras de ella el problema es que, en la práctica, muchos políticos suelen pensar que ya han cumplido con su obligación editando una grabación musical, publicando un libro o realizando una acción similar, olvidándose luego del importante tema de su distribución y venta. Casi nada.
En ocasiones he sudado tinta para conseguir discos que me interesaban editados por las consejerías de Cultura de distintas comunidades autónomas, en otras ocasiones he tenido que aprovechar la visita, pongo por caso, a los museos dependientes de la Junta de Andalucía para poder comprar discos, de compositores andaluces por supuesto, o simplemente me he quedado con las ganas, como ocurrió con la grabación de la zarzuela Cádiz, de Chueca, grabada no hace mucho por la diputación de esta provincia y virtualmente inencontrable al menos fuera de la capital andaluza e incluso dentro, puesto que las indagaciones de gaditanos amigos míos han resultado igualmente infructuosas.
Como puede comprenderse, con estos mimbres pocos son los cestos que se pueden hacer. Lo triste del caso es que los organismos culturales de nuestro país, a todos los niveles desde el Ministerio de Cultura, las consejerías de cultura de las comunidades autónomas, las diputaciones provinciales o incluso los grandes ayuntamientos -ni siquiera en Madrid hay nada remotamente parecido a una programación de zarzuela que cubra todo el año-, podrían hacer mucho a favor del rescate de ese ingente patrimonio musical que tenemos acumulado y en su mayor parte abandonado, tanto de zarzuela como, insisto de nuevo, de música sinfónica española, la cual se ve aquejada de los mismos males que su hermana lírica.
No soy tan ingenuo como para pedir idéntico esfuerzo a las discográficas privadas, primero porque la música clásica -y todavía peor la española- jamás ha supuesto por desgracia un mercado lucrativo, y segundo porque bastantes problemas tienen ya en estos tiempos revueltos a causa de las descargas por internet como para meterse en más berenjenales. Pero sí pienso que la gestión de un organismo cultural público, nutrido con dinero público, debería ir encaminada hacia la protección y el fomento de nuestro acervo cultural independientemente de su rentabilidad económica.
Curiosamente esto se hace en bastantes campos, desde los dos canales de televisión pública estatal, de los que se suprimió la publicidad, hasta en temas tan controvertidos como las discutibles subvenciones a un cine nacional capaz, con honrosas excepciones, de aburrir a las ovejas, hundido cada vez más en sus propias contradicciones y en su cada vez más preocupante autismo. Se hace, también de forma harto discutible, fomentando las descaradas tomaduras de pelo que son buena parte del arte plástico contemporáneo -mejor decir vanguardista-, estropeando las perspectivas de nuestras ciudades con mamarrachadas de dudoso gusto que además son pagadas -a costa de los contribuyentes, claro está- a precio de oro. Y se hace, de forma indirecta, con esa abusiva gabela medieval llamada canon digital, que en nada beneficia a las obras de los que paradójicamente fueron los promotores, hace aproximadamente un siglo, de la tan denostada hoy Sociedad General de Autores, fundada por un puñado de significados autores de zarzuela, tanto compositores como libretistas quién lo diría hoy en día.
No es cuestión de que los aficionados al género nos veamos forzadamente privados de todo ese material a buen seguro repleto de buenas e interesantes zarzuelas. No es cuestión tampoco de que las autoridades competentes -es un decir- muestren la más mínima sensibilidad por rescatar esa importante faceta de nuestro acervo cultural, algo que por lo demás no debería ser demasiado caro puesto que las orquestas ya están ahí y contratar a cantantes de calidad no supondría un gran dispendio económico; no, desde luego en comparación con el dinero dilapidado en múltiples actividades mucho más peregrinas. No, el problema es tan profundo que ni tan siquiera se salva la necesaria digitalización de estos fondos, las partituras y los libretos, en muchas ocasiones manuscritos originales sin editar hasta que un mal día algún tipo de desastre, o la simple incuria, acaben para siempre con estos documentos únicos.
Podría seguir hablando largo y tendido del problema, insistiendo una vez más en la obligación de nuestros gobernantes de preservar este patrimonio; pero por desgracia no me queda otro remedio que el de ser pesimista, muy pesimista, sobre todo cuando contemplo hechos tan sorprendentes como que la mejor página de internet dedicada a la zarzuela sea... inglesa, y no española.
Así pues, en un arranque de sarcasmo, podríamos comparar la situación con una canción de Les Luthiers en la que, tras un golpe de estado militar en una república bananera, nombran ministro de cultura al cabo primero Anastasio López. Y así nos va.
Publicado el 8-2-2011