La alacena rota
Aunque a lo largo de los años llevo hechas muchas fotografías, y pese a que como cabe suponer siempre procuro que salgan lo mejor posible, estoy muy lejos de intentar hacer fotografía artística, al menos tal como la entienden quienes la practican, ya que para mí una fotografía bonita es necesariamente artística.
Por el contrario, no todas las fotografías pretendidamente artísticas me resultan atractivas, aunque ya se sabe que el arte, en estos tiempos que corren, es algo tan subjetivo que en más ocasiones de las que yo quisiera salgo con la impresión de que te están tomando miserablemente el pelo.
Pero no pretendo hacer aquí juicios de valor y mucho menos sobre un tema tan escurridizo, sino tan sólo explicar que las fotografías que hago tienen para mí un interés fundamentalmente documental; ya se sabe que una imagen vale más que mil palabras, y como tal las suelo utilizar en mis artículos, por supuesto sin la menor pretensión de convertirlas en arte.
Claro está que la excepción confirma la regla, así que en esta ocasión me desdigo de lo anteriormente dicho no porque considere artística la fotografía con la que ilustro el artículo, sino porque a diferencia de otras mías me llamó poderosamente la atención en su humilde y melancólica sencillez.
Di con ella, de forma fortuita, en el pequeño pueblo castellano en el que veraneo desde hace años. Habían derribado una casa dejando únicamente el solar, a la espera supongo de poder construir en él, con la única excepción de una alacena empotrada en la medianería que separaba al edificio desaparecido del vecino.
Lo primero en lo que me fijé fue en lo insólito de su situación, originariamente en el primer piso y ahora colgada en el vacío a mitad de la altura de la pared. Luego me recordó a las hilarantes historias de 13 Rue del Percebe, la genial serie cómica de Francisco Ibáñez en la que se veían cortadas las viviendas de una imaginaria casa de vecindad. Pero finalmente, al ampliar la fotografía, descubrí algo que me sorprendió y me hizo reflexionar: las baldas de la alacena conservaban incongruentemente parte de su contenido, varias botellas de refrescos, algunas en apariencia sin abrir, y latas de alguna otra bebida que no llegué a identificar.
Las puertas inferiores, cerradas, intentaban preservar celosamente el misterio de su contenido; vano intento puesto que en el hueco abierto bajo ellas se apreciaban, caídas, más botellas que presumiblemente habían estado en su interior.
La naturaleza de su peculiar contenido me llamó la atención por dos razones. La primera, porque cabía pensar que antes del derribo, y todavía más si la vieja casa permaneció abandonada durante años, ésta hubiera quedado vacía o, como mucho, acompañada tan sólo por algunos trastos inútiles. Y la segunda porque las botellas y las latas eran aparentemente modernas y, como ya he comentado, parecían estar enteras y sin empezar. Así pues, ¿qué hacían allí? ¿Por qué no se las llevaron? ¿Cómo lograron sobrevivir a la hecatombe del derribo?
Todavía me dieron pie a más reflexiones. Somos lo que hacemos, el rastro en definitiva que vamos dejando a lo largo de nuestra vida, el cual, al igual que sucede con las estelas de los barcos, se va difuminando poco a poco hasta desaparecer por completo. Y mientras no adviene esta segunda muerte todavía se pueden vislumbrar, o cuanto menos imaginar, algunos retazos de esas vidas ajenas que, si eres mínimamente sensible, no tendrán por menos que hacerte sentir una agridulce sensación de nostalgia.
Imaginé, pues, cuanta gente habría vivido, sentido, amado, llorado en esa humilde casa de pueblo. Imaginé cuantas alegrías, cuantas esperanzas, cuantas decepciones, cuantas tristezas llegaron a ver sus paredes. Imaginé cuantos alimentos habría guardado la destartalada alacena a la espera de ser consumidos por sus habitantes. Imaginé quien podría haber colocado en ella esas botellas y latas de refrescos que nunca llegó a beber. Imaginé como podría haber sido el último día en el que la casa estuvo habitada. Imaginé qué otros vestigios de un pasado pudo haberse llevado por delante la implacable excavadora que la derribó, cuantos recuerdos rotos acabaron en un vertedero sin que nadie cuidara de preservarlos. Imaginé, en definitiva, cuan frágiles somos y, como dice la oración, polvo somos y en polvo nos hemos de convertir. Sólo en eso, en humilde y anónimo polvo del camino.
Es posible que la verdadera explicación fuera más prosaica, pero yo prefiero ésta pese a su probable falsedad.
Sic transit gloria mundi.
Publicado el 23-11-2020