La monarquía en el siglo
XXI
¿Símbolo, o anacronismo?
Éste es uno de
los pocos reyes que me caen simpáticos
Antes de seguir adelante, he de reconocer que los únicos reyes que me caen simpáticos son los tres Reyes Magos, los cuatro de la baraja y en ocasiones, cuando los churumbeles ajenos se ponen demasiado pesados, también el rey Herodes, todo hay que decirlo.
Conviene aclarar, eso sí, que mi aversión a las testas coronadas es genérica hacia la institución monárquica y no hacia personas concretas, ni españolas ni extranjeras. Asimismo, tampoco considero una prioridad en estos momentos plantear el tema de una hipotética abolición de la monarquía en nuestro país, ya que tenemos ahora mismo unos problemas bastante más importantes por los que preocuparnos, amén de que las circunstancias políticas actuales no creo que sean las más adecuadas, con todos esos nacionalismos políticos de cualquier pelaje campando por sus respetos sin que nadie sensato acierte a ponerles coto.
Por último, creo importante advertir que, pese a que su figura está hoy identificada en nuestro país, por desgracia, con unas opciones políticas muy determinadas, en realidad la república es simplemente un marco jurídico y legal carente por completo de sesgo político alguno; y si así se hubiera mantenido entre 1931 y 1939, quizá habrían podido evitarse tanto la Guerra Civil como todo lo que vino después.
Hechas estas precisiones, y dejando bien claro que para mí el sistema republicano no presenta connotaciones políticas de ningún tipo, si se me pregunta si soy monárquico tendré que responder, con toda sinceridad, que me es imposible serlo aunque sólo fuera por pura coherencia mental, dado que considero a la monarquía -a cualquier monarquía- como un anacronismo heredado de épocas pretéritas hoy en día carente por completo de sentido, como no sea a modo de excrecencia inútil que, por razones de tradición mal entendida, de nostalgia o de simple pereza, no nos atrevemos a suprimir.
Insisto en que nada tiene que ver esto con mi opinión personal sobre los miembros de la actual casa real española; la tengo, por supuesto, e individualizada además para cada uno de ellos, pero ni viene a cuento hacerla pública, ni tiene nada que ver con el motivo de la presente reflexión que, vuelvo a repetir, está dedicada a la institución en sí -a ninguna en particular, sino a todas en general- y no a persona alguna, a las que en todo caso habrá que juzgar por sus méritos o deméritos personales en lugar de por lo que lleven puesto en la cabeza.
Y es que, si lo analizamos, nada hay más opuesto a los principios básicos de la democracia, concretamente a la afirmación de que todos los ciudadanos de un país somos iguales ante la ley, que la atribución de unos derechos únicos y exclusivos simplemente en base a los caprichosos designios de la herencia genética y el azar. Recurriendo al consabido tópico, mientras en una república cualquiera puede, al menos en teoría, aspirar al cargo de presidente, para ser rey tienes forzosamente que haber nacido en la familia adecuada y, dentro de ella, en el orden de prelación asimismo correcto, sin la menor posibilidad de cambio a no ser, claro está, que provoques una guerra por motivaciones dinásticas y además la ganes... algo que no siempre resulta fructífero, y si no que se lo pregunten a los sucesivos pretendientes carlistas al trono español.
Claro está que en la práctica las cosas no son tan sencillas, de modo que las probabilidades de que un ciudadano cualquiera llegue a ser presidente de su respectivo país suelen ser, de hecho, tan remotas como las de ser coronado rey... pero aquí no estamos hablando de la práctica sino de la teoría, y si bien yo sé que jamás podría ser presidente de una hipotética República Española, lo que también sé es que alguien ha podido llegar a ser rey, o príncipe, en base no a sus méritos personales, que los tendrá o no, sino a la posesión de un apellido particular. Y para mí esta discriminación es ya más que suficiente.
Como he dicho anteriormente, para mí la monarquía no es sino un mero anacronismo del pasado que, al menos en nuestro entorno europeo, a estas alturas está totalmente fuera de lugar... tanto ella como también, por supuesto, toda esa rancia aristocracia que arrastra y cuyas únicas credenciales, por lo general, suelen ser las de haber tenido un antepasado, varias centurias atrás, que se significó a la hora de matar moros, herejes o enemigos de cualquier tipo, méritos éstos que en su contexto histórico no discuto, pero que me resulta difícil concebir que se pudieran transmitir por vía hereditaria como si de un gen cualquiera se tratase.
De hecho, yo puedo entender que la sociedad honre con cualquier tipo de título, o de reconocimiento honorífico, a todo aquel ciudadano que le haya rendido unos servicios notables, y también acepto sin ningún tipo de reticencia que este reconocimiento pueda ser a título vitalicio... pero de ahí a que lo hereden sus descendientes, con independencia de sus respectivos méritos, media realmente un abismo.
Pero no nos desviemos de la temática de la monarquía, ya que al fin y al cabo la nobleza de sangre viene a remolque suyo y, abolida la una, la otra no tendría ya la menor razón para existir. Dicen sus defensores que nada tienen que ver los reyes actuales -en Europa, se entiende, ya que por otros pagos todavía se sigue dando el feudalismo medieval, con testas coronadas o sin ellas- con sus antepasados de hace no tantos años, detentadores de grandes parcelas de poder cuando no directamente imbuidos por la gracia de Dios, que ya tiene bemoles la cosa, para disponer de vidas y haciendas de sus súbditos sin el menor coto y sin más freno que sus propios deseos. Claro está que en ocasiones tampoco hizo falta pertenecer a la dinastía reinante, o ex-reinante, para que el gobernante de turno se comportara como si de un monarca absoluto se tratase, véase si no el caso de la larga y tenebrosa dictadura de Francisco Franco, al que en la práctica tan sólo le faltó el adorno de la corona... pero ésta es ya otra historia, y he prometido no centrarme en las personas, sino en la propia institución.
Es cierto, y sería injusto negarlo, que ni los más acérrimos defensores actuales de la monarquía apoyan el absolutismo real; faltaría más, añado yo. Es cierto, también, que los actuales monarcas europeos carecen por completo de poderes ejecutivos, siendo poco más que un símbolo de la nación -o al menos eso dicen sus partidarios- un poco a modo del lacito con el que se adornan los regalos. Es cierto, por último, que todos ellos suelen vivir bastante bien a costa de su representación del estado, y que incluso en ocasiones -no en el caso español- son poseedores de enormes fortunas amasadas a lo largo de sucesivos reinados.
Pero el planteamiento de Perogrullo que a cualquiera le viene a la mente es la siguiente pregunta: Si no sirven para nada, ¿por qué, entonces, se los mantiene? Por supuesto, los defensores de la monarquía tienen respuesta para ello: Son la encarnación de la soberanía nacional, representan al país, son nuestros mejores embajadores y bla, bla, bla...
La verdad es que, desde mi punto de vista, estorbar lo que se dice estorbar, no estorban demasiado... y además nos salen infinitamente más baratos, aunque sólo sea porque son pocos, que toda esa cohorte de políticos varios que acostumbran a reproducirse, a poco que les dejen, a ritmo de plaga bíblica; todos ellos, claro está, chupando de las ubres públicas. Así pues, considerándolo desde un punto de vista estrictamente económico, la verdad es que quitar a la monarquía de en medio sería en la práctica algo así como ahorrar en el chocolate del loro.
Además, añaden sus defensores, quitar a un rey para poner a un presidente, tan cero a la izquierda como éste a la hora de gobernar el país, sería hacer un pan con unas tortas, con el agravante añadido de su falta de glamour... porque, desengañémonos, a la sociedad en su conjunto, o al menos a una parte significativa de ella, le va la marcha del pedigrí de los miembros de las casas reales, aunque sólo los vean de lejos o por televisión. Y donde esté un rey, un príncipe o un infante -o sus equivalentes femeninos- en la portada de una revista de cotilleo, que se quite cualquier descolorido presidente.
¿Quieren hacer una prueba? Pregunten a cualquiera, marujas y manolos incluidos, por los miembros de las casas reinantes europeas, y hasta de las cesantes; seguro que serán capaces de hacerles un listado completo de los mismos hasta la tercera o la cuarta generación. Pregúntenles ahora por los presidentes -me refiero a los jefes de estado, no a los primeros ministros- de los países de nuestro entorno; con la excepción del francés, cosas de De Gaulle y de la V República francesa, será muy difícil que sepan decirles como se llaman los máximos representantes institucionales de Alemania, Italia, Portugal, Austria, Suiza, Grecia o Irlanda... de hecho, y salvo excepciones, yo tampoco sabría decirlos, aunque en mi descargo he de añadir que, en justa correspondencia, tampoco estoy muy ducho en el tema de las dinastías reales; total, para lo que pintan...
Lo que suelen olvidar quienes esgrimen estos argumentos, cuya exactitud no discuto, es que la gran mayoría de las repúblicas europeas, incluyendo las dos fracasadas españolas, siempre se limitaron a remedar el esquema de las monarquías a las que sustituyeron, reemplazando al rey por el presidente de la república al tiempo que mantenían incólume la vieja figura del primer ministro, o presidente del gobierno en España. Es decir, se mantuvo intacta la dualidad jefe de estado - jefe de gobierno. Pero, ¿era éste el único modelo posible?
Evidentemente no, y tenemos un ejemplo alternativo bien conocido: el de los Estados Unidos, imitado por la práctica totalidad de las repúblicas hispanoamericanas. Como es sabido, en el sistema político norteamericano ambas figuras están fundidas en una sola, el presidente, el cual asume tanto la función representativa como la ejecutiva. Es decir, les basta con una única persona para lo mismo que los europeos emplean dos. Cierto es que luego está también el vicepresidente, pero éste, salvo en casos de sustitución del presidente a causa de muerte o cese del mismo, la verdad es que pinta poco... pero cuesta mantenerlo, se me objetará. Pues bien, fuera el vicepresidente -de hecho este cargo no existe en las repúblicas europeas-, basta con que alguien, como por ejemplo el presidente de la cámara de los diputados, asuma automáticamente el cargo, en caso de necesidad, bien de forma interina hasta la convocatoria de nuevas elecciones, bien hasta completar el mandato. Así de sencillo, y sin duda más barato que el más barato de los reyes.
De todos modos, mi rechazo a la monarquía no viene motivado por razones económicas, que a la postre son irrelevantes, sino por lo que ya he comentado acerca del agravio comparativo que supone privilegiar a unos ciudadanos sobre el resto de la población simplemente en función de su nacimiento, por muy azul que pueda ser la sangre que corra por sus venas.
Puesto que el único criterio válido que admito para evaluar a cualquier persona es exclusivamente el referente a sus méritos personales, y esto es algo que evidentemente no se hereda, jamás podré aceptarla, por muy excelso que pudiera resultar un rey en particular... y eso que, por fortuna, en las monarquías constitucionales -curiosa antinomia-, estamos a salvo de personajes tales como el nefasto Fernando VII, aunque en la muy democrática y muy constitucional Gran Bretaña se encontraron con un buen fregado cuando su recién proclamado rey Eduardo VIII comenzó a mostrar más que simpatías por el nazismo, siendo para ellos una enorme suerte que su romance con Wallis Simpson le forzara a la abdicación. Porque, no lo olvidemos, al no tener los reyes fecha de caducidad y no existir para ellos el equivalente a una moción de censura, para deshacerse de un monarca incómodo o molesto, por muy constitucional que éste sea, tan sólo caben dos posibles caminos, convencerlo para que abdique o destronarlo mediante una revolución.
Termino el artículo, que ya me he extendido demasiado, con un comentario acerca de algo que siempre me ha hecho mucha gracia, la propuesta de los monárquicos progresistas -otra antinomia- para acabar con el machismo tradicional de la sucesión monárquica -que no la ley sálica, algo muy diferente aunque muchos periodistas sean incapaces de distinguirlo- aboliendo la preferencia de los varones sobre sus hermanas a la hora de ser designados sucesores en el trono. Sí, resultará muy progre defender que el príncipe -o la princesa- heredero sea siempre el hijo primogénito del rey independientemente de su sexo, e incluso creo que en algún reino europeo ya ha sido introducido este criterio; pero, se mire como se mire, lo cierto es que los mecanismos que regulan las sucesiones reales ignoran por completo no sólo las leyes relativas a las herencias del común de los mortales, sino también, si me apuran, a la propia Constitución... por mucho que ésta dedique un apartado propio al tema de la monarquía, con lo cual lo único que consigue es contradecirse a sí misma de una manera clamorosa.
Por esta razón, tanto me da que el heredero elegido sea varón, hembra o de sexo indefinido... porque sea quien sea el elegido, siempre vulnerará los derechos del resto de sus hermanos. De hecho, su equivalente sería la reimplantación de la vieja figura legal del mayorazgo, que a la hora de repartir los bienes de los difuntos progenitores primaba siempre en exclusiva al primogénito sobre el resto de sus hermanos. Así pues, asumiendo que las hijas de los reyes tengan los mismos derechos sucesorios que sus hermanos, ¿por qué razón el mayor de todos ellos ha de tener primacía sobre el resto, independientemente de cual sea su sexo? ¿Acaso uno de los hijos menores no podría estar más capacitado para el cargo que su hermano mayor?
Evidentemente estoy reduciendo la situación al absurdo, puesto que tanto me da que la elección del príncipe heredero sea en función del sexo, de la edad, o que se lo jueguen a los dados. Lo importante en realidad es que, desde el momento en el que estamos introduciendo como criterio principal para la selección -todo lo demás es puramente accesorio- algo tan sometido a las reglas del azar como es la herencia pura y dura -al menos durante algún tiempo los emperadores romanos nombraban hijos adoptivos a quienes habían elegido para sucederlos-, estaremos violando el principio fundamental de que todos hemos de ser iguales ante la ley... sin excepciones de ningún tipo. Puede que los hermanos menores y las hermanas de un príncipe heredero sientan vulnerados sus derechos sucesorios, pero por la misma razón yo, como ciudadano de a pie, siento también vulnerados los míos aunque sea tan sólo de modo simbólico, ya que mi interés por presidir esta jaula de grillos llamada España les puedo asegurar que es absolutamente nulo.
No es por el huevo, es por el fuero.
Publicado el 22-2-2012