Eurovisión 2022. ¿Casi...o no?
Fotograma de la actuación
de Chanel en el festival de Eurovisión de 2022
Esta vez sólo he tardado un año en volver a opinar sobre el festival de Eurovisión, aunque la ocasión lo merecía tanto por la canción ganadora como por la apuesta de España, que por primera vez en muchos años se tomó en serio alzarse con la victoria y echó toda la carne en el asador; cosa diferente es como lo hizo, aunque sin duda la actuación española de 2022 se puede considerar un éxito al alzarse con con el tercer puesto que podría habar sido el segundo de no haberse interpuesto la política por medio; porque ya es casualidad que el país ganador fuera Ucrania justo en plena guerra tras la invasión de Rusia. Entiendo el apoyo moral que se quiso dar a este país en unos momentos tan trágicos, pero si de lo que hablamos es de valorar exclusivamente la calidad musical, sospecho que la cosa cambia de forma drástica. La canción ucraniana, que acabo de oír para poder opinar con conocimiento de causa, era una extraña mezcla de temas folklóricos con hip hop, género musical este último que me inspira un irrefrenable deseo de huir despavorido cada vez que suena demasiado cerca de mis oídos. En cuanto a la escenografía, ésta típica discotequera con mucha parafernalia de luces deslumbrantes y unos ¿bailes? que me recordaron a los antropoides protohumanos de la película 2001, una odisea en el espacio incluso por los atavíos de algunos de los intérpretes.
Como no seguí el festival entero ni tengo el menor interés de hacerlo no tengo modo de saber si entre el resto de las canciones las pudo haber mejores, porque como todas fueran iguales o peores que la ganadora mal iría la cosa cuestiones políticas aparte.
Pasemos a la canción española. Tras su paso previo por festival de Benidorm, donde se eligió nuestra representante no sin polémica, ya que la sacrosanta votación popular fue desestimada en beneficio de la favorita de los expertos, la seleccionada fue SloMo -extraño nombre y todavía más extraña grafía-, interpretada por la cantante Chanel Terrero. Los expertos calificaron a la canción como pop latino -Chanel es de origen cubano, aunque afincada en España desde niña-, con una ininteligible -leída, oída es todavía peor- letra en spanglish o algo parecido que, mucho me temo, no pasará a la historia de la poesía. Véanse, a modo de ejemplo, un par de estrofas entresacadas al azar:
Apenas hago doom,
doom Take a sip of my cola-la |
En cuanto a la música pues eso, pop latino -según otras fuentes pop y reguetón, que tampoco es manco-, aunque a mí me pareció la típica parafernalia discotequera que suena siempre igual. Claro está que no me gusta o, por decirlo más claramente, no soporto este tipo de música, no ya porque mi interés vaya por otros derroteros, al fin y al cabo todo es cuestión de gustos, sino porque me resulta estruendosa, por no decir insufrible para los sentidos del oído, la vista y, si además es en directo, también para el tacto a través de las vibraciones. Como acostumbro a decir, en esas mismas condiciones probablemente no soportaría ni a la mismísima novena sinfonía de Beethoven. Por lo demás, nada más lejos de mi intención que descalificar algo sólo porque no me agrade, razón por la que reconozco que la chica se lo curró a conciencia e hizo una interpretación magistral arropada por una coreografía que supo estar a su altura. Así pues, desde el punto de vista profesional no se le puede hacer el menor reproche.
La canción tiene una historia que resulta conveniente recordar. Detrás de SloMo no están unos cualquieras, sino el equipo formado por Leroy Sánchez, Ibere Forte, Maggie Szabo, Keith Harris, Arjen Thonen, el coreógrafo Kyle Haganami y el productor Keith Harris, que la compusieron pensando en Jennifer López, por lo que no es de extrañar que siga su estela. Nada fue dejado al azar, hasta el punto de que el crítico de EL PAÍS Carlos Marco la calificó de canción de laboratorio añadiendo que detrás de ella estaban cerebros del marketing musical, profesionales acostumbrados a embotellar canciones ausentes de carácter, mientras otros profesionales arremetían contra la letra acusándola de presunto machismo.
Yo no llego a tanto y todavía menos en estos tiempos neoinquisitoriales que corren, pero lo que sí tengo clara es una cosa: los creadores de SloMo no pretendían seguir precisamente la senda de los cantautores o los compositores de baladas ni, mucho menos, la de la plaga friki, Chikilicuatre incluido, que ha asolado el festival estos últimos años, sino ofrecer un producto comercial perfectamente elaborado al que poder rentabilizar económicamente. Y aunque el triunfo en Eurovisión les habría venido bien como promoción, en el fondo el negocio estriba en lo que recaude la canción a lo largo de su vida comercial, que en estos ámbitos no suele ser muy prolongada. Dicho en román paladino lo que les interesaba era la pela, algo completamente legítimo y respetable siempre que se asuma que no pretendían ofrecer arte sino un producto industrial, eso sí, muy bien elaborado. Salvo, claro está, que incurran en fraudes como ocurrió con el inefable productor Frank Farian, que no dudó en vender gato por liebre con grupos como Boney M. -el presunto solista no cantaba- o todavía peor con Milli Vanilli, con cantantes negros -en el sentido literario- que hacían el trabajo vocal mientras los artistas oficiales fingían que cantaban.
Es muy poco lo que conozco de este mundillo, aunque sí lo suficiente para sospechar que gran parte de lo que se oye -y lo que se sufre si tienes la desgracia de que a tu vecino le guste- es prefabricado, industrial, de laboratorio, comercial, artificial... pongan ustedes el adjetivo que prefieran, puesto que cualquiera de ellos es válido. Quiero suponer que haya un pop de calidad, pero desde luego habrá que buscarlo en otros ámbitos. Al fin y al cabo, no es demasiado diferente de lo que hacía Lope de Vega escribiendo a destajo -más de ciento, en horas veinticuatro, pasaron de las musas al teatro- lo que a su público le interesaba ya que, con independencia de su indiscutible talento como dramaturgo, cuesta trabajo creer que la totalidad de las más de mil quinientas comedias que afirmaba haber compuesto mantuvieran el nivel de calidad de sus obras maestras.
Hecha esta salvedad insisto en que, siempre que no se engañe a nadie, me parece completamente legítimo vender esta música -es un decir- prefabricada a un público que es lo que desea oír, el cual me temo es bastante más numeroso que los aficionados a la música clásica. Al fin y al cabo Disneylandia es uno de los lugares más visitados de París, Las Vegas es un emporio turístico, los programas de telebasura se cuentan entre los de mayor audiencia y tras el consumo de hamburguesas hipercalóricas, bollería industrial o alimentos ultraprocesados se encuentra una próspera industria. Y si alguien pudiera pensar que se trata de una crítica solapada hacia ciertos gustos digamos no demasiado sofisticados de una parte importante de la población le responderé que sí, pero que éste es un tema diferente y aquí lo único que defiendo es la honradez de dar a un sector determinado de la sociedad justo lo que demanda sea lo que sea, eso sí sin engaños ni marrullerías. Así pues, y sin ningún tipo de connotaciones por medio, vuelvo a repetir que SloMo me parece un producto industrial excelente, por más que personalmente no me interese lo más mínimo.
Por cierto, comparada con la española y la ucraniana la canción británica, que se coló en el segundo puesto superando a la nuestra por los pelos, era mucho más normal aunque también de género pop, así como decididamente más sobria sin necesidad de tanta parafernalia, aunque también la tuvo si no coreográfica sí escenográfica, algo que sospecho debió de ser generalizado porque los sobrios montajes de la época clásica del festival han pasado a la historia salvo excepciones notables como la del cantante portugués Salvador Sobral en 2017.
Así pues nada tengo que reprochar ni a los creadores ni a los intérpretes de SloMo y, si me apuran, tampoco a los responsables de Televisión Española a pesar incluso de sus marrullerías en la votación del festival de Benidorm, puesto que está claro que si querían ganar en Eurovisión, y así lo pregonaron, ésta era la única manera de hacerlo, por mucho que les fastidiara a ciertos sectores políticos de diferente pelaje que desbancara a sus favoritas particulares. Qué se le va a hacer, el sufragio universal no siempre suele ser una buena idea dependiendo de donde se aplique.
Lo que sí cuestiono, tal como decía en el artículo anterior, es si Eurovisión tiene razón de ser con el formato actual, cuando su espíritu original hace ya mucho que desapareció salvo esporádicos y efímeros destellos. Porque convertirlo en un escaparate de productos industriales sin valor musical, pensados para el gran consumo y cuyo único interés por el festival es utilizarlo como promoción, me parece una triste manera de bailar sobre su cadáver.
Nada tengo, lo repito una vez más, contra este tipo de música siempre que a alguien le guste y no se empeñe en regalarme con ella, pero por favor no mezclen las churras con las merinas. Quienes van a discotecas o nos atruenan con su hilo musical a todo trapo mientras esperan con el coche parado en el semáforo son muy dueños de sus aficiones, pero para mí un festival como el de Eurovisión, que tantas buenas canciones, varias de ellas españolas, rindió hasta su desguace, no se merecía este triste funeral.
Ver también:
El
Festival de Frikivisión
Publicado el 8-6-2022