Los siglos XIX y XX alcalaínos. El presente
Vista panorámica de
Alcalá a finales del siglo XIX, tomada desde el Campo del
Ángel
Fotografía perteneciente a la
colección del Ateneo de Madrid
Sin duda, el período de tiempo comprendido entre la extinción de la universidad complutense en 1836 y el inicio del desarrollismo rampante de los años sesenta del siglo XX, bastante más de una centuria, es la etapa histórica más triste y lamentable de toda la historia moderna de Alcalá. Privada de sus estudios universitarios, desamortizados la mayor parte de sus conventos, expoliado o destruido en buena parte su ingente patrimonio histórico, Alcalá se sumiría en una decadencia que a punto estuvo de acabar con su identidad y que sólo la gran explosión económica y demográfica de principios de los años sesenta, con sus encontrados y discutibles resultados, fue capaz de truncar.
En la España rural y atrasada del primer tercio del siglo XIX Alcalá era una ciudad de servicios que vivía económicamente, además de la explotación agrícola de la fértil vega del Henares, de las numerosas instituciones, docentes o religiosas, que constelaban nuestra ciudad. Cierto es que las relaciones entre la Universidad y el Ayuntamiento no siempre habían sido precisamente cordiales, y que la antigua fundación cisneriana había arrastrado durante su última etapa una larga y agonizante decadencia que culminó bruscamente con su extinción; pero cuando las aulas de los colegios menores y del Mayor de San Ildefonso cerraron de forma definitiva, Alcalá vino a quedar irreversiblemente huérfana y vacía del significado que la había impulsado durante más de tres siglos.
Sin embargo, el calvario alcalaíno no había hecho más que empezar. Según Esteban Azaña, testigo de excepción y cronista privilegiado de estos tristes acontecimientos que jalonaron todo el siglo XIX alcalaíno, el cierre de la universidad supuso para nuestra ciudad el hundimiento en la miseria que, en el caso de numerosas familias, llegó a alcanzar la cota de la indigencia. Así, en su Historia de Alcalá recientemente reeditada por nuestra universidad, describe la decadencia de Alcalá en los siguientes términos:
El estado de la ruina de Alcalá, en cuyas calles crecía la yerba como en el campo, cuyo sombrío y triste aspecto, al que contribuían la soledad de sus edificios, daban á la ciudad el tinte de un pueblo encantado; por doquiera ruinas, por doquiera edificios abandonados y casas deshabitadas, hacían predecir la despoblacion de Alcalá, ó cuando ménos su reduccion á la extension de una pequeña villa, y hasta el plañer de las campanas de su iglesia Magistral parecia á los habitantes de aquellos dias, sonar tristes y quejumbrosas ante desdicha tanta. La hora de la destruccion de la ciudad ilustre, del pueblo histórico, del que fué la complacencia de Cisneros, parecia haber sonado en el reloj de los tiempos.
Apenas se habían apagado los ecos del triste despojo cuando los tambores de guerra de una de tantas contiendas fratricidas que han desgarrado la convivencia de los españoles a lo largo de la historia, concretamente la primera guerra carlista, comenzaron a sonar en las cercanías de la ciudad del Henares. Corría el mes de septiembre de 1837 cuando las tropas carlistas, procedentes de Aragón, descendieron por el valle del Henares en dirección a Madrid, presa codiciada en poder de los liberales. Apercibido Espartero del peligro, pronto entraría el general liberal. en Alcalá, en la madrugada del día 12, a la cabeza de 20 batallones y ochocientos caballos, para seguir hacia Madrid al día siguiente.
Los carlistas al mando del general Cabrera, por su parte, llegaron a ocupar la vecina ciudad de Guadalajara, de la que se retiraron algunos días más tarde ante la amenaza de las tropas leales a la reina Isabel II. Espartero, a su vez, volvió a replegarse sobre nuestra ciudad ocupando el puente del Zulema, llave de toda la vega del Henares. Procedentes de Chiloeches los carlistas llegarían a alcanzar las estribaciones del Zulema para, sin llegar a combatir con los isabelinos, marchar a continuación en dirección a Anchuelo y Santorcaz, de donde serían finalmente desalojados por las tropas leales al gobierno.
Alcalá, pues, se salvó por muy poco de sufrir en sus propias carnes una batalla entre los dos grandes generales de la primera guerra carlista, Espartero y Cabrera, aunque las discordias entre los alcalaínos partidarios de uno y otro bando menudearon en aquellos agitados días como preludio de las disputas fraticidas que jalonaron todo el siglo XIX, para eclosionar con toda su crudeza en la Guerra Civil, hace ahora poco más de cincuenta años.
Paralelamente se inició en nuestra ciudad, a la par que en el resto de España, la famosa desamortización de Mendizábal, que supuso un nuevo golpe a la debilitada economía de la ciudad al exclaustrar a todos los monasterios alcalaínos salvo a los nueve de clausura femeninos, al tiempo que numerosos edificios y fincas de propiedad religiosa y municipal eran vendidos en pública subasta y adquiridos en su mayor parte por la oligarquía local, muy conservadora y nada innovadora en lo referente a la economía, por lo que ningún provecho sacó la ciudad de este simple cambio de manos.
Según Francisco Javier García Gutiérrez1 la mayor parte de las desamortizaciones tuvieron lugar durante los años 1837 a 1843, aunque esta labor continuó durante la década de los sesenta, dentro ya de la desamortización de Madoz. De ellas saldría una Alcalá aún más empobrecida y expoliada, en nada beneficiada de unas transacciones económicas a las que la mayor parte de la población fue ajena por completo. Como suele ocurrir tan a menudo en nuestro país, una iniciativa necesaria y positiva se había saldado con el más rotundo de los fracasos.
Mientras tanto, nuestra ciudad continuaba viviendo (o mejor dicho, sobreviviendo) como buenamente podía y los alcalaínos, españoles al fin, aún encontraban lugar para sus expansiones muy al estilo del famoso hidalgo del Lazarillo de Tormes. Así, Esteban Azaña nos relata cómo la proclamación de la mayoría de edad de Isabel II, ocurrida en octubre de 1843, fue celebrada por el pueblo alcalaíno con toda pompa y solemnidad. Puede que entonces en nuestra ciudad apenas fuera posible subsistir, pero ello no fue óbice para que se levantaran tablados en la plaza Mayor (la de Cervantes) y en la de Abajo (la de los Santos Niños), al tiempo que el ayuntamiento recorría las calles de la ciudad a caballo y en uniforme de gran gala.
Tras las efusiones habría de venir la cruda realidad; y si los efectos combinados de la supresión de la universidad y la exclaustración de los conventos supusieron una verdadera catástrofe económica para la ciudad, el expolio al que fue sometido su ingente patrimonio artístico no fue ciertamente menor. Caídos en manos privadas buena parte de los edificios nobles de Alcalá, éstos sufrieron todo tipo de vicisitudes que oscilaron entre su adaptación más o menos afortunada para otros fines distintos a los suyos originales, hasta la simple y llana demolición, hecho este último que no revistió la magnitud que tuvo en la cercana villa de Madrid gracias precisamente a la penuria económica en que estaba sumida Alcalá.
Esta gigantesca almoneda, que se extendió a lo largo de todo el siglo XIX, revistió caracteres muy distintos que aún hoy están por estudiar detenidamente. Por lo general la mayor parte de los edificios fueron aprovechados para cuarteles, cárceles, granjas o casas de vecindad, sufriendo bastantes de ellos modificaciones tendentes a disimular su primitivo aspecto. Así, muchas de las torres y cúpulas de los mismos fueron derribadas, como ocurrió con los conventos de la Madre de Dios, habilitado como juzgados; de San Nicolás de Tolentino, actual convento de las Juanas; de San Agustín, o de San Basilio. En otros, como fue el caso del antiguo hospital de San Lucas, del colegio de los Verdes o del de Agonizantes, donde se instaló la sede actual del ayuntamiento, se construyó una nueva fachada ocultando la original. Y otros, por último, fueron dejados tal como estaban sin más que con pequeñas modificaciones, aunque el paso del tiempo y la escasa preocupación por su conservación acabaron también por deteriorarlos.
Aun cuando no fueron muy frecuentes, también se dieron en nuestra ciudad casos de edificios demolidos hasta sus cimientos. El caso más grave fue sin duda el del antiguo convento de San Diego, uno de los edificios religiosos más importantes de la. Ciudad, que fue completamente derribado junto con los vecinos colegios menores de Santa Balbina y de San Bernardo para construir en su solar el actual cuartel del Príncipe. De la histórica fundación del arzobispo Carrillo tan sólo se conservan hoy las dos estatuas de san Diego y san Francisco, y el relieve de la Virgen que se encuentran en el atrio de la iglesia del convento de las Juanas.
También desaparecieron en su totalidad los antiguos colegios de los Manriques y los Mercedarios Calzados, ambos situados en la calle de los Colegios entre los edificios de San Basilio, convertido en prisión militar hasta hace poco, y de Santo Tomás, también habilitado como prisión civil. Del cercano convento del Carmen Descalzo, situado en la calle de Santo Tomás, tan sólo se respetó la iglesia levantándose de nueva planta en su solar la Galera (la cárcel de mujeres), mientras el colegio de los Trinitarios Calzados, muy modificado, es hoy el asilo de ancianos frontero con la ermita del Cristo de los Doctrinos.
Pero sin duda, los avatares. mis conocidos fueron los sufridos por los dos edificios más representativos de Alcalá junto con la iglesia Magistral, el Colegio Mayor de San Ildefonso y el palacio arzobispal. Este último, convertido en archivo, llegaría íntegro hasta el final de la Guerra Civil, fecha en la que un incendio y una posterior demolición de los restos acabaron con él en su práctica totalidad.
El Colegio Mayor de San Ildefonso, junto con el resto de los edificios que forman su manzana, sufriría una historia mucho más movida. Adquirida la manzana en 1846 por Joaquín Cortés, éste se la vendió poco después al conde de Quinto, no sin antes haberla expoliado convenientemente según sus propios intereses. Ésta fue también la actitud desarrollada por su nuevo dueño, que llegó a pensar en demoler por completo el edificio. Ante esta situación el pueblo de Alcalá reaccionó creándose una Sociedad de Condueños2 que consiguió forzar al conde de Quinto a la venta de los inmuebles, que pasaron a ser propiedad de los citados Condueños, situación que aún perdura en la actualidad aun cuando los edificios estén cedidos a varios organismos oficiales.
Mientras tanto, los bienes muebles procedentes de los edificios desamortizados sufrieron también una variada suerte. Muchos de ellos desaparecieron de la ciudad expoliados por sus nuevos propietarios, llegando algunos incluso hasta museos norteamericanos. Otros se trasladaron a las iglesias que continuaban abiertas al culto tales como la Magistral o las Agustinas, algunas de las cuales se llegaron a convertir en auténticos museos de arte sacro. Y otros, como ocurrió con el sepulcro y los restos de Cisneros, tuvieron que sufrir avatares realmente kafkianos3.
Abandonada como estaba la capilla de San Ildefonso, lugar donde reposaban los restos de Cisneros, hubo un intento de trasladar ambos a Madrid, iniciativa que se frustró gracias a la firme oposición de los alcalaínos, nada dispuestos a permitir que las cenizas del cardenal fueran sacadas de la ciudad. El asunto se zanjó con el traslado del sepulcro a la Magistral, en cuyo crucero fue instalado en 1857. Otros dos personajes importantes de la historia eclesiástica de Alcalá, el arzobispo Carrillo y san Diego, fueron también trasladados a la Magistral desde el abandonado convento de San Diego; el sepulcro de Carrillo se instaló en el trascoro, mientras la urna que contenía los restos de san Diego fue colocada en una capilla lateral.
Conforme pasaban los años la ciudad comenzó a recuperarse lentamente de la postración en la que había estado sumida. Iniciada ya una nueva época tras el derrocamiento de Isabel II en 1868, revolución a la que por cierto Alcalá se sumó, nuestra ciudad recibió las visitas de personajes tales como el general Prim en viaje hacia Madrid, el rey Amadeo de Saboya y el también rey Alfonso XII, que otorgó al ayuntamiento el título de Excelentísimo.
Contando con ferrocarril desde 1859 y privada de los beneficios del Canal del Henares, al quebrar la compañía constructora del mismo en 1884 dejando al canal en Meco, a las puertas mismas de Alcalá, la vida en la ciudad discurría plácida y provinciana, con una pequeña oligarquía dueña de los resortes económicos, una nutrida guarnición militar instalada en los diversos cuarteles existentes y el resto de la población dedicada fundamentalmente a la agricultura. Dada la gran crisis sufrida la ciudad prácticamente no creció durante todo el siglo, hecho que no impidió que fueran demolidas las murallas casi en su totalidad. La mayor parte de las intervenciones urbanísticas de la época fueron las reformas y adaptaciones ya comentadas de numerosos edificios universitarios, así como la construcción de una planta más en muchas casas de vecindad. De nueva planta tan sólo se construyeron algunos edificios en la zona de la calle Mayor lindante con la plaza de Cervantes (y en menor medida en la calle de Libreros) y en el nuevo paseo de la Estación, vía de enlace de nuevo trazado entre el ferrocarril y la puerta de Mártires.
No obstante aunque escasas, sí cuenta Alcalá con varias muestras interesantes de la arquitectura del siglo XIX. Comenzando por el peculiar Hotel Laredo, una joya del arte neomudéjar, debemos recordar los también neomudéjares Círculo de Contribuyentes (en la plaza de Cervantes) y el antiguo matadero, en la calle Portilla. Asimismo fueron construidos en el siglo XIX los dos teatros, el Cervantes (levantado sobre los cimientos del antiguo corral de Zapateros) y el Salón Cervantes (cuya fachada actual, modernista, data ya del siglo XX); el convento de las Adoratrices, el cementerio (con su capilla y varios panteones) y la actual plaza de toros, muy modificada en época relativamente reciente.
Dentro ya de otro apartado, el del mobiliario urbano, Alcalá vería la construcción del magnífico kiosco de la música y la erección de las estatuas de Cisneros, Cervantes y el Empecinado, mientras se derribaba toda una manzana de casas para crear de nueva traza la plaza de los Santos Niños y se construía el parque ODonnell.
En cuanto a la faceta cultural, no deja de ser significativo que, pese a la gran decadencia sufrida por la Alcalá de la época, siempre perviviera el espíritu cultural que durante varios siglos caracterizó la vida complutense. Huérfana de la universidad la ciudad no se resignaba a perder su hálito cultural, como lo demuestran los numerosos periódicos de la época y las solemnes celebraciones (centenarios de las Santas Formas, de la Virgen del Val, del Quijote) que siempre venían acompañadas de manifestaciones culturales. Era una Alcalá que vio nacer, o bien naturalizarse en ella, personajes tales como el pintor Eugenio Lucas Padilla (ahora convertido en madrileño con el nombre de Eugenio Lucas Velázquez en función de un presuntamente irrebatible estudio de Enrique Pardo Canalís), los historiadores locales Esteban Azaña y José Demetrio Calleja, el pintor Manuel Laredo, el periodista y escritor Eduardo Pascual y Cuellar, el militar e inventor (y también dramaturgo y escritor de ciencia ficción) José de Elola... Sin olvidarnos del campo de la política, donde a la gran figura de Manuel Azaña, cuya faceta de intelectual y escritor, uno de los mejores de su época, aparece eclipsada por su mucho más conocida actividad política, se unen las de Andrés Saborit o José del Campo, separados por un abismo en una España en la que las diferencias ideológicas acabaron provocando una sangrienta Guerra Civil y hoy paradójicamente unidos por sus lápidas conmemorativas, una frente a la otra, en la alcalaína calle del Ángel, en un símbolo claro de lo que no debería volver a ocurrir jamás. Enfrentados en vida, unidos en la muerte. ¿Habremos aprendido por fin la lección?
Ésta era la Alcalá decimonónica, una pequeña ciudad provinciana de poco más de diez mil habitantes, no muy distinta a otras poblaciones similares de su época. Una ciudad aletargada y sin fuerzas pero que aguardaba su momento, un momento que aún tardaría mucho en llegar.
El nuevo siglo comenzaría en Alcalá con una tónica bastante similar a la del anterior. Sin duda la mejor guía para conocerla son las Bagatelas de Fernando Sancho4, el inolvidable Luis Madrona, que nos relata sin pretensiones pero con frescura como era la Alcalá de nuestros abuelos. En estos años la historia se reduce casi a anécdotas tales como la inauguración de la Cruz del Siglo, la larguísima restauración de la Magistral (bastante poco acertada, por cierto) o la inauguración de la Hostería del Estudiante en el edificio del antiguo colegio Trilingüe. El padre Lecanda, desde el oratorio de San Felipe, y José María Vicario, junto con Fernando Sancho, serían por aquel entonces los más significados defensores del espíritu complutense.
Esta Alcalá plácida y durmiente, en la que hechos tales como la inauguración de la nueva ermita del Val o la llegada de los soldados alemanes hechos prisioneros en sus colonias africanas por los aliados durante la Primera Guerra Mundial servían para poner en pie a toda la población, iba a verse sacudida por las convulsiones que en la década de los treinta desgarraron a la sociedad española precipitándola hacia la Guerra Civil.
Es ésta una época oscura y difícil, no por lo lejana en el tiempo ni por la falta de testigos presenciales, sino por la crispación y el temor que aún hoy produce su recuerdo entre numerosos alcalaínos que se vieron obligados a vivir y a sufrir sus consecuencias. Paradójicamente Alcalá, que no estuvo inmersa en ninguna batalla importante durante los tres años de guerra, sufrió tantos destrozos en su patrimonio y tantas muertes y desgarros en su sociedad como jamás había ocurrido en toda su historia moderna.
Comencemos, pues, con el relato de los hechos. Coincidiendo con la sublevación militar del 18 de julio de 1936, las guarniciones acantonadas en Alcalá (un batallón de Zapadores y otro de Ciclistas) se adhirieron a la insurrección proclamando la Ley Marcial en la ciudad. Aplastada la rebelión en Madrid, el gobierno republicano envió a Alcalá una columna de milicianos comandada por Cipriano Mera. Mientras tanto los sublevados se habían hecho fuertes en la Magistral, cuya torre habilitaron como mirador y nido de ametralladoras.
Entablada la lucha por el control de la ciudad, los milicianos republicanos acabaron derrotando a sus enemigos. Poco después la Magistral y la parroquia de Santa María eran pasto de las llamas, en un acto del que fueron culpados ambos bandos por los servicios de propaganda de sus respectivos enemigos, pero que parece ser estuvieron relacionados con los aludidos milicianos.
A estos actos vandálicos seguirían el saqueo de numerosos conventos y el asesinato de muchos alcalaínos acusados de facciosos, aunque en muchos casos su único delito fue el de ser mal vistos por los inquisidores de turno. Antonio y Miguel Marchamalo5) nos relatan la llegada a Alcalá, en septiembre de 1937, de don José María Lacarra, comisionado por el gobierno de la República, y como éste se encontró con una Magistral en ruinas y con el sepulcro de Cisneros violado y saqueado, quizá a consecuencia de la búsqueda de la valiosa custodia de las Santas Formas, desaparecida durante el conflicto. A lo largo de toda la Guerra Civil el profesor Lacarra desarrolló una ingente labor de salvación del diezmado patrimonio artístico alcalaíno, en reconocimiento de la cual la I.EE.CC. le ha nombrado recientemente socio de honor de la misma.
Durante todo el conflicto Alcalá permaneció en zona republicana, y no fue sino hasta después de la rendición del gobierno republicano cuando en Alcalá entraron las tropas nacionales al mando del general Saliquet. Y si sangrienta había sido la represión republicana, no lo fue menos la caza de rojos que inmediatamente comenzaron a desarrollar las nuevas autoridades.
En lo que respecta al patrimonio artístico, terriblemente diezmado durante los años de la guerra, aún habría de sufrir un duro golpe apenas unos meses después de terminada la contienda; un incendio desatado en extrañas circunstancias se ensañó con el palacio arzobispal y con la vecina iglesia del convento de las Bernardas. El primero, amén de la ingente cantidad de documentación que en él se conservaba, perdió la mayor parte de su patrimonio artístico El Salón de Concilios, el resto de las salas, el patio de Fonseca con su magnífica escalera... todo se perdió, quedando reducido el edificio a un informe montón de ruinas que, lejos de ser recuperadas, acabaron siendo demolidas en su mayor parte. La iglesia de las Bernardas perdió la torre y la cúpula, y sólo muy recientemente se ha podido ver terminada su restauración.
El resto de los edificios de Alcalá sufrieron una suerte muy diversa. Así, mientras la Magistral era restaurada de una manera parcial (hoy es tan sólo una sombra de lo que fue), la parroquia de Santa María era derribada casi en su totalidad a excepción de las capillas laterales, mientras la parroquia de Santiago era cerrada al culto y demolida ya en los años sesenta. La iglesia de las Agustinas, una joya del arte barroco, vio retrasada su restauración hasta hace muy pocos años, y prácticamente todos los conventos de la ciudad sufrieron pérdidas irreparables en su patrimonio.
La posguerra alcalaína fue, como la de todo el país, dura y triste. En septiembre de 1947, lejano ya el final de la contienda, un nuevo suceso vino a sacudir a la sociedad complutense, la voladura por el maquis del polvorín del Zulema, lo que dejaría un triste rastro de muertos y una inmediata represión que recordó que aun acabada la guerra, la paz estaba todavía lejana. También por aquellos años el antiguo aeródromo del Campo del Ángel sería trasladado a la carretera de Meco, lugar en el que persistió hasta la década de los sesenta, fecha en la que fue cerrado al quedar obsoleto frente a la cercana base de Torrejón.
Los años cincuenta supondrían para Alcalá un tímido despertar preludio de la gran transformación que habría de experimentar una década después. La construcción de la base de Torrejón, en la que encontraron trabajo numerosos alcalaínos, y la creación de la fábrica Forjas de Alcalá fueron las avanzadas de este resurgir. Pero sería a finales de esta década, hace algo menos de treinta años, cuando la explosión se inició de una manera imparable.
Metalúrgica Madrileña, Roca, Gal serían las primeras empresas de importancia asentadas en nuestra ciudad. Nuevos barrios como el Campo del Ángel, el de los Toreros o el paseo de la. Manigua constituyeron la primera expansión urbanística de Alcalá en muchos años
La historia de la Alcalá de los años sesenta es la de la mal llamada explosión económica de la España de esa época. Cierto es que Alcalá creció, y mucho, multiplicando en pocos años por cinco o por seis su población; pero no menos real es que su transformación radical en una ciudad industrial y con mayoría de población emigrante se hizo con un mínimo de garantías, lo que se tradujo en una serie de graves inconvenientes que lastraron el desarrollo de la ciudad.
Aun con multitud de fábricas y más de cien mil habitantes, la Alcalá de finales del franquismo era una ciudad en la que quedaba casi todo por hacer. La mayor parte de los emigrantes, procedentes de las regiones más pobres y subdesarrolladas de España, se encontraban desarraigados y perdidos en un ambiente que se les antojaba hostil, viviendo hacinados en unos barrios producto de la especulación que poco hacían por convertir en agradable la vida de sus habitantes.
La ciudad, por su parte, adolecía de importantes defectos de infraestructura, algunos de muy difícil por no decir imposible solución, como ocurría con el caótico urbanismo de los barrios más modernos. No ha sido sino hasta fecha muy reciente cuando se han solucionado los problemas del abastecimiento de agua y el desvío de la carretera nacional, mientras el eterno problema del hospital todavía no ha sido solucionado, aunque en el momento de escribir estas líneas, febrero de 1987, parece vislumbrarse una solución próxima. La enseñanza, problema eterno de pasados años, ha dejado de agobiar a los responsables municipales en lo referente a la enseñanza primaria, aunque el problema se ha trasladado ahora a los estudios de bachillerato.
En lo que se refiere a la vertiente cultural, compañera inseparable de la historia alcalaína, también ésta ha experimentado un importante resurgir tras unos años en los que pareció estar en entredicho la propia identidad alcalaína. En 1956 fue inaugurada la Casa de Cervantes, una restauración sin duda excesiva de la antigua casa natal del autor del Quijote, pero en modo alguno una reconstrucción de la misma. En 1960 se asentó el Instituto Nacional de Administración Pública en el antiguo edificio del Colegio Mayor de San Ildefonso, recuperándose tanto la sede principal de la antigua Universidad como su aneja y olvidada capilla, en la cual, una vez restaurada, se instaló el sepulcro de Cisneros, aunque no sus restos que hoy se conservan en la Magistral.
En 1966 fue inaugurada la Universidad Laboral, actual Centro de Enseñanzas Integradas, que reunía junto con los cursos de bachiller los de ingeniería técnica de telecomunicaciones, primeros estudios superiores establecidos en Alcalá desde la supresión de la universidad complutense y hoy en peligro de extinción, al igual que el INAP.
1968 fue el año en el que se inauguró la Casa de la Entrevista, una sala de exposiciones ubicada en lo que fuera la iglesia del antiguo convento de San Juan de la Penitencia, dedicada a conmemorar la entrevista entre Colón y los Reyes Católicos de la cual se cumplió recientemente el quinto centenario, recordado con la erección de un monumento al Descubrimiento en la plaza de los Santos Niños. Esta entrevista, obviamente, no se celebró en ese lugar sino en una estancia desaparecida del vecino palacio arzobispal.
1969 fue el año de la gran decepción. Publicada en el Boletín Oficial del Estado la orden de creación de una nueva universidad (la Autónoma) en nuestra ciudad, meses después esta orden sería revocada acordándose el establecimiento del nuevo centro universitario en Cantoblanco, un descampado situado al norte de Madrid. Esta frustración se vería paliada, años más tarde, con la apertura de una sección de la universidad Complutense de Madrid en los terrenos de la antigua base aérea, la cual se convertiría años más tarde, en 1977, en la actual universidad de Alcalá de Henares.
La década de los ochenta, finalmente, está suponiendo una importante etapa para la actual Alcalá. Empeñada en asimilar las contradicciones y los inconvenientes heredados del desarrollismo de los años sesenta, agravados por la profunda crisis económica que ha azotado con especial intensidad a nuestra ciudad, la sociedad alcalaína ha intentado apoyarse en su recuperada universidad y en su aún ingente patrimonio histórico. Las restauraciones, las recuperaciones de edificios universitarios, la promoción de la cultura alcalaína son ya un hecho. La expansión imparable de la universidad, de la que la madrileña siente ya celos como demuestran sus últimas actuaciones, no lo es menos. El futuro de nuestra ciudad se presenta duro y difícil, pero también prometedor. Y es a nosotros, los alcalaínos de ahora, a quienes corresponde asumir la responsabilidad de sacarlo adelante.
NOTAS
1 Francisco Javier García Gutiérrez. La Sociedad de condueños. Historia de la defensa de los edificios que fueron Universidad. Biblioteca de Temas Complutenses, número 3. Alcalá de Henares, 1986.
2 Francisco Javier García Gutiérrez. La Sociedad de condueños. Historia de la defensa de los edificios que fueron Universidad. Biblioteca de Temas Complutenses, número 3. Alcalá de Henares, 1986.
3 Antonio Marchamalo Sánchez y Miguel Marchamalo Maín. El sepulcro del cardenal Cisneros. Col. Alcalá Ensayo, número 6. Alcalá de Henares, 1985.
4 Luis Madrona (Fernando Sancho). Bagatelas. Alcalá de Henares, 1982.
5 Antonio Marchamalo Sánchez y Miguel Marchamalo Maín. El sepulcro del cardenal Cisneros. Col. Alcalá Ensayo, número 6. Alcalá de Henares, 1985.
Publicado en el resumen de las conferencias del III
curso de historia, arte y cultura de Alcalá de Henares
(1987)
Actualizado el 11-7-2006