Los siglos XIX y XX. Alcalá actual





Las calles de Santa Úrsula y Colegios a finales del siglo XIX
Fotografía perteneciente a la colección del Ateneo de Madrid


Raras veces suele ocurrir que un período histórico coincida con una división cronológica exacta, y así nos encontramos con el hecho de que, a pesar de que el punto de inflexión de la historia contemporánea alcalaína pasa por la supresión de la universidad en 1836 y no por la artificial fecha de 1801, la dinámica de este curso obliga a hablar también de un primer tercio del siglo XIX que, en lo que a Alcalá respecta, fue en la práctica poco más que una prolongación de la centuria anterior.

Veamos, pues, con brevedad lo que aconteció en nuestra ciudad entre 1801 y 1836, una época marcada socialmente por la decadencia pareja de la ciudad y su universidad y, políticamente, por las agrias disputas que marcaron el reinado del nefasto Fernando VII, tanto en España como en Alcalá.

Históricamente, y además de lo ya dicho, lo único realmente remarcable en estos casi cuarenta años fue la invasión y ocupación napoleónica a partir de 1808. Alcalá no se libró de esta contienda, siendo ocupada por las tropas francesas. Como consecuencia la universidad sería cerrada, el palacio arzobispal convertido en cuartel y varios conventos saqueados y expoliados. En el aspecto positivo cabe reseñar la promesa -incumplida- de José Bonaparte de erigir en Alcalá una estatua a Cervantes.

La ocupación francesa terminaría gracias a la acción de las guerrillas del Empecinado, que en las cercanías del Zulema, y en una acción bélica de indeterminada importancia (quién la llama batalla, quién escaramuza...) logró conjurar de forma definitiva el peligro de las tropas francesas.

Una vez restaurada la soberanía española el trienio liberal representaría el primer amago de supresión de la universidad, con fecha de abril de 1821; el retorno al gobierno absolutista en 1823 supuso la derogación de este decreto, pero la universidad alcalaína quedó ya tocada de muerte.

Pero es sin duda el período de tiempo comprendido entre la extinción de la universidad complutense en 1836, y el gran crecimiento de principios de los años sesenta, la etapa más triste y lamentable de toda la historia moderna alcalaína. Privada de su universidad, desamortizados la mayor parte de sus conventos, expoliado o destruido en gran medida su ingente patrimonio histórico, Alcalá hubo de sumirse necesariamente en una profunda decadencia que a punto estuvo de acabar con su razón de ser y que sólo pudo ser salvada gracias a los encontrados y discutibles, pero al mismo tiempo evidentes, resultados de la gran explosión económica y demográfica iniciada hace unos treinta años.

Y así, cuando las aulas de todos los colegios menores y las del Mayor de San Ildefonso quedaron definitivamente cerradas, Alcalá vino a estar irremisiblemente huérfana y vacía del espíritu que alentara durante más de tres siglos.

Pero el calvario alcalaíno no había hecho más que empezar. Según Esteban Azaña, testigo de excepción y cronista privilegiado de estos tristes acontecimientos, el cierre de la universidad supuso para nuestra ciudad el hundimiento en una miseria que, para no pocas familias alcalaínas, llegó a convertirse en indigencia. Así describió Azaña en su historia el triste destino de Alcalá una vez desaparecida la universidad:


El estado de la ruina de Alcalá, en cuyas calles crecía la yerba como en el campo, cuyo sombrío y triste aspecto, al que contribuian la soledad de sus edificios, daban á la ciudad el tinte de un pueblo encantado; por doquiera ruinas, por doquiera edificios abandonados y casas deshabitadas, hacian predecir la despoblacion de Alcalá, ó cuanto menos su reducción á la extension de una pequeña villa, y hasta el plañer de las campanas de su iglesia Magistral parecia á los habitantes de aquellos dias, sonar tristes y quejumbrosas ante desdicha tanta. La hora de la destruccion de la ciudad ilustre, del pueblo histórico, del que fué la complacencia de Cisneros, parecia haber sonado en el reloj de los tiempos.


Apenas se habían apagado los ecos del triste despojo, cuando un nuevo conflicto bélico, la primera guerra carlista, vino a ensangrentar otra vez a la torturada España. Esta guerra, llamada de los Siete Años por desarrollarse entre 1833 y 1839, tuvo repercusiones en Alcalá y su comarca. Avanzando las tropas carlistas sobre Madrid por el valle del Henares en septiembre de 1837, el general Espartero acuarteló a sus tropas en Alcalá para, tras una serie de escaramuzas que no llegaron a alcanzar la categoría de batallas, desarrolladas en los cercanos pueblos de Anchuelo y Santorcaz, conjurar la amenaza facciosa que, al mando del general Cabrera, había llegado a sentar sus reales en la vecina ciudad de Guadalajara.

Pero si la ciudad de Alcalá pudo salvarse por poco de la amenaza de la guerra, no ocurrió lo mismo con las discordias políticas que dividieron a los alcalaínos en dos bandos enfrentados, como describe fielmente José Demetrio Calleja en un par de artículos recogidos por José García Saldaña en su libro Documentos olvidados1.

Paralelamente a estos acontecimientos se iniciaría en nuestra ciudad, al igual que en el resto de España, la famosa desamortización de Mendizábal, lo que supuso un nuevo golpe a la ya debilitada economía de la ciudad al ser exclaustrados la totalidad de los monasterios alcalaínos, a excepción de los nueve de clausura femeninos y el oratorio de San Felipe, único de los masculinos que pudo quedar al margen de esta decisión gracias a su dedicación a la enseñanza. Por si fuera poco, la desamortización alcanzó también a un buen número de propiedades municipales que, junto con los bienes expropiados a las órdenes religiosas, pasaron a ser adquiridos por una oligarquía local o foránea muy conservadora y nada innovadora, lo que motivó que los pretendidos beneficios sociales de la desamortización (empuje y modernización de la anquilosada economía española) se quedaran, al menos en lo que a Alcalá respecta, en meros deseos.

Según Francisco Javier García Gutiérrez2, la mayor parte de las desamortizaciones tuvieron lugar durante los años 1837 a 1843, aunque esta iniciativa continuó durante la década de los sesenta dentro ya de otra desamortización, la de Pascual Madoz. De ellas saldría una Alcalá aún más empobrecida y expoliada, obligada a vivir (o, mejor dicho, a sobrevivir) como buenamente podía... Lo que no impedía que nuestros antepasados celebraran con toda solemnidad acontecimientos tales como la mayoría de edad de la reina Isabel II, acontecida en octubre de 1843.

Convertida Alcalá en una gigantesca almoneda, el ingente patrimonio acumulado durante siglos fue, literalmente, vendido al mejor postor. Y si bien fueron muchos los objetos artísticos (cuadros, tapices, libros, imágenes religiosas) perdidos por nuestra ciudad, los edificios corrieron mejor suerte gracias a que en Alcalá, por entonces, había tan poco dinero que los edificios, en vez de ser derribados como ocurrió en Madrid, fueron en su mayor parte aprovechados para los usos más dispares: cuarteles, cárceles, granjas o casas de vecindad.

Por lo general estos edificios fueron modificados, en mayor o menor medida, para adaptarlos a sus nuevas funciones. Así, muchas de las torres y cúpulas que tanto sorprendieron a Antonio Ponz fueron derribadas, como ocurrió con los conventos de la Madre de Dios (habilitado como juzgado), de San Nicolás de Tolentino (actual convento de las Juanas), de San Agustín o de San Basilio. En otros, como fue el caso del hospital de San Lucas, el colegio de los Verdes o el de Agonizantes (actual sede del ayuntamiento), se construyó una nueva fachada recubriendo a la original. Y otros, por último, se fueron degradando poco a poco por el abandono y el mal uso, como ocurrió con los colegios de Santa Justa y Rufina (casa de los Lizana) o de los Irlandeses.

Aun, cuando no fueron muy frecuentes, también se dieron en nuestra ciudad casos de edificios demolidos hasta sus cimientos. El caso más grave fue sin duda el del antiguo convento de San Diego, uno de los edificios más importantes de la ciudad, el cual fue completamente derribado junto con los vecinos colegios menores de Santa Balbina y San Bernardo para construir en su solar el actual cuartel del Príncipe. También desaparecerían en su totalidad los colegios de los Manriques y los Mercedarios Calzados, situados como los anteriores en la calle de los Colegios, mientras que del cercano convento del Carmen Descalzo tan sólo se respetó la iglesia, levantándose en su solar la Galera, o cárcel de mujeres. Idéntica suerte corrió el edificio de la Merced Descalza, en la calle del Empecinado, con buena parte del convento derribado y la iglesia convertida en picadero del cuartel de Sementales que se instaló allí. El colegio de los Trinitarios Calzados, muy modificado, llegaría hasta nuestros días como asilo de ancianos.

El palacio arzobispal, desamortizado y sin comprador, fue devuelto a la Iglesia reservándose el Estado su uso como archivo, labor que desempeñaría hasta que el incendio ocurrido en 1939 lo arrasó destruyéndolo prácticamente por completo.

El colegio mayor de San Ildefonso, junto con el resto de los edificios de su manzana, sufriría unos avatares mucho más dramáticos. Adquirido en 1846 por Joaquín Cortés, éste lo vendería poco después al conde de Quinto, no sin antes haberlo expoliado convenientemente. Ésta fue también la actitud inicial de su nuevo dueño, que llegó a intentar la demolición completa del edificio. Ante esta situación el pueblo de Alcalá reaccionó formando en su seno la Sociedad de Condueños3, una iniciativa ciudadana que consiguió forzar al conde de Quinto a la venta de los inmuebles, salvándose así la parte más importante de los edificios que formaron la antigua universidad alcalaína.

Mención aparte merece la historia, realmente kafkiana, del sepulcro y los restos del cardenal Cisneros, la cual es descrita en detalle por Antonio y Miguel Marchamalo4. Abandonada como estaba la capilla de San Ildefonso, lugar donde reposaban los restos del cardenal, hubo un intento de trasladar ambos al Panteón de Hombres Ilustres que por entonces se estaba creando en Madrid. Opuestos frontalmente los alcalaínos a que las cenizas del cardenal salieran de la ciudad, la polémica se zanjó finalmente con el traslado de reliquias y sepulcro a la Magistral, en cuyo crucero quedaron instalados en 1857. Otros dos personajes importantes de la historia de Alcalá, el arzobispo Carrillo y san Diego, fueron también trasladados a la Magistral desde el demolido convento de San Diego. El sepulcro de Carrillo fue montado en el trascoro, mientras la urna de San Diego quedó colocada en una capilla lateral.

Conforme pasaban los años, la ciudad comenzó a recuperarse lentamente de la postración en la que había sido sumida. Iniciada una nueva época tras el derrocamiento de Isabel II en 1868, revolución por cierto a la que Alcalá se sumó, nuestra ciudad vería las visitas de personajes tales como el general Prim, el rey Amadeo de Saboya o el también rey Alfonso XII, que en esta ocasión concedió al ayuntamiento alcalaíno el título de Excelentísimo.

Contando con ferrocarril desde 1859 y privada de los beneficios del Canal del Henares por la quiebra de la compañía constructora en 1884, cuando el canal llegaba ya hasta la vecina localidad de Meco, la vida de la ciudad discurría plácida y provinciana con una pequeña oligarquía dueña de la débil economía local, una numerosa guarnición militar y el resto de la población dedicada fundamentalmente a la agricultura y la ganadería. Dada la gran crisis sufrida Alcalá no creció prácticamente nada a lo largo de toda la centuria, debido a la existencia de una gran cantidad de edificios vacíos que se fueron llenando y modificando muy poco a poco.

Por tal motivo, el urbanismo de la Alcalá decimonónica fue francamente pobre. Amén de derribar las viejas murallas a excepción del perímetro del palacio arzobispal, fue muy poco lo que se construyó de nueva planta durante esta época. Junto con el interesante hotel Laredo, el edificio más significativo del recién trazado paseo de la Estación, es preciso reseñar el convento de las Adoratrices, el Círculo de Contribuyentes, el matadero, los dos teatros Cervantes (el Grande y el Pequeño), el cementerio y la plaza de toros (muy modificada hoy en día), amén de un buen número de casas de vecindad o palacetes en el paseo de la Estación y en el eje formado por las calles Mayor y Libreros.

También se alzaron en este tiempo el kiosco de la música y las estatuas de Cervantes, Cisneros y el Empecinado y se trazaron el parque O’Donnell y la plaza de los Santos Niños.

En lo que respecta al factor social, no deja de ser significativo comprobar cómo, pese a la decadencia de Alcalá, se mantuvo en nuestra ciudad el espíritu cultural que la había caracterizado durante varios siglos. Huérfana de la universidad, nuestra ciudad no se resignaba a perder su gran tradición, como lo demuestran los numerosos periódicos de la época o las solemnes celebraciones tales como el centenario de las Santas Formas, el de la Virgen del Val o el del Quijote. Era una Alcalá que vio nacer o naturalizarse en ella a personajes tales como el pintor Eugenio Lucas Padilla (cuya alcalainidad es ahora discutida), los historiadores locales Esteban Azaña y José Demetrio Calleja, el pintor Manuel Laredo, el periodista Eduardo Pascual y Cuellar o el polifacético José de Elola... Sin olvidarnos de políticos de la importancia de Manuel Azaña o Andrés Saborit, que alcanzarían relevancia nacional durante la II República, o de otros como el Marqués de Ibarra, Lucas del Campo y Atilano Casado, diputados alcalaínos en la España de la Restauración.

El nuevo siglo comenzó en Alcalá con una tónica similar a la del anterior, como reflejan las Bagatelas de Fernando Sancho, el inolvidable Luis Madrona5. En estos años la historia se redujo casi a anécdotas tales como la inauguración de la Cruz del Siglo, la larguísima restauración de la Magistral o la inauguración de la Hostería del Estudiante en el antiguo colegio Trilingüe. El padre Lecanda desde el oratorio de San Felipe, junto con José María Vicario y Fernando Sancho, fueron por aquel entonces los más significados defensores del espíritu complutense.

Llegada en 1936 la Guerra Civil, Alcalá se vio sumida de lleno en la vorágine a pesar de que, paradójicamente, nunca estuvo involucrada en ninguna acción bélica de importancia. Coincidiendo con la sublevación militar del 18 de julio de 1936 las guarniciones entonces acantonadas en Alcalá, un batallón de Zapadores y otro de Ciclistas, se unieron a las fuerzas rebeldes proclamando la ley marcial. Aplastada la rebelión en Madrid, el gobierno republicano envió a Alcalá una columna de milicianos comandada por Cipriano Mera, al tiempo que los sublevados se hacían fuertes en la Magistral utilizando su torre como mirador y como nido de ametralladoras.

Entablada la lucha entre ambas facciones, la victoria acabaría decantándose del lado de los republicanos. Poco después la Magistral y la parroquia de Santa María eran pasto de las llamas, en unos incendios provocados de cuya autoría ambos bandos se acusaron mutuamente, aunque parece ser que realmente estuvieron relacionados con los aludidos milicianos. A estos actos vandálicos seguiría el saqueo de numerosos conventos y el asesinato de muchos alcalaínos sospechosos de simpatizar con las fuerzas nacionales. Antonio y Miguel Marchamalo6 nos relatan cómo en septiembre de 1937 llegó a Alcalá el recientemente fallecido don José María Lacarra, comisionado por el gobierno de la República para salvar cuanto se pudiera del patrimonio complutense. Éste se encontró con una Magistral en ruinas y el sepulcro de Cisneros violado y saqueado. A partir de entonces el profesor Lacarra desarrolló una ingente labor de salvación de lo que quedaba del patrimonio artístico de la ciudad, razón por la cual la I.EE.CC. decidió nombrarle socio de honor de la misma.

Durante la totalidad del conflicto Alcalá permaneció en la zona republicana, no siendo sino hasta después de la derrota del gobierno de la República cuando en Alcalá entraron las tropas nacionales al mando del general Saliquet. Y si sangrienta había sido la represión republicana, no lo fue menos la desarrollada en nuestra ciudad por las nuevas autoridades españolas.

Apenas unos meses después de terminada la guerra se incendió el palacio arzobispal, llevándose el fuego la mayor parte de los documentos allí depositados y arruinándose irreversiblemente el edificio, al tiempo que también ardía la cúpula de la cercana iglesia de las Bernardas. Extinguido el incendio fue demolida la mayor parte del palacio, mientras la iglesia de las Bernardas sólo ha podido ver terminada su restauración hace unos pocos años.

La Magistral fue también restaurada, aunque las pérdidas sufridas en ella fueron irreemplazables en su mayor parte. La parroquia de Santa María tuvo peor suerte, siendo demolida en su totalidad a excepción de las capillas laterales hoy convertidas en sala de exposiciones con el nombre de Capilla del Oidor. El resto de las iglesias fueron restauradas con mejor o peor fortuna, mientras algunas como la antigua parroquia de Santiago eran cerradas al culto.

La posguerra alcalaína fue, como la de todo el país, dura y triste. En septiembre de 1947 el maquis voló el polvorín del Zulema, dejando un triste rastro de muertos, una nueva represión y la pérdida del viejo puente Zulema. También por aquellos años se trasladó el antiguo aeródromo del campo del Ángel al de la carretera de Meco, donde persistiría hasta su cierre en los años sesenta.

En los años cincuenta comenzaría para Alcalá un tímido despertar, preludio de la gran transformación de una década después cuando la explosión industrial y demográfica comenzaron de una manera imparable.

Metalúrgica Madrileña, Roca y Gal fueron junto con otras las primeras industrias que se instalaron en una Alcalá que hasta entonces sólo había contado con Forjas de Alcalá y las cerámicas que surtían de ladrillos y materiales de construcción a la ciudad. También comenzaron a surgir nuevos barrios: El Campo del Ángel, la Manigua, el barrio de los Toreros, el de Luis de Antezana...

El crecimiento de la ciudad en los años sesenta y setenta fue tan explosivo como desordenado, lo que se tradujo en una serie de inconvenientes y problemas que lastraron el desarrollo de la ciudad. Aun con multitud de fábricas y más de cien mil habitantes, la Alcalá de hace diez o doce años era una ciudad en la que prácticamente estaba todo por hacer. Con la mayor parte de su población procedente de las zonas más pobres de España, Alcalá se encontraba con numerosos alcalaínos nuevos desarraigados de su sociedad y perdidos en un ambiente que se les antojaba hostil, al tiempo que se veían obligados a vivir en unos barrios en los que la calidad de vida dejaba mucho que desear.

La ciudad, por su parte, padecía toda una serie de problemas de muy difícil solución. Graves dificultades en el suministro de agua, una carretera general que partía en dos a la ciudad, el eterno problema del hospital aún no solucionado totalmente, unos colegios que se quedaban pequeños antes incluso de ser inaugurados...

En el aspecto cultural 1969 fue el año de la gran decepción. Publicada en el Boletín Oficial del Estado la creación de una nueva universidad (la Autónoma) en nuestra ciudad, meses después esta orden fue revocada al establecerse este centro docente en Cantoblanco, en las cercanías de Madrid. Habría que esperar hasta 1975 para ver de nuevo a la universidad en Alcalá, esta vez en forma de sección de la Complutense madrileña, aunque seria injusto olvidar que desde no mucho antes funcionaba en nuestra ciudad la escuela de Magisterio Cardenal Cisneros, propiedad de la orden de los Maristas. En 1977 estas dependencias universitarias se independizaron formando la nueva universidad de Alcalá de Henares, complutense por derecho propio por más que la antigua universidad Central madrileña continúe detentando sin ninguna razón histórica este patrimonio común de todos los alcalaínos.

La década de los ochenta, por último, está suponiendo una importante etapa para la actual Alcalá. Empeñada en asimilar las contradicciones y los inconvenientes heredados del desarrollismo de los años sesenta, la sociedad alcalaína lucha todavía hoy por avanzar, apoyándose en su recuperada universidad y en su aún importante patrimonio histórico. Las restauraciones, la recuperación de edificios, la promoción de la cultura alcalaína, son ya un hecho. La confirmación de su identidad propia, adaptada a su nueva situación, va ya por buen camino, olvidados los años en los que a punto estuvo de convertirse en una ciudad dormitorio más de las que forman el área metropolitana madrileña.

El futuro de nuestra ciudad se presenta duro y difícil, pero también prometedor. Y es a nosotros, los alcalaínos de hoy, a quienes corresponde seguir adelante con esta responsabilidad.




NOTAS


1 GARCÍA SALDAÑA, José. Documentos olvidados. Col. Biblioteca de Temas Complutenses, nº 2. Alcalá de Henares, 1986. Artículo titulado Alcalá 1885.

2 GARCÍA GUTIÉRREZ, Francisco Javier. La sociedad de Condueños. Historia de la defensa de los edificios que fueron universidad. Col. Biblioteca de Temas Complutenses, nº 3. Alcalá de Henares, 1986.

3 GARCÍA GUTIÉRREZ, Francisco Javier. La sociedad de Condueños. Historia de la defensa de los edificios que fueron universidad. Col. Biblioteca de Temas Complutenses, nº 3. Alcalá de Henares, 1986.

4 MARCHAMALO SÁNCHEZ, Antonio y MARCHAMALO MAÍN, Miguel. El sepulcro del cardenal Cisneros. Col. Alcalá Ensayo, nº 6. Alcalá de Henares, 1985.

5 MADRONA, Luis (Fernando Sancho). Bagatelas. Alcalá de Henares, 1982.

6 MARCHAMALO SÁNCHEZ, Antonio y MARCHAMALO MAÍN, Miguel. El sepulcro del cardenal Cisneros. Col. Alcalá Ensayo, nº 6. Alcalá de Henares, 1985.


Publicado en el resumen de las conferencias del IV curso de historia, arte y cultura de Alcalá de Henares (1988)
Actualizado el 12-7-2006