Alcalá contemporánea. El siglo XX
La Cruz del Siglo, erigida
para conmemorar la llegada del siglo XX
Como suele ocurrir tan a menudo en los avatares históricos, la llegada del siglo XX no supuso en un principio una alteración substancial en la vida de la ciudad de Alcalá con respecto al tranquilo discurrir de los días en la ciudad complutense del último tercio del siglo XX. Con una población de poco más de once mil personas según el censo de 1900, cantidad que apenas habría de verse incrementada hasta después de la guerra civil, Alcalá era entonces una pequeña población agrícola en la que las glorias históricas eran tan sólo un recuerdo lejano de pasados esplendores que poco tenían que ver con la realidad cotidiana. No se crea por ello, no obstante, que la sociedad alcalaína vivía exclusivamente de sus pasados recuerdos; porque, junto con las celebraciones a las que tan aficionados eran los españoles de la pasada centuria, existía en Alcalá una inquietud intelectual y cultural a la que sólo la penuria de medios que padecía entonces nuestra ciudad le impidió alcanzar cotas mayores. Sin duda, el recuerdo de la universidad y de los tiempos pasados no resultaba ser tan sólo un ensimismamiento baldío, sino que sirvió para rendir espléndidos frutos cuyo mayor exponente, aunque no el único, sería la figura de Manuel Azaña.
Pero respetemos la cronología. Para Alcalá, el nuevo siglo se abriría con la inauguración, en el Campo del Ángel, de la Cruz del Siglo, modesto monumento conmemorativo de la recién iniciada centuria de cuya erección nos da cumplida cuenta Fernando Sancho Huerta en su Bagatela titulada Alcalá de Santiuste1. Por ella sabemos que fue el padre Juan José de Lecanda, sacerdote filipense radicado en nuestra ciudad y del cual hablaré más adelante, uno de los impulsores de la iniciativa, que contó con la simpática colaboración de los colegiales alcalaínos tal como relata Fernando Sancho, protagonista directo de aquel acontecimiento. Rodeada de edificaciones en las pasadas décadas y prácticamente desaparecida, salvo su pedestal, a causa del olvido y del abandono, la Cruz del Siglo sería restaurada o, por mejor decir, reconstruida hace algunos años siendo trasladada a los jardines que hoy se alzan en el borde del Campo del Ángel, algunos centenares de metros más allá de su primitiva ubicación.
Siguiendo con las conmemoraciones, no se pueden tampoco olvidar las fechas de 1905 (tercer centenario del Quijote) y de 1908 (cuarto centenario de la fundación de la universidad), en las cuales la ciudad se volcó en la medida que se lo permitían sus magras fuerzas. Mas, como no sólo de gloria y oropeles viven las ciudades, Alcalá sacaría provecho material de ambas efemérides logrando respectivamente la restauración de dos de sus monumentos más significativos, la parroquia de Santa María la Mayor en la que fuera bautizado Cervantes y la fachada de la universidad, muy deteriorada por el paso de los siglos. De la primera se encargaría el arquitecto Cabello Lapiedra mientras que la segunda correría a cargo del también arquitecto Aníbal Alvarez. En cuanto al primero de ellos, Cabello Lapiedra, también hay que reseñar que fue el responsable de la restauración de la iglesia Magistral, cerrada al culto en 1903 a causa de su estado ruinoso; iniciadas las obras en 1905, no se terminarían hasta 1931, larguísimo período en el que Cabello Lapiedra acometió una serie de discutibles actuaciones que tuvieron como resultado la demolición de buena parte de las capillas que se alzaban en la girola y en la fachada que da a la plaza de los Santos Niños, al tiempo que procedía a levantar todos los enterramientos existentes en la nave de la iglesia trasladando las lápidas al claustro de la misma.
En lo que respecta a los personajes, fue la Alcalá de principios de siglo un vivero de interesantes frutos. Conforme a la relevancia obtenida en la historia española, es preciso comenzar con la figura de Manuel Azaña, sobradamente conocido como político, que llegó a alcanzar durante la II República las más altas cotas siendo sucesivamente ministro de la Guerra -hoy diríamos, eufemísticamente, Defensa-, primer ministro y, finalmente, presidente de la República. Pero si importante es el Azaña político aún lo es más el Azaña intelectual y escritor, una de las más importantes figuras de la literatura española de su época y al que sólo por las circunstancias vividas por España a raíz de la guerra civil no se le han comenzado a reconocer hasta muy recientemente sus importantes méritos en este campo. En lo que respecta a su período alcalaíno, cuando Azaña era todavía un joven que no había dado aún el salto a la política y a la literatura a nivel nacional, podemos recordar sus colaboraciones en periódicos locales tales como Brisas del Henares, El Heraldo de Alcalá, El Eco Complutense, El Amigo del Pueblo, Alcalá-Chinchón, Justicia o La Avispa, esta última fundada por él junto con un puñado de amigos; de casta le venía al galgo puesto que su padre Esteban Azaña, fallecido cuando Manuel tenía tan sólo diez años, había destacado años antes como alcalde de la ciudad y como historiador de la misma. Azaña fue también por entonces cabeza de un grupo de amigos entre los que destacaron Antonio Fernández Quer, que también se dedicaría a la política afiliado al partido socialista, y José María Vicario, su amigo entrañable, gracias al cual se conserva el abundante epistolario que Azaña le remitió en los años en los que ya no residía en Alcalá.
Otro personaje fundamental en la Alcalá de su época, aunque de signo diferente al de Azaña, fue el sacerdote filipense Juan José de Lecanda, vasco afincado en nuestra ciudad, a la que llegó a amar como pocos alcalaínos de nacimiento lo han hecho. Persona de sólida formación cultural, el padre Lecanda convertiría el oratorio de San Felipe en uno de los más importantes focos culturales de la Alcalá de entonces con su importante patrimonio artístico, su magnífica biblioteca y un pequeño museo que reunía objetos tales como un capitel romano que aún se conserva allí. Pero fue además el padre Lecanda uno de los motores principales de las inquietudes complutenses al tiempo que vigilante defensor de nuestro patrimonio: Baste para ello con recordar que, en 1905, salvó la Puerta de Madrid, condenada al derribo por el ayuntamiento de entonces debido a que, según los munícipes, suponía un estorbo. Tampoco se puede olvidar la amistad entrañable que unió al padre Lecanda con Miguel de Unamuno, vasco como él, gracias a la cual el escritor visitó Alcalá invitado por su paisano reflejando en sus escritos la impresión que le produjo nuestra vieja ciudad castellana.
Para terminar con el relato de este primer tercio del siglo actual antes de llegar a la gran conmoción de la guerra civil, podemos recordar también hechos tales como la fundación en 1909 de la Mutual [entonces Obrera] Complutense, entidad que todavía hoy continúa existiendo; la creación, hacia 1910, del antiguo aeródromo del Campo del Ángel, sustituido años después por el también clausurado campo de aviación de la carretera de Meco, justo en el lugar que hoy ocupa la universidad; el fin de la larga reconstrucción, en 1928, de la actual ermita de la Virgen del Val; la inauguración, un año después, de la Hostería del Estudiante, asentada en el edificio del que fuera el antiguo colegio Trilingüe; la construcción, también a finales de los años veinte, de la hoy desaparecida fábrica de Forjas de Alcalá, pionera de la industrialización moderna de nuestra ciudad que, hasta entonces, tan sólo contaba con varias cerámicas y con los molinos del Henares que tanto servían para moler el trigo como para generar energía eléctrica...
Ésta era la Alcalá de nuestros abuelos, una Alcalá tranquila y sosegada cuyo pulso vital ha quedado perfectamente reflejado en las Bagatelas de Fernando Sancho, el inolvidable Luis Madrona, una Alcalá en la que de vez en cuando acontecían hechos tan exóticos como la llegada, en 1916, de tropas alemanas procedentes del Camerún y que, en virtud de acuerdos internacionales, permanecerían en la neutral España hasta la finalización de la I Guerra Mundial no sin antes trabar amistades y amores con los alcalaínos y las alcalaínas de la época. Vivieron entonces en Alcalá, aparte de los anteriormente citados, personajes tales como el pintor Félix Yuste, los periodistas y escritores Ceferino Rodríguez Avecilla y José Primo de Rivera y Williams, los políticos Lucas del Campo, Atilano Casado, Manuel de Ibarra y Andrés Saborit, los sacerdotes y escritores Francisco M. de Arabio-Urrutia y Rafael Sanz de Diego, los abogados Francisco y José Félix Huerta Calopa, académico de Jurisprudencia el primero y magistrado del Tribunal Supremo el segundo...
Y así, sin grandes trastornos ni grandes acontecimientos, llegaría la fecha del 14 de abril de 1931 y, con ella, la proclamación de la II República Española. La historia de los agitados años republicanos no es muy distinta en Alcalá que en el resto del país, con un ambiente tenso que hacía presagiar la catástrofe de 1936. Anselmo Reymundo2, cuya versión de los hechos es, aunque parcial, detallada relata que, con motivo de la huelga general de octubre de 1934, se llegó a declarar el estado de guerra en nuestra ciudad ante la atmósfera de tensión que se respiraba en la misma. Año y medio después, en febrero de 1936, triunfó en Alcalá el Frente Popular, la coalición de izquierdas que se haría con el poder en nuestro país a raíz de las citadas elecciones. Según Reymundo, única fuente bibliográfica disponible para estudiar este confuso episodio histórico, en el período inmediatamente anterior al estallido de la guerra civil, en el mes de marzo concretamente, hubo en Alcalá serios disturbios que se saldaron en ataques a conventos e intentos de incendiar algunas iglesias, siendo la de Jesuitas saqueada por las turbas y los objetos religiosos que albergaba arrojados a una hoguera encendida en plena calle de Libreros, precisándose de la intervención de la guarnición militar para reprimir estos desmanes. Lamentablemente, esto sería tan sólo el preludio de lo que habría de ocurrir en julio de ese mismo año de 1936.
Producida ya la sublevación del 18 de julio, comenta Reymundo que en la mañana del 19 apareció Alcalá tachonada de banderas rojas; sin embargo, las guarniciones militares entonces acantonadas, un Batallón Ciclista y otro de Ingenieros, que poco antes habían sustituido a las fuerzas de Caballería tradicionalmente acuarteladas en nuestra ciudad, se sumaron a la sublevación haciéndose con el control de la ciudad proclamando en ella la ley marcial. Sofocada la rebelión en Madrid por el gobierno republicano, éste envió a Alcalá una columna de milicianos comandada por Cipriano Mera, los cuales tuvieron que hacer frente a los sublevados que se habían hecho fuertes en la Magistral utilizando su torre como atalaya y como nido de ametralladoras. Entablada la lucha entre ambas fuerzas la victoria acabaría por decantarse del lado de los milicianos, con lo que Alcalá permanecería fiel a la República ya durante toda la guerra.
Poco después de acaecidos estos acontecimientos, la Magistral y la parroquia de Santa María eran pasto de las llamas; era el día 22 de julio. Ambos bandos se acusarían con vehemencia de estos desmanes, aunque parece ser que los verdaderos responsables tuvieron bastante que ver con los aludidos milicianos. A lo largo de todo aquel verano serían saqueadas numerosas iglesias que, posteriormente, vendrían a convertirse en cuarteles e instalaciones militares. Como puede fácilmente deducirse, el daño infligido al patrimonio complutense fue inmenso. Multitud de cuadros, imágenes y otros objetos religiosos fueron saqueados o destruidos, y algunos edificios tales como la propia Magistral o la parroquia de Santa María resultaron seriamente dañados en su propia estructura. La pila bautismal de Cervantes, todo un símbolo para la ciudad, quedó completamente destruida y con la mayor parte de sus trozos perdidos. El sepulcro del cardenal Cisneros, que se encontraba instalado entonces en el crucero de la Magistral y que había sido muy dañado por el derrumbamiento de la bóveda, fue profanado por manos desconocidas que abrieron la arqueta donde se conservaban los restos del cardenal esparciendo éstos por la cripta.
Antonio y Miguel Marchamalo3, que relatan estos hechos, describen también cómo en septiembre de 1936 llegó a Alcalá, comisionado por el gobierno de la República, don José María Lacarra con la intención de salvar todo lo que pudiera del maltrecho patrimonio alcalaíno. Personado en la saqueada y abandonada a su suerte iglesia Magistral, Lacarra recogió personalmente los dispersos restos de Cisneros trasladándolos al convento de las Bernardas, lugar elegido como depósito de las obras de arte salvadas y en el cual se recogieron también, librándolos de una destrucción segura, objetos tales como la propia colección de cuadros de las Bernardas, la del oratorio de San Felipe o la talla del Cristo de los Doctrinos. Sin embargo, no pudo entonces desmontar el sepulcro; volvería a inspeccionarlo unos meses después, en marzo de 1937, constatando que en el tiempo transcurrido éste había sufrido nuevos daños al tiempo que la mayor parte de la reja del mismo había, simplemente, desaparecido. Por tal motivo el sepulcro sería desmontado y trasladado a Madrid, no retornando a Alcalá hasta muchos años después y esta vez a su ubicación original en la capilla de San Ildefonso.
Paralelamente, la violencia se adueñó de la ciudad y fueron numerosos los alcalaínos asesinados por ser sospechosos de simpatizar con las fuerzas nacionales. En cuanto a la actividad militar propiamente dicha, Alcalá no se vio sometida en ningún momento al acoso de las tropas nacionales aunque, de haber triunfado éstas en las batallas del Jarama y de Guadalajara, habrían convergido probablemente sobre Alcalá a la hora de cerrar el cerco en torno a Madrid, con lo que las consecuencias podrían haber llegado a ser muy distintas. Pero esta circunstancia no acaeció y el ejército triunfador, al mando del general Saliquet, no entró en Alcalá sino hasta después de la rendición del gobierno republicano. Y, si sangrienta había sido la represión republicana, no lo fue menos la desarrollada en nuestra ciudad bajo el mandato de las nuevas autoridades españolas, tal como reconoce con toda sinceridad una persona tan poco sospechosa de republicanismo como lo es Reymundo, que se lamenta amargamente de las arbitrariedades que se cometieron en ella una vez concluida la contienda4.
Alcalá salía del conflicto desgarrada socialmente y destrozada materialmente, con pérdidas irrecuperables en su patrimonio, alguna de ella tan simbólica para los alcalaínos como la custodia de las Santas Formas, desaparecida misteriosamente sin que jamás pudiera ser recuperada, lo que hizo surgir en la ciudad toda una serie de leyendas acerca del hipotético paradero de la misma. Sin embargo, todavía le quedaban pruebas por sufrir. El palacio arzobispal, habilitado en el siglo anterior como Archivo General Central, había sido utilizado en 1936 para albergar dependencias militares y como depósito de municiones, y así continuó al finalizar la guerra. Apenas habían pasado unos meses desde la conclusión de la misma cuando, el 11 de agosto de 1939, un voraz incendio lo arrasaba completamente destruyendo la mayor parte de los documentos allí depositados y arruinando irreversiblemente el edificio, que quedó reducido a un informe montón de ruinas. Traspasado el incendio al vecino convento de las Bernardas ardería totalmente la cúpula de la iglesia, que no vería acabada su restauración sino hasta hace unos pocos años.
El daño resultó inmenso y, en su mayor parte, completamente irreparable. Los restos dejados por el incendio fueron inexplicablemente demolidos habilitándose la única parte que, mejor o peor, se restauró como sede de un seminario menor que se mantuvo en nuestra ciudad hasta hace cosa de unos veinte años. En cuanto al incendio en si, éste es calificado por Reymundo como inexplicable e inesperado5 para comentar a continuación (escribía esto en 1950) que «el edificio estaba habitado; muy vigilado por soldados, pues en él había aún material de guerra que los rojos habían dejado, y nadie se explicaba, ni todavía se explica, el que explotase el incendio por todas partes a la vez, sorprendiendo a los que por razón de su misión debían visitar con frecuencia los departamentos, y mucho más los que por su contenido fuesen más peligrosos. Además, nadie pudo explicarse tampoco la razón de que, una vez declarado el incendio, no se pudiera localizar, teniendo en cuenta que el edificio no era un macizo compacto, sino que le constituían pabellones y salas aislados, separados por extensos patios, en los que el fuego pudiese haber sido localizado si a tiempo se hubiese observado». Por último, concluye afirmando que «el origen y la causa del siniestro siguen ignorados, a pesar del sumario que se abrió». Cuarenta años después, que yo sepa, la situación continúa siendo la misma, lo que hizo correr por Alcalá la sospecha de que el incendio había sido provocado o, cuanto menos, oportunamente aprovechado. ¿Por quién? Esta respuesta me es, hoy por hoy, completamente desconocida.
Durante los duros años de la posguerra, Alcalá comenzó a recuperarse de su postración restañándose poco a poco sus heridas. Una parte del palacio, como ya quedó comentado, fue habilitada como seminario mientras que el resto era completamente demolido. La Magistral fue reconstruida merced a una larga restauración que duró varias décadas y que, aunque recuperó la nave de la misma, fue incapaz de devolver a la iglesia su perdido esplendor. La parroquia de Santa María no tuvo tanta suerte siendo sus ruinas demolidas y utilizadas como cantera para la reconstrucción del palacio, siendo trasladada la parroquia a la antigua iglesia de los Jesuitas. La única parte del templo que se salvó, la de las capillas laterales, conocida con el nombre de Capilla del Oidor, fue objeto de una somera restauración apenas lo suficiente para instalar en ella una reproducción de la desaparecida pila bautismal de Cervantes. Cerrada durante muchos años, fue de nuevo restaurada (de una manera bastante discutible, por cierto) ya en la década de los ochenta y abierta al público como sala de exposiciones y conferencias. Algunas iglesias conventuales, como la ya citada de las Bernardas y la de las Agustinas, no vieron terminadas sus restauraciones sino también hasta esa misma década. La tercera de las parroquias alcalaínas, la de Santiago, también saqueada durante la guerra, no volvió a ser abierta al culto utilizándose durante unos años como almacén para ser finalmente demolida a mediados de los años sesenta. Ciertamente su valor artístico no era muy grande, pero en todo caso el insulso edificio que se alzó en su solar carece por completo del mismo.
Una nueva conmoción sacudiría Alcalá en 1947 cuando, la noche del 6 de septiembre de ese año, volaba por los aires el polvorín del puente Zulema llevándose por delante alrededor de treinta vidas junto con el cerro bajo el cual estaba excavada esta instalación militar. De resultas de este accidente Alcalá sufrió un auténtico terremoto seguido de varias explosiones y de una densa lluvia de polvo y humo que sembraron el pánico entre la población. Aunque Reymundo afirma6 que de momento se ignoraron las causas, lo cierto es que se acabó atribuyendo (ignoro si de forma oficial) la responsabilidad de la voladura a un atentado del maquis, lo que provocó una nueva represión. En cuanto al patrimonio histórico, éste también sufrió un nuevo zarpazo en la figura del viejo puente Zulema, dañado por la explosión y demolido (también injustificadamente) a raíz de la construcción del actual algunos metros aguas arriba del mismo. También por aquellos años se clausuró definitivamente el antiguo aeródromo del Campo del Ángel quedando en uso el de la carretera de Meco, el cual persistió hasta bien entrados los años sesenta.
En los años cincuenta, y a raíz de la construcción de la base aérea de Torrejón, comenzó para Alcalá un tímido despertar preludio de la gran transformación iniciada una década después, cuando la explosión industrial y demográfica se desató de una manera imparable. Metalúrgica Madrileña, Roca y Gal fueron, junto con otras, las primeras industrias que se instalaron en nuestra ciudad. También comenzaron a surgir, ya en el tránsito a la década de los sesenta, nuevos barrios: el Campo del Ángel, la Manigua, el barrio de los Toreros, el de Luis de Antezana... En cuanto a la faceta cultural, no se puede olvidar tampoco que en 1956 se inauguraría la exageradamente remozada casa de Cervantes, que aún hoy continúa siendo el principal atractivo turístico de nuestra ciudad junto, claro está, con la propia universidad.
El crecimiento de la ciudad en los años sesenta y setenta fue tan explosivo como desordenado, lo que se tradujo en una serie de problemas de todo tipo que lastraron enormemente su desarrollo inmediato. Basta con recordar que su padrón, que en 1950 era de 20.000 habitantes escasos y en 1960 rebasaba apenas los 25.000, pasó a ser oficialmente de alrededor de 60.000 en 1970, saltó a los 100.000 en 1975, alcanzó los 123.000 en 1979 y llegó a los 140.000 en 1981, para mantener desde entonces un moderado crecimiento que ha situado actualmente su magnitud en torno a las 150.000 personas. Recalco lo de oficialmente debido a que, principalmente en el período comprendido entre 1960 y 1975, el crecimiento fue tan veloz que todos los censos de esa época se quedan muy cortos frente a la realidad de esos momentos debido a la existencia de importantes núcleos de población sin censar.
Pero vayamos por partes. La explosión demográfica e industrial de Alcalá empezó a principios de la década de los sesenta, alentada por la etapa de bonanza económica por la que entonces atravesaba España. Llegaron así a Alcalá emigrantes procedentes de diversas regiones españolas y en especial de las meridionales, trastrocándose completamente la tradicional composición demográfica de nuestra ciudad al tiempo que se inyectaba en su tejido social la savia nueva de la que estaba tan necesitada. Y, al contrario de lo que sucediera con las posteriores oleadas migratorias, esta primera se asimiló bastante bien a su nueva situación a pesar de que, en muchos casos, estas personas se veían obligadas a residir en unos barrios en los que la calidad de vida dejaba bastante que desear.
En lo que respecta a la vertiente cultural, puede recordarse la creación en 1960 de la Escuela Nacional de Administración Pública, convertida en 1977 en el Instituto Nacional de Administración Pública y actualmente en período de lamentable liquidación y traslado -¡cómo no!- a Madrid; aparte del prestigio que supondría esta escuela/instituto para Alcalá tanto en nuestro país como en el extranjero, la instalación de este organismo en nuestra ciudad trajo aparejada la restauración del antiguo edificio del colegio mayor de San Ildefonso, popularmente conocido como la universidad, lugar en el que estuvo y continúa estando -lo poco que queda ya de él- ubicado, compartiéndolo desde hace algunos años con el rectorado de la universidad. También esta década trajo para Alcalá la inauguración, en 1966, de la Universidad Laboral, hoy Centro de Enseñanzas Integradas. Dos años después, en 1968, se decretaría por ley la protección del casco histórico de la ciudad, lo que permitiría, si no evitar por completo, sí minimizar en bastante grado las agresiones urbanísticas contra el casco antiguo de la ciudad, lo que redundó en una conservación del mismo si no ejemplar, sí bastante mayor que la media de las ciudades españolas. Ese mismo año, el doce de octubre concretamente, fue inaugurada oficialmente la Casa de la Entrevista, una mixtificación histórica que pretendía recordar la entrevista de Colón con los Reyes Católicos -que en realidad tuvo lugar en el cercano y derruido palacio arzobispal- ubicándola físicamente en lo que fuera la antigua iglesia del convento de San Juan de la Penitencia. Actualmente, la Casa de la Entrevista es utilizada como sala de exposiciones y como sede de la Biblioteca Iberoamericana. Ya terminando la década, 1969 sería el año de la gran decepción. Publicada en el B.O.E. la creación de una nueva universidad (la Autónoma) en nuestra ciudad, meses después sería revocada esta orden estableciéndose definitivamente este centro docente en Cantoblanco, en las cercanías de Madrid. Nunca se llegaron a dar explicaciones coherentes para justificar esta extraña maniobra, y a los alcalaínos de entonces no les cupo la menor duda de que se trataba de un nuevo despojo. Y, a modo de esperpéntico epílogo, en 1970 usurparía la Universidad Central de Madrid el título de Complutense, que desde entonces detenta en detrimento de toda clase de argumentos históricos, geográficos o de puro sentido común.
La década de los setenta no resultó nada fácil para la ciudad. En primer lugar, el importante crecimiento de los años sesenta se tornó si cabe más explosivo y desordenado, acarreando todo una serie de gravísimos obstáculos que la ciudad no daba literalmente abasto a resolver. Aún con multitud de fábricas y ya con más de cien mil habitantes, la Alcalá de hace quince o veinte años era una ciudad en la que todo o prácticamente todo estaba por hacer. Al inconveniente de contar con una mayoría de su población totalmente desarraigada social y culturalmente, lo que amenazaba con convertir a Alcalá en un amorfo apéndice de la periferia madrileña, se unían unos enormes problemas de infraestructura algunos de los cuales no consiguieron ser solucionados sino hasta bastantes años después: Graves dificultades en el suministro de agua, una carretera general que partía en dos a la ciudad, el eterno problema del hospital, unos colegios que se quedaban pequeños antes aún de ser inaugurados... Si a esto sumamos el hecho de que, hacia la mitad de esta década, comenzaron a sentirse en toda su crudeza los síntomas de la crisis económica, se puede concluir que, para entonces, Alcalá parecía caminar hacia su propia hecatombe.
Un rayo de esperanza comenzó a iluminar el porvenir de nuestra ciudad cuando, en octubre de 1975, Alcalá recobraba con todos los honores su condición de ciudad universitaria merced a la creación, en los antiguos terrenos del extinto aeródromo, de una sección de la universidad madrileña. Cierto es que, desde algún tiempo antes, existía en nuestra ciudad la escuela de magisterio Cardenal Cisneros, propiedad de la orden de los Maristas... Pero en aquella fecha histórica Alcalá recuperaba al fin su universidad tras siglo y medio de espera y, aunque no fuese totalmente suya, no por ello dejaba este acontecimiento de revestir una trascendental importancia. Dos años más tarde, en 1977, estas dependencias universitarias se emanciparían de Madrid constituyéndose en la universidad de Alcalá de Henares, complutense por derecho propio por más que la antigua Universidad Central madrileña continúe detentando contra todo derecho este patrimonio común de todos los alcalaínos.
Los años setenta fueron, pues, los del desastre urbanístico de Alcalá (salvando, afortunadamente, el casco antiguo), los años que salpicaron de moles de hormigón las antiguas eras y las antiguas huertas... Pero fueron también los años en los que Alcalá comenzó a comprometerse seriamente con su pasado. Con motivo de su desaforado crecimiento urbano y a expensas casi de la provisionalidad y aún del azar, comenzaron a aparecer en diferentes lugares del término municipal riquísimos yacimientos arqueológicos de diferentes épocas históricas (prehistoria, imperio romano, período visigodo) que comenzaron a clamar por un mejor futuro de nuestra ciudad. Lamentablemente, la inexistencia en Alcalá de un museo (la todavía asignatura pendiente) sirvió de excusa para trasladar estos vestigios del pasado (¡cómo no!) a Madrid... Esperemos que, una vez constituido el museo, estas piezas puedan ser recuperadas para la ciudad, de donde nunca debieron haber salido.
Y llegamos por fin a la década de los ochenta, es decir, a la Alcalá de ahora mismo. Y, si los años anteriores fueron problemáticos, cuando no dramáticos, para nuestra ciudad ahora, diez años después, la perspectiva ha de ser ciertamente más esperanzadora. Si algún calificativo habría que dar a estos dos lustros, este habría de ser el de asentamiento. Solucionados ya buena parte de los problemas heredados del decenio anterior, Alcalá lucha hoy por avanzar apoyándose en su recuperada universidad y en su aún importante patrimonio histórico, sometido en estos momentos a un importante y ambicioso proyecto de recuperación en el que está involucrada la práctica totalidad de las entidades alcalaínas con el ayuntamiento y la universidad a la cabeza. Las restauraciones, la recuperación de edificios, la promoción de la cultura alcalaína son ya un hecho. La confirmación de su identidad propia, adaptada a su nueva situación y a sus nuevas circunstancias, va ya por buen camino, olvidados ya felizmente los años en los que a punto estuvo de convertirse en una ciudad dormitorio más de las varias que conforman la periferia madrileña.
El futuro de nuestra ciudad se presenta, a diez años vista del nuevo siglo, complicado y difícil, pero al mismo tiempo prometedor; y es a nosotros, los alcalaínos de hoy, a quienes nos corresponde seguir adelante con esta responsabilidad teniendo bien presente que Alcalá se está enfrentando en estos momentos a la mayor transformación de su historia desde el instante, cuanto menos, en el que Cisneros decidiera fundar aquí su universidad.
NOTAS
1 SANCHO HUERTA, Fernando (Luis Madrona). Bagatelas. 2ª ed. Alcalá de Henares, 1988.
2 REYMUNDO TORNERO, Anselmo. Datos históricos de la ciudad de Alcalá de Henares. Alcalá de Henares, 1950.
3 MARCHAMALO SÁNCHEZ, Antonio y MARCHAMALO MAÍN, Miguel. El sepulcro del Cardenal Cisneros. Col. Alcalá Ensayo, nº 6. Alcalá de Henares, 1985.
4 REYMUNDO TORNERO, Anselmo. Op. Cit.
5 REYMUNDO TORNERO, Anselmo. Op. Cit.
6 REYMUNDO TORNERO, Anselmo. Op. Cit.
BIBLIOGRAFÍA
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Publicado en el resumen de las conferencias del VI
curso de historia, arte y cultura de Alcalá de Henares
(1990)
Actualizado el 12-7-2006