Y ahora, ¿qué?





Fotografía oficial de los tres astronautas del Apolo 11


La reciente muerte de Neil Armstrong me ha hecho desempolvar un esbozo de artículo, que tenía arrinconado desde hacía tiempo, sobre el presente y, sobre todo, el futuro de la astronáutica y la exploración espacial. Comencemos, pues, con una breve reseña histórica que nos permita ubicarnos.

 Aunque la historia recoge las biografías de varios precursores tales como el ruso Konstantin Tsiolkovski, (1857-1935), el norteamericano Robert Goddard (1882-1945) o el alemán Hermann Oberth (1894-1989), la astronáutica tuvo su inicio real con los trabajos de Wernher von Braun (1912-1977) y su equipo durante la II Guerra Mundial. Una vez terminado el conflicto tanto americanos como rusos saquearon literalmente el programa de cohetes alemán, e incluso se llevaron con ellos a buena parte de los científicos e ingenieros que lo habían desarrollado. A partir de las primitivas V-2 ambas potencias -los norteamericanos con la inapreciable ayuda del propio von Braun- comenzaron a desarrollar sus primeros misiles balísticos que, aunque ideados con fines bélicos, acabarían siendo utilizados para enviar objetos más allá de la atmósfera terrestre.

Consideremos ahora los tres principales hitos de la incipiente navegación astronáutica:

4 de octubre de 1957. Es puesto en órbita el primer satélite artificial, el ruso Sputnik 1. Esta fecha se ha considerado tradicionalmente como el inicio de la carrera espacial.

12 de abril de 1961. Yuri Gagarin, a bordo de la cápsula Vostok 1, realiza el primer vuelo tripulado de la historia.

21 de julio de 1969. Neil Armstrong y Buzz Aldrin, miembros de la tripulación del Apolo 11, aterrizan en la Luna.

Es decir, que desde el final de la II Guerra Mundial hasta el lanzamiento del primer satélite artificial transcurrieron doce años. Desde éste hasta el primer vuelo tripulado, tres y medio. Y desde este último hasta la llegada a la Luna, poco más de ocho. En total, veintiún años de desarrollo tecnológico y apenas doce de carrera espacial efectiva durante la cual se produjeron unos avances realmente impresionantes.

Y después, ¿qué? Mientras los soviéticos abandonaban su programa lunar a causa de una serie consecutiva de fracasos y accidentes, amén de que ya nunca podrían ser los primeros, los norteamericanos siguieron adelante con el suyo; al fin y al cabo estaban programadas otras nueve misiones lunares más, desde el Apolo 12 hasta el Apolo 20, carentes ya del gigantesco impacto propagandístico de su predecesora pero mucho más fructíferas desde el punto de vista científico. Sin embargo el interés público, ese gran dictador de la sociedad, cayó tan en picado que el programa Apolo fue cancelado en diciembre de 1971 tras su décimo séptima misión, cuando todavía quedaban por cubrir las tres últimas. Y lo triste es que nadie, salvo los científicos, lo echaron de menos.

Permítanme ahora que haga un leve bosquejo autobiográfico. El 21 de julio de 1969 yo estaba a punto de cumplir once años y, pese a mi corta edad, ya mostraba un vivo interés tanto por la ciencia ficción -entonces limitada, claro está, a los bolsilibros- como por lo que yo entonces consideraba en mi ingenuidad como la materialización práctica del género, la astronáutica. Por cierto, me perdí el aterrizaje lunar en directo porque tuvo lugar de madrugada en España y, pese a mi insistencia durante la tarde anterior, mis padres no me despertaron tal como les había pedido; pero ésta es otra historia.

Como cabe suponer la histórica misión del Apolo 11 logró espolear mi imaginación, ya que consideraba lógico que en años sucesivos se siguiera adelante con objetivos cada vez más ambiciosos: Marte, Venus, los planetas exteriores... y, quizá, todavía más allá. Entonces estaba convencido de que vería desarrollarse a la astronáutica de una manera imparable, y no dudaba de que sería testigo de nuevos acontecimientos cada vez más trascendentales.

Evidentemente, me equivoqué de medio a medio. En la primera mitad de la década de los setenta, con posterioridad a la cancelación del proyecto Apolo, tan sólo pude disfrutar de éxitos menores tales como el proyecto Skylab, el vuelo conjunto Apolo-Soyuz, la estación espacial rusa Salyut 1 o las exitosas misiones de algunas sondas espaciales automáticas tales como las norteamericanas Mariner 9 y 10 o la rusa Venera 9. 1975 fue para mí un año importante -acontecimientos políticos aparte- dado que fue entonces cuando comencé mis estudios universitarios, lo que de alguna manera supuso mi mayoría de edad científica ya que a partir de entonces dispuse del suficiente bagaje para poder seguir los avances astronáuticos con pleno conocimiento de causa.

En esta nueva etapa de mi vida recuerdo hitos como los dos Viking o los dos Voyager, seguidos ya en fechas posteriores por nuevos alardes tecnológicos que nos han aportado infinidad de nuevos conocimientos sobre el Sistema Solar.

Mientras tanto, ¿qué ocurrió con la perla de la corona, los vuelos tripulados? Éstos, aunque no desaparecieron, adoptaron un perfil mucho más bajo -también literalmente hablando-, ya que tanto rusos como americanos centraron sus esfuerzos, primero por separado y posteriormente cooperando, en lo que podríamos denominar, recurriendo a un símil náutico, el cabotaje espacial, vuelos en órbitas bajas cuyos frutos fueron, en lo que a misiones tripuladas se refiere, una serie de estaciones espaciales cada vez más sofisticadas de las cuales es heredera directa la actual Estación Espacial Internacional... situada tan sólo a unos 400 kilómetros de altura, la milésima parte de la distancia entre la Tierra y la Luna, y con una capacidad máxima de siete tripulantes. Nada que ver, empezando por sus dimensiones y su aspecto exterior, con la imaginada por von Braun y reflejada por Kubrick y Clarke en su celebérrima película 2001: Una odisea del espacio, ni con las que aparecen en infinidad de obras de ciencia ficción. En realidad, la Estación Espacial Internacional es casi un juguete en comparación con las imaginadas por los autores del género.

Por si fuera poco los flamantes transbordadores espaciales, que según se nos decía en los años ochenta iban a revolucionar la astronáutica, acabaron siendo retirados después de 128 misiones, dos de ellas con final trágico, sin haber ido más allá de las órbitas bajas  y, lo que es todavía peor, sin disponer de relevo tras la cancelación del Proyecto Constelación, que sentenciaba el final de los vehículos espaciales reutilizables, mucho más caros y costosos de mantener de lo que se esperaba, a favor de los cohetes convencionales de un solo uso.

Y en estas andamos a estas alturas de 2012, cuarenta y tres años después de la proeza de Armstrong, Aldrin y Collins, con las misiones tripuladas prácticamente estancadas y la Estación Espacial Internacional como único destino de las mismas, la cual ni siquiera se ha llegado a terminar y, mucho me temo, se mantiene más por prestigio político que por otra cosa. Mientras tanto, el incipiente programa espacial chino representa en estos momentos la única y débil esperanza de que podamos ver de nuevo a la humanidad posando sus pies en otro astro, aunque éste vuelva a ser de nuevo la cercana Luna.

Huelga decir que, a estas alturas, he perdido ya toda esperanza de poder ver cómo el hombre conquista el Sistema Solar... de hecho, me conformaría con verlo de nuevo en la Luna.

Por esta razón, un análisis superficial de la cronología astronáutica nos llevaría indefectiblemente a unas conclusiones desoladoras: después de sus gloriosas dos primeras décadas, parece como si desde hace cuatro, es decir, el doble de tiempo, los avances se hubieran estancado. Pero, ¿es esto cierto?

Pues sí y no, según se mire. Es cierto, efectivamente, en lo referente a los vuelos tripulados, aunque también es verdad que los astronautas actuales disfrutan de unos medios tecnológicos inimaginables para los pioneros de hace cincuenta años, los cuales se jugaban literalmente el pellejo cada vez que montaban en esos cacharros. Así pues, vayan la seguridad y la comodidad a cambio de la espectacularidad, que no es mal trueque para quien está poniendo en riesgo su propia vida.

Sin embargo, es totalmente falso si nos fijamos en todos los aparatos automáticos -satélites artificiales y sondas espaciales- que hemos lanzando al espacio desde los lejanos tiempos del Sputnik, y es que los árboles no deben impedirnos ver el frondoso bosque que crece detrás de ellos. En poco más de cincuenta años hemos pasado de una bola de apenas sesenta centímetros de diámetro que hacía bip bip, a toda una pléyade de sofisticadísimos satélites de todo tipo: científicos, de comunicaciones, meteorológicos... sin los cuales la tecnología actual sería impensable. Basta con pensar en los GPS o en la televisión por satélite, por poner dos ejemplos en los que la astronáutica afecta de forma directa a nuestra vida cotidiana.

Otro tanto ocurre con las sondas espaciales, gracias a las cuales nuestros conocimientos sobre el Sistema Solar son infinitamente mayores que los de hace tan sólo unas pocas décadas. En la actualidad tanto el Sol como los otros siete planetas del Sistema Solar han sido visitados al menos una vez, junto con sus principales satélites y un puñado de asteroides y cometas. Incluso hasta el lejano Plutón llegará en 2015 la sonda New Horizons, eso sin contar con los telescopios espaciales -no sólo el Hubble- que han permitido a los astrónomos desentrañar los misterios del Universo más allá de las fronteras del Sistema Solar.

En conclusión, los avances astronáuticos de las últimas décadas no sólo han sido continuos y, en muchas ocasiones, también espectaculares, sino que cabe suponer que este progreso no se detendrá, ya que cada generación de nuevos instrumentos es más sofisticada que la anterior.

Todo esto está muy bien -me objetarán-, pero se mire como se mire nunca será lo mismo que una buena misión tripulada al estilo de aquellas con las que soñábamos cuando éramos adolescentes. Y es verdad, primero porque la capacidad de decisión y maniobra de los astronautas siempre será infinitamente superior a la de un aparato por complejo que pueda ser éste, amén de que tampoco debemos olvidar algo tan humano como el espíritu aventurero. Al fin y al cabo la gente sigue escalando el Everest pese a que, desde un punto de vista objetivo, ningún beneficio práctico pueden sacar de ello.

Y aquí sí que tropezamos con el escollo al que he aludido anteriormente: las misiones tripuladas se han estancado en las modestas -aunque importantes desde un punto de vista científico- visitas a la Estación Espacial Internacional, y ni tan siquiera está previsto volver a la Luna -salvo quizá los chinos- ni a corto ni tampoco posiblemente a medio plazo, y ello a pesar de que nuestra tecnología actual es muy superior a aquella con la que se desarrolló el proyecto Apolo. ¿Por qué?

Para entender esta aparente paradoja hay que considerar que la carrera espacial -el término no es trivial-, iniciada con el lanzamiento del Sputnik en 1957 y concluida con la cancelación del proyecto Apolo en 1971, fue fruto directo de la guerra fría que durante varias décadas mantuvieron las dos superpotencias, ninguna de las cuales estaba dispuesta a renunciar a los enormes beneficios propagandísticos que les proporcionaban sus proezas espaciales. Se trató de una competición a tumba abierta que, una vez alcanzada la única meta a la que se podía optar con los medios de la época junto con el abandono soviético, no tenía ya mucha razón de ser. A ello hay que sumar que los años setenta trajeron un cierto grado de distensión en la hasta entonces crispada relación entre los dos bloques, fruto de la cual fue la misión conjunta Apolo-Soyuz en el verano de 1975.

También hay que tener muy presente que los vuelos espaciales, tripulados o no, son por desgracia muy lentos. La duración completa de una misión Apolo venía a ser de una semana, pero un viaje tripulado a Marte, de ida y vuelta naturalmente, podría llevar casi dos años, con los importantes problemas logísticos que ello implicaría. A los astronautas de la Estación Espacial Internacional se les envían suministros periódicamente a través de naves de carga, pero los tripulantes de la expedición marciana deberían llevar consigo todo lo que fueran a necesitar durante toda la misión, lo que implica cantidades ingentes de alimentos, agua y oxígeno. Todo ello, sin olvidar los efectos perniciosos para la salud de las estancias prolongadas en régimen de ingravidez. Vamos, que no es tan simple, sobre todo teniendo en cuenta lo costoso que resulta poner grandes cargas en órbita.

Y Marte está, como quien dice, a la vuelta de la esquina, por lo que una misión tripulada a, pongamos, los satélites de Júpiter resultaría ya de todo punto inviable.

La culpa de todo ello la tiene el hecho de que la única manera que conocemos de desplazarnos por el espacio es exasperantemente lenta. Las sondas automáticas suelen tardar en llegar a Marte -y eso aprovechando cuando los dos planetas están más cercanos- alrededor de unos siete meses. La Galileo necesitó casi seis años para alcanzar Júpiter, que se elevaron a siete en el caso de la Cassini, cuya meta era Saturno, mientras el largo viaje hasta Plutón le llevará nueve años y medio a la New Horizons. Y se trata tan sólo de viajes de ida...

Para empezar, si queremos poner un vehículo en el espacio deberemos vencer la importante barrera de la gravedad terrestre, lo cual requiere el uso de cohetes y el consumo de ingentes cantidades no sólo de combustible sino también de comburente, el equivalente al oxígeno del aire, ya que allí no lo hay. Luego, una vez allá arriba, las sondas suelen desplazarse por inercia aprovechando las leyes de la dinámica celeste, ya que al no existir atmósfera no hay rozamiento, y por lo tanto no se ven frenadas. Esto tiene la ventaja de no requerir un consumo continuo de combustible, ya que éste tan sólo se utiliza para realizar correcciones de trayectoria, pero tiene el inconveniente de que no se puede acelerar tal como nosotros hacemos con nuestros coches. Asimismo los recorridos son mucho más largos que el camino “directo” entre la Tierra y el planeta de destino, dado que la sonda lo que hace en realidad es describir una larga órbita tangente con las de los dos astros.

En realidad sí existe una manera “gratuita” de acelerar -o frenar- las sondas sin necesidad de recurrir a las siempre escasas reservas de combustible: consiste en aprovechar la atracción gravitatoria de los planetas intermedios, pudiendo ser también utilizada para realizar un cambio de trayectoria. Estas complejas carambolas cósmicas, que ya se aplicaron con las sondas Voyager, han sido ampliamente utilizadas en las misiones más recientes, lo cual ha permitido enviar sondas a órbitas muy complejas al precio, normalmente, de una mayor duración del viaje, puesto que aquí los rodeos pueden llegar a ser desmesurados. Véase, por ejemplo, el caso de la sonda Messenger: lanzada en agosto de 2004, necesitó realizar un sobrevuelo de la Tierra, dos de Venus y tres de Mercurio antes de entrar en órbita alrededor de este último planeta en marzo de 2011. En total seis años y medio de vuelo, cuando su predecesora Mariner 10, lanzada en 1973 hacia el mismo destino, necesitó tan sólo cuatro meses de vuelo directo -dentro de lo que cabe- aunque, eso sí, sin inserción orbital.

A estas alturas quizá se estén preguntando si existen posibles alternativas al método, digamos convencional, de traslación de nuestros vehículos espaciales. Pues sí, que yo sepa existen al menos dos: los motores iónicos y las velas solares. Pero aunque ya se han ensayado, y funcionan, resultan ser todavía más lentos, eso sin contar con que los motores iónicos también dependen de sus reservas de combustible -un gas ionizado-, mientras las velas solares, pese a contar con el impulso continuo del viento solar, proporcionan aceleraciones muy bajas y tan sólo en una dirección, hacia fuera del Sistema Solar. En conclusión pueden ser útiles en determinados casos y sobre todo si no se tiene prisa, pero en modo alguno resultan ser una panacea.

Se mire como se mire, en lo que respecta a las misiones tripuladas no estamos mucho mejor que en la época del Apolo, ya que todos los avances tecnológicos de estas últimas décadas no han logrado vencer el importante escollo de la duración de los viajes interplanetarios. Como mucho podríamos llegar sin problemas a la Luna y, mucho más dificultosamente, a Marte, pero de ahí no podríamos pasar salvo que quisiéramos darnos un paseo por alguno de los asteroides que rondan por las cercanías de nuestro planeta, aunque la verdad es que en esos pedruscos poco es lo que habría que ver.

Para que el hombre explorara de verdad el Sistema Solar, posando sus pies hasta en los astros más alejados del mismo, sería necesaria una revolución tecnológica similar a la que media entre las canoas de los indígenas amazónicos y los portaaviones nucleares. Y no exagero. Y si bien es cierto que los autores de ciencia ficción resolvieron hace ya tiempo el problema a base de ingeniosas soluciones tales como la socorrida antigravedad, lo cierto es que en el mundo real, por desgracia, no sólo estamos muy lejos de ello, sino que además tampoco se vislumbran posibles avances en un futuro cercano. Mientras esto no ocurra, tendremos que recurrir a las sondas automáticas y armarnos de paciencia... o soñar.


Publicado el 3-9-2012