El color de las bombillas led
Bombilla led compatible con los
casquillos tradicionales. Fotografía tomada de la
Wikipedia
Con anterioridad a la aparición de la iluminación led, es decir, cuando las bombillas eran las tradicionales de incandescencia, era fácil calcular la intensidad luminosa que se necesitaba en un lugar determinado refiriéndonos a la potencia en watios. En realidad la intensidad luminosa tiene su propia unidad, la candela, existiendo otras como el lumen que mide el flujo luminoso o el lux como medida de la iluminancia; pero no se asusten, porque fuera de los ámbitos científicos no se utiliza ninguna de ellas.
En realidad los watios son la unidad de medida de la potencia, una magnitud física aplicable a cualquier sistema y no exclusiva de la electricidad ni de la luz; pero resulta cómoda de manejar y por lo tanto se convirtió en la unidad práctica de medida. Su aplicación a las bombillas incandescentes viene determinada por la ley de Ohm, que relaciona de una manera sencilla la diferencia de potencial, es decir, el voltaje del circuito eléctrico, que en España es de 220 voltios, con la resistencia eléctrica del circuito y la intensidad de corriente que circula por él.
¿Y qué tiene que ver esto con la luz de una bombilla?, se preguntarán ustedes. Cuando aplicamos una corriente eléctrica a un filamento metálico, éste se calienta debido a la resistencia emitiendo radiación electromagnética, tanto infrarroja, es decir calor, como luminosa. Éste es el fundamento de una bombilla incandescente, que básicamente cuenta con un filamento por el que se hace pasar la electricidad. El filamento está dentro de una bombilla de cristal en el que se ha hecho el vacío, porque en el aire se quemaría. Asimismo el metal con el que está hecho no es el habitual cobre de las conducciones eléctricas sino wolframio, debido a que este metal es el que tiene el punto de fusión más elevado de todos, ya que cuando se funde una bombilla se debe a que el filamento, debilitado por el uso, acaba fundiéndose parcialmente y rompiéndose.
Con el tiempo se inventaron sistemas alternativos como los tubos fluorescentes, reconvertidos tiempo después en las bombillas de bajo consumo -en realidad consumían bastante, aunque menos que las bombillas- y otros tipos como las halógenas, las de mercurio o las de sodio, antes de llegar la revolución de las lámparas led.
Pero con diferencia las bombillas más usadas, al menos a nivel doméstico, fueron hasta hace poco las incandescentes o de filamento de wolframio. Eran prácticas y baratas, pero tenían un importante problema: no sólo emitían luz, de un tono similar al de la luz solar a diferencia de los tubos fluorescentes, sino también calor, como se podía comprobar tocando una que hubiera estado encendida durante algún tiempo. Mucho calor, que en la práctica se traducía en un consumo de electricidad sin aprovechamiento práctico.
Tras un innecesario paso intermedio por las bombillas de bajo consumo, en realidad tubos fluorescentes adaptados a la forma de las bombillas, una tecnología tampoco muy recomendable por el efecto contaminante de sus componentes, se pasó por fin a las basadas en la tecnología led, un acrónimo del término inglés light-emitting diode, diodo emisor de luz en español. No resulta necesario explicar aquí el fundamento físico de estos diodos, bastando con decir que, a diferencia de las bombillas incandescentes e incluso de las fluorescentes, emiten luz pero prácticamente nada de calor.
Este fenómeno, denominado electroluminiscencia, se descubrió hace más de cien años, en 1907, pero sus primeras aplicaciones tuvieron lugar a mediados del siglo XX y su desarrollo comercial tuvo que esperar a las últimas décadas de este siglo, todavía en usos muy concretos como los relojes digitales o la informática. Habría que esperar hasta ya entrado el siglo XXI para que empezara a ser utilizado para el alumbrado, pero la versatilidad conseguida por el desarrollo tecnológico y sus evidentes ventajas respecto a las bombillas tradicionales -su fabricación fue prohibida hace algunos años en la Unión Europea- hicieron que estas bombillas se fueran implantando poco a poco en nuestros hogares y en el alumbrado público.
Para que nos hagamos una idea, una bombilla led proporciona una potencia luminosa similar a la de una bombilla incandescente con tan sólo aproximadamente la octava parte de consumo, lo que supone un ahorro de alrededor del 87% de electricidad. Lo cual, a los precios que está ésta, no resulta desdeñable. Cierto es que las bombillas no son las que más energía consumen en una vivienda; el frigorífico, la lavadora o la calefacción eléctrica gastan mucho más, pero en cualquier caso la ventaja es evidente.
Y no es la única. Al no calentarse estas bombillas duran mucho más que las incandescentes, y además la carcasa exterior puede ser fabricada en plástico en lugar de cristal. Así pues, queda claro que merece la pena sustituir las bombillas antiguas, o bien reemplazarlas cuando se fundan, por éstas.
Existe, no obstante, un posible inconveniente a la hora de comprarlas, y es que el criterio antiguo de ir a la tienda y pedir una bombilla de 40, 60 o 100 watios ya no sirve. Y como el factor de proporcionalidad por el que hay que dividir es de aproximadamente 8, tampoco es tan inmediato calcularlo mentalmente como si hubiera sido, pongo por caso, de 10.
En un principio los fabricantes solían indicar en la caja tanto la potencia real de la bombilla como su equivalente con las antiguas, pero últimamente he apreciado que han dejado de ponerlo, por lo que tendremos que hacer el cálculo nosotros mismos o bien preguntar al dependiente. No obstante no es difícil aplicar la regla, y ciñéndonos a las potencias antiguas más usuales la equivalencia viene a ser la siguiente, advirtiendo que ésta no es exacta y que los rangos nuevos no se corresponden siempre con los antiguos:
40 watios de una bombilla incandescente = 6 watios led.
60 watios de una bombilla incandescente = 7 watios led.
100 watios de una bombilla incandescente = 10 watios led.
Así, la correspondencia con los 100 watios antiguos sería de 12 watios led (12 × 8 = 96), pero hace poco intenté comprar una de esta potencia y me encontré con que sólo había de 10 watios (aproximadamente 80) y de 15 watios (120), por lo que tuve que elegir entre una de las dos.
En cualquier caso, todo será cuestión de acostumbrarse. Sin embargo, al comprar las primeras bombillas led me encontré con otro problema. Al principio sólo las había de un tipo y emitían una luz blanca parecida a la de los tubos fluorescentes, eficaz pero poco acogedora. Los fabricantes se debieron de dar cuenta de ello, por lo que pronto surgieron, además de las anteriores, las de luz cálida de un tono amarillento parecido al de las bombillas incandescentes, así como uno o varios dos tipos intermedios. Es conveniente advertir que los términos de luz blanca o luz cálida son nombres comerciales, y como veremos más adelante lo que nos dice la física es diferente.
Esta escala de tonalidades -también hay bombillas led de colores como las de los adornos de navidad, pero se trata de un tema distinto- no tiene nada que ver con la potencia; dentro de cada tipo de luz podremos elegir la potencia que deseemos, y viceversa: una bombilla de luz cálida y otra de luz fría pueden tener la misma. Las diferencias de color se deben a razones tecnológicas que no son necesarias para nuestro propósito, por lo que no es necesario considerarlas. Y por supuesto, elegir entre uno u otro tipo dependerá de los gustos personales y del lugar que iluminen.
Aunque los fabricantes suelen indicar el tono de luz emitido por la bombilla, por lo que no hay posibilidad de equivocarse, incluyen también un dato que a más de uno le resultará misterioso: un número de cuatro cifras que representa miles junto con una letra K mayúscula, relacionando cada tipo de bombilla con un valor determinado:
3.000 K para la luz blanca cálida (amarilla).
4.200 K para la luz blanca natural (blanco amarillenta).
6.500 K para la luz diurna (blanco azulada).
Estos datos están tomados de la bombilla que compré hace unos días, pero al ser denominaciones comerciales pueden variar de un fabricante a otro tanto los valores numéricos como el tipo de luz, e incluso el número de categorías que aquí son sólo tres pero los hay más amplios. Buscando por internet encontré esta otra de cuatro:
Luz cálida 2.200 - 2.700 K.
Blanco cálido 3.000 - 3.500 K.
Blanco neutro 4.000 - 4.500 K.
Blanco frío 5.000 - 6.500 K.
E incluso una de seis tonalidades:
Blanco cálido: 3.000 K.
Natural: 3.400 K.
Blanco: 3.500 K.
Blanco frío: 4.100 K.
Blanco frío especial: 4.200 K.
Luz del día: 6.500 K.
Pero no es necesario complicar tanto las cosas. Tampoco los nombres suelen, así en otras páginas hablan de blanco frío, blanco neutro, blanco cálido... en realidad el color blanco, como es sabido, no existe al ser una mezcla de los otros, y lo que percibimos como blanco puede tener, según el caso, un predominio de los tonos azulados y violetas o bien de los amarillos y rojos. En cualquier caso, las discrepancias son irrelevantes. Centrémonos es esos números y en la K que los acompaña. Y, como las etiquetas no suelen explicar en qué consisten, lo voy a hacer yo.
Se trata de temperaturas medidas en grados Kelvin (de ahí la letra K), que es la escala que usa en las disciplinas científicas salvo, faltaría más, en el ámbito anglosajón, siempre empeñado en llevar la contraria. La diferencia entre los grados Kelvin y los familiares centígrados radica en que el cero de la escala, en lugar de ser el punto de congelación del agua, corresponde al cero absoluto, que como su nombre indica es la temperatura más baja posible en el universo, por lo que constituye una referencia absoluta -valga la redundancia- en lugar de una relativa como es el de la escala centígrada, que tiene fijado el cero en el punto de congelación del agua como podría haber sido en cualquier otra referencia. Dicho con otras palabras, puede haber temperaturas bajo cero, o negativas, en la escala centígrada, pero no en la Kelvin.
La conversión de una escala a otra es muy sencilla, puesto que excepto en esta salvedad en todo lo demás son idénticas. El cero absoluto, o cero Kelvin, equivale a 273,16 grados centígrados bajo cero, por lo que para pasar de centígrados a Kelvin basta con sumar 273 -redondeando los decimales- y para hacerlo de Kelvin a centígrados habrá que restar esta misma cantidad. Por lo tanto, si tomamos como ejemplo la primera tabla, tendremos los siguientes resultados:
3.000 K para la luz blanca cálida = 2.727 grados centígrados.
4.200 K para la luz blanca natural = 3.927 grados centígrados.
6.500 K para la luz diurna = 6.227 grados centígrados.
Que evidentemente, son muchos grados. De hecho el wolframio, que como ya he comentado, tiene el punto de fusión más alto de todos los metales, funde a 3.422 grados centígrados, y tan sólo es superado por el carbono que lo hace a los 3.527 grados centígrados; el hierro funde a 1.538, el cobre a 1.085 y el vidrio, dependiendo de su composición, a alrededor de los 1.000 grados el normal y hasta los 1.400-1.500 los especiales, mientras la temperatura de la lava emitida por una erupción volcánica oscila entre los 850 y los 1.200 grados centígrados.
¿Pero no había dicho que las lámparas led, a diferencia de las bombillas incandescentes, no se calentaban? No se asusten, esto es cierto y lo pueden comprobar tocando con un dedo una bombilla led encendida; no se quemarán y, como mucho, notarán un ligero calor.
Entonces, ¿a qué viene todo este galimatías de miles de grados? Porque si la bombilla se pusiera efectivamente a esas temperaturas no es ya que se fundiera, es que se volatilizaría y, con un poco de mala suerte, tendrían que llamar a los bomberos.
La explicación consiste en que no se trata de temperaturas reales, sino de una escala comparativa que establece una relación entre color y temperatura referida a lo que los físicos denominan la radiación del cuerpo negro, la cual establece que a cada temperatura le corresponde un color determinado y viceversa, por lo que conociendo uno de ellos se puede calcular el otro. Es preciso advertir que el término color no se refiere tan sólo a los colores de la luz visible, sino a todo el rango del espectro electromagnético que abarca las ondas de radio, las microondas, el infrarrojo, el visible, el ultravioleta, los rayos X y los rayos gamma, por lo que es más exacto hablar de longitudes de onda o frecuencias de radiación antes que de colores; pero para nuestro caso particular podremos seguir utilizando este término puesto que estamos hablando sólo de luz visible.
Desde un punto de vista teórico cuando a un cuerpo se le calienta, es decir, se le suministra energía, éste podrá emitir radiación desde la menos energética -las ondas de radio- hasta la más energética -los rayos gamma-, recorriendo todo el espectro en el sentido que acabo de indicar. Pero esto no ocurre así con las sustancias reales, ya que el cuerpo negro es un artificio físico inexistente que, no obstante, resulta útil para realizar cálculos tales como la temperatura superficial de una estrella.
En la práctica los elementos químicos y sus compuestos no absorben o emiten radiación de forma uniforme, sino que cada cual lo hace en función de su propia estructura atómica creando un espectro tan característico como una huella digital. Esto permitió el desarrollo de una rama científica a caballo entre la química y la física, la espectroscopía, mediante la cual se puede conocer la composición interna de cuerpos tan lejanos como las estrellas sin más condición que éstos emitan algún tipo de radiación que pueda ser detectada y medida.
Pero evidentemente la luz -o mejor dicho la radiación de cualquier tipo- de una estrella se genera de una forma muy distinta a la luminiscencia de las lámparas led, por lo cual utilizar esta escala para definir el color de nuestra bombilla es equivalente a cuando vamos a una tienda de pinturas y nos enseñan un muestrario de colores para que elijamos el que más nos guste; se trata de una simple referencia sin relación real con la temperatura de la bombilla, que como ya he explicado no difiere apenas de la temperatura ambiente.
Se da además la circunstancia de que la identificación, digamos coloquial, de los colores con una calidez o frialdad no sólo no tiene ninguna base científica, sino además resulta opuesta a ella. Este criterio, que tiene su origen en la pintura y las bellas artes, asigna de forma subjetiva la condición de calidez a los tonos amarillos y rojos y la de frialdad a los blancos y azules, simplemente porque a nuestra percepción le parece así; justo lo contrario de lo que ocurre en realidad, dado que el rojo es el color menos energético y el azul el que más dentro del espectro visible, mientras la radiación ultravioleta lo es más que el azul y la infrarroja menos que la roja.
Así pues, en la práctica nos encontramos con el entrecruzamiento de dos escalas antagónicas: la errónea -desde un punto de vista físico- de los colores cálidos y fríos, y la verdadera que asigna la temperatura por comparación con la escala de colores que emite un hipotético cuerpo negro cuando es calentado. Puede parecer complicado o lioso, pero en la práctica tampoco es necesario romperse la cabeza con estos galimatías bastando con tener un criterio claro.
Estas disparidades son relativamente frecuentes y por lo general, salvo dentro del ámbito científico, se suele imponer el criterio tradicional, aunque sea erróneo, al preciso. El vidrio no es un cristal, el electrón circula por los cables de cobre en sentido contrario al descrito en los circuitos, el Sol no gira en torno a la Tierra y el peso y la masa son dos magnitudes distintas; pero nadie se rasga las vestiduras por ello e incluso los propios científicos utilizan estas convenciones fuera de su ámbito profesional.
Por esta razón, en la práctica podremos elegir cualquiera de los dos criterios para elegir el tipo de bombilla que mejor nos venga, el llamémosle pictórico o el de los grados Kelvin; para ello no será necesario saber termodinámica ni física, bastará con no liarse.
Publicado el 4-1-2023