El aceite de colza no es tóxico





Garrafas de aceite de colza potencialmente tóxico recogidas en 1981. Fotografía tomada de efeagro.com


Si ustedes son ya de cierta edad o han mostrado interés por la historia reciente de España, recordarán sin duda la intoxicación provocada en mayo de 1981 por unas partidas de aceite de colza adulterado que fue vendido fraudulentamente como aceite de oliva, con el trágico balance de más de 20.000 afectados y cerca de 400 fallecimientos, así como la muerte prematura de casi 4.000 enfermos. Convertida en una enfermedad crónica al día de hoy, casi cuarenta y dos años después, muchos de quienes se intoxicaron continúan padeciendo graves secuelas.

Tras varias atribuciones iniciales de la enfermedad a plaguicidas, a una neumonía atípica e incluso a teorías tan peregrinas como culpar del contagio a los pájaros, a los tomates e incluso a una intervención secreta norteamericana en la base de Torrejón -fue en esta localidad donde se detectaron los primeros casos-, finalmente se descubrió una relación inequívoca entre los focos de la enfermedad y el consumo de falso aceite de oliva, en realidad de colza adulterado.

Una vez determinado el origen de la enfermedad, que fue bautizada como síndrome tóxico, el gobierno procedió a la inmovilización e incautación inmediata de todas las partidas de aceite venenoso o sospechoso de serlo, lo que provocó el descenso y posteriormente la desaparición de nuevos casos, prueba evidente pero no única de la relación de causa y efecto entre ambos. Asimismo se prohibió la importación de aceite de colza, aunque la mala fama adquirida por éste a raíz de la crisis hundió cualquier posible intento de venderlo en nuestro país y aún hoy son muchos los que lo siguen considerando tóxico.

Sin embargo, y en contra de lo que se pudiera pensar, el aceite de colza no es perjudicial en absoluto, ya que su toxicidad fue provocada por unas manipulaciones fraudulentas. Éste se obtiene de la planta homónima, emparentada con verduras tan comunes como la col, el repollo o la coliflor, y es ampliamente utilizado como ingrediente culinario en varios países centroeuropeos ajenos a la cultura mediterránea del aceite de oliva. Aunque no alcanza la calidad nutritiva del de oliva, su consumo tampoco está en entredicho tal como ocurre con otros presuntamente poco sanos tales como el de palma o el de coco. Vamos, que no es en absoluto de mala calidad, pudiéndosele comparar con los de girasol o soja.

Entonces, se preguntarán ustedes, si el aceite de colza no fue el culpable de la enfermedad, ¿a qué se debió ésta? Para entenderlo, será necesario recurrir a una explicación tanto histórica como química.

Aunque actualmente existe libertad de comercio entre los países de la Unión Europea, en 1981 no ocurría así en el caso de España, que todavía no formaba parte de la entonces llamada Comunidad Económica Europea a la que se incorporaría en 1986 junto con Portugal. Por esta razón existían barreras aduaneras entre nuestro país y el resto de Europa, lo que propiciaba la imposición de restricciones a la importación de determinados bienes como manera de proteger la producción nacional de los mismos.

En general esto se realizaba mediante la imposición de aranceles que los encarecían, haciéndolos menos competitivos que los españoles. En algunos casos concretos estos últimos estaban muy protegidos por considerarlos de interés especial, y uno de ellos era el aceite de oliva. Desconozco si estaba prohibida su importación de de otros países productores como Portugal, Italia o Grecia, pero siendo España el mayor exportador a nivel mundial, tampoco tenía mucho sentido.

En nuestro país no sólo se consume aceite de oliva, sino también otros como el de girasol o el de soja, más baratos y por lo tanto con un nicho de mercado propio. El que entonces ni se producía ni se consumía era el de colza, cuya importación para el consumo humano no estaba permitida por razones exclusivamente económicas.

Lo que sí estaba autorizado era su importación para usos industriales, y para evitar que se desviara fraudulentamente al mercado alimentario, se obligaba a desnaturalizarlo. Esta práctica consiste en añadir a un producto apto para el consumo humano una sustancia que lo impida al conferirle un sabor, un olor o un color -o bien varios de ellos- tan desagradables que disuadan de ingerirlo. La motivación no suele ser sanitaria sino de índole económica o fiscal, y por supuesto no contempla que el aditivo añadido sea tóxico para evitar posibles accidentes involuntarios.

Un ejemplo clásico de la desnaturalización es el del alcohol etílico usado como desinfectante que todos tenemos en nuestro botiquín. Aunque el precio de coste del alcohol puro es pequeño, las bebidas alcohólicas suelen tener unos impuestos especiales muy elevados por motivos fiscales, ya que suponen una importante fuente de ingresos para Hacienda con independencia de su presunto efecto disuasor frente a una posible reducción del alcoholismo. Pero ésta es otra historia.

Así pues, para evitar que el alcohol vendido como desinfectante o para usos industriales, barato al no estar gravado con estos impuestos especiales, acabe convertido en bebidas alcohólicas, se le añade una sustancia inocua pero con mal sabor; en el caso concreto del que tengo en casa, se trata de cloruro de benzalconio al 0,064 %, tóxico en altas concentraciones pero no en ésta. Obviamente, la sustancia añadida no ha de poder ser eliminada con facilidad por cualquier tramposo con conocimientos suficientes de química.

Con el aceite de colza sucedió algo similar siendo el aditivo utilizado un derivado de la anilina, un compuesto ampliamente usado en la industria química para la síntesis de numerosas sustancias como pigmentos, herbicidas, barnices o explosivos, aunque la misión que aquí tenía era impedir que el aceite desnaturalizado pudiera ser vendido como comestible. Tal como ocurre en el caso del alcohol la anilina es tóxica, pero cabe suponer -desconozco el dato concreto- que en la proporción añadida, un dos por ciento, sería suficiente para disuadir pero no para envenenar ni mucho menos para matar.

Sin embargo, siempre existen desaprensivos capaces de burlar no sólo las leyes, sino también la ciencia. Alguien dentro de la industria del aceite descubrió la manera de revertir el proceso, refinando el aceite de colza desnaturalizado para eliminar la anilina que lo inutilizaba para sus pretensiones fraudulentas. Y por si fuera poco, tuvieron la desfachatez de venderlo como aceite de oliva bajo el señuelo de un precio inferior -aunque creo recordar que no era tanto- al del legítimo.

Aunque en aquella época el mercado del aceite de oliva estaba relativamente controlado y regulado desde el punto de vista económico, no ocurría lo mismo desde el sanitario. Y aunque hubo denuncias en la prensa advirtiendo que no salían las cuentas y se estaba vendiendo mucho más aceite de oliva que el que se producía, por lo que el fraude era evidente, por las razones que fueran las autoridades de la época no tomaron cartas en el asunto.

Yo recuerdo haber visto vender en mercadillos -Alcalá de Henares, mi ciudad natal, fue una de las poblaciones más afectadas- garrafas de aceite sin etiqueta y, todavía peor, cómo éstas eran arrancadas por los vendedores cuando sí la llevaban, y recuerdo también que cada vez que alguna de nuestras vecinas guisaban con ese aceite el pestazo que salía de sus casas era tal que resultaba evidente que ese aceite o no era de oliva, o era de pésima calidad. Por fortuna -yo entonces era muy joven y vivía con mis padres- en mi casa nunca se compró pese a que eran unos tiempos económicamente difíciles.

Pero ocurrió lo que tenía que ocurrir. Durante algún tiempo el proceso químico de refinado, o de renaturalización como se prefiera, aparentemente funcionó de modo que todo quedaba en una estafa de magnitud, eso sí, considerable, máxime cuando el falso aceite de oliva era adquirido en su mayor parte por los estratos económicos más humildes de la población en un intento de ahorrar algo de dinero en unos años en los que la inflación estaba desbocada. Y dentro de lo malo, fue una suerte que al menos en un principio todo quedara así y que muchos de sus compradores, entre ellos mis vecinas, no se vieran afectados por la enfermedad.

No obstante, el negocio era demasiado goloso como para que otros industriales sin escrúpulos no terminaran entrando en él. Fue entonces cuando en algunas de estas empresas, por las razones que fueran ya que esto no se llegó a conocer, el refinado fue defectuoso, de modo que no sólo no eliminaron la anilina, sino que provocaron una reacción química que convirtió al aceite en tóxico, con las consecuencias conocidas.

Las investigaciones realizadas una vez descubierto el agente causal del síndrome tóxico dieron resultados concluyentes, ya que la incidencia de la enfermedad se correspondía estrechamente con las zonas en las que se había vendido el aceite de las partidas tóxicas... y por fortuna fueron éstas las únicas que la provocaron, ya que de haber enfermado todos quienes habían consumido aceite renaturalizado las cifras de víctimas habrían sido muy superiores.

La investigación policial permitió desentrañar la trama urdida por todas las empresas implicadas en la manipulación del aceite de colza industrial y su posterior venta como aceite de oliva, así como aquéllas causantes de las partidas venenosas. También se determinó que había sido una reacción química en la que estuvo involucrada la anilina la que provocó la toxicidad del aceite, aunque los ensayos clínicos realizados in vivo con ratones no pudieron reproducir el proceso de la enfermedad y obviamente éstos no se aplicaron a humanos, clavo ardiendo al que se agarraron los defensores de los acusados pese a la palpable evidencia de que había sido el aceite tóxico salido de sus instalaciones, con independencia de que se desconocieran en detalle los mecanismos concretos del proceso, los causantes de la enfermedad.

Tras un largo y discutido proceso judicial se zanjó todo con unas indemnizaciones a los damnificados que éstos consideraron insuficientes y que, por supuesto, no evitaron ni las muertes ni las graves secuelas que padecieron, y con unas sentencias cuestionadas tanto por su falta de dureza como por no recaer en la totalidad de los inculpados por la tragedia, la mayoría de los cuales salieron bien parados, sin contar con la acusación de negligencia a los responsables políticos de la época. Y, lo peor de todo, es que al día de hoy siguen quedando flecos sin resolver junto con la certeza, cuatro décadas después, de que muchas de las secuelas provocadas por el envenenamiento resultaron irreversibles y en muchos casos incapacitantes, con la consiguiente tragedia humana de quienes tuvieron la desdicha de enfermar por culpa de esta manipulación criminal.

Aunque al día de hoy una catástrofe sanitaria similar es, si no imposible sí mucho más difícil, el aceite de colza sigue estando ausente de nuestros supermercados, quizás porque continúa arrastrando su mala fama, quizás porque su nicho de mercado está cubierto por otros aceites como el de oliva de baja calidad -el de orujo- o el de girasol, aunque pudiera estar camuflado bajo el ambiguo término de “aceite de semillas”, una modalidad poco frecuente en nuestro país.

No obstante insisto en que el aceite de colza ni es venenoso ni es de mala calidad, siempre y cuando se venda sin manipulaciones extrañas. Donde sí nos lo podemos encontrar es como ingrediente -y ni de lejos es de los peores en comparación con el controvertido y omnipresente aceite de palma- de diversos alimentos preparados, sobre todo si proceden de Alemania u otros países centroeuropeos donde el cultivo del olivo es nulo y el consumo de aceite de oliva marginal. Eso sí, aunque a veces aparece como tal, es frecuente que en el etiquetado en español venga camuflado como aceite de nabina o de canola, nombres con los que también se conoce a la colza. Pero no tienen por qué preocuparse; ni es tóxico ni es de mala calidad, por más que no pueda competir con nuestra joya nacional.


Publicado el 17-1-2023