La intolerancia a la lactosa
Fotografía tomada de la
Wikipedia
De un tiempo a esta parte la intolerancia a la lactosa ha venido alcanzando cada vez más relevancia, sea porque este trastorno digestivo ha aumentado su incidencia, porque ahora consumimos más leche y productos lácteos, o por la mejora de los diagnósticos médicos. Pero, ¿sabemos de qué se trata?
Antes de seguir adelante, es preciso aclarar la diferencia entre una intolerancia y una alergia. Mientras las alergias se deben a una reacción equivocada del sistema inmunitario frente a una sustancia -alérgeno- inocua para el organismo, las intolerancias están relacionadas con trastornos digestivos. Por esta razón, mientras las alergias pueden provenir por varias vías -ingestión, inhalación o cutánea-, las intolerancias siempre son digestivas y están provocadas por un alimento concreto. También la leche también puede provocar alergias, aunque no por la lactosa sino por la caseína, una proteína que tiene un peso importante de su composición.
Pasemos ahora a la lactosa, un azúcar natural presente en la leche. La totalidad de los mamíferos, desde el ratón a la ballena, nos alimentamos con la leche materna en la primera etapa de nuestra vida, por lo que la lactosa, junto con los otros componentes de la leche, es un nutriente fundamental para los recién nacidos.
Sin embargo, los mamíferos estamos programados genéticamente para que, una vez terminada la lactancia, perdamos la capacidad de digerir la leche, y en concreto la lactosa, ya que a partir de entonces lo normal -excepto en los humanos- es que desaparezca de la dieta con independencia de su régimen alimenticio.
La excepción de nuestra especie deriva de una mutación genética datada hace unos 7.500 años, la cual nos permitió mantener la capacidad de digerir la lactosa durante toda la vida. Esta mutación tuvo lugar durante el período neolítico, hace relativamente poco en la escala de la evolución humana, y afectó únicamente a la población que habitaba entonces en Europa, que por simplicidad podemos asimilar a la raza blanca.
No ocurrió así en el resto de los continentes. En promedio, aunque los datos varían según las fuentes, se estima que alrededor de un 75% de la población mundial presenta intolerancia a la lactosa con unas variaciones muy elevadas entre unas poblaciones y otras: el 50-75% de los hispanoamericanos y el 90-95% de los africanos de raza negra y gran parte de la población asiática, principalmente los orientales.
La excepción somos los europeos de raza blanca así como nuestros descendientes de otros continentes, donde la intolerancia a la lactosa es mucho menos frecuente aunque también con notables diferencias: mientras en los países del norte de Europa sólo está presente en el 5% de la población, en la zona mediterránea puede ascender hasta el 10-15%. Por supuesto no todas las intolerancias se presentan con igual intensidad, por lo que en la práctica cada persona podrá verse afectada en mayor o menor grado.
Aunque ya he comentado que la intolerancia a la lactosa radica en la incapacidad de nuestro organismo para digerirla, conviene profundizar algo más explicando los mecanismos bioquímicos implicados. Y para ello, es necesario empezar con una pequeña clase de química que nos permita conocer algunos datos básicos sobre los azúcares y la lactosa.
Los azúcares -en plural, puesto que hay muchos- forman parte de los hidratos de carbono, también denominados glúcidos, uno de los tres pilares básicos de la nutrición junto con las grasas, o lípidos, y las proteínas. Aunque están relacionados con ellos tanto desde el punto de vista químico como el biológico, los azúcares se diferencian de otros hidratos de carbono como el almidón o el glucógeno en la mayor sencillez de sus moléculas y, a efectos prácticos, en el sabor dulce que los caracteriza ausente en estos otros.
Pero no se asusten, no voy a entrar en más detalles de los imprescindibles. Los azúcares más sencillos, denominados monosacáridos por los químicos, cuentan con unas moléculas de entre tres y siete átomos de carbono junto con otros tantos de oxígeno y alrededor del doble de hidrógeno, aunque los más importantes son los de cinco y seis carbonos. De estos últimos los más comunes son la fructosa, la glucosa y la galactosa, siendo la glucosa el combustible del cuerpo.
Un segundo grupo lo constituyen los azúcares compuestos, entre los cuales se encuentran los disacáridos. Como indica el prefijo di-, los disacáridos están formados por dos moléculas enlazadas de monosacáridos. Éstas tienen forma de anillo, por lo que la estructura de un disacárido podría compararse a dos eslabones encadenados.
Estructura molecular de la
lactosa, con los anillos enlazados de glucosa y galactosa.
Los átomos
de carbono están representados en negro, los de oxígeno en
rojo
y los de hidrógeno en gris. El enlace que rompe la lactasa es
el correspondiente
al oxígeno central que hace de puente entre los
dos anillos.
Gráfico tomado de la
Wikipedia
Aunque son muchos los disacáridos naturales, los más comunes son la sacarosa, la lactosa y la maltosa. La sacarosa, o azúcar común, está formada por la unión de una molécula de glucosa con otra de fructosa, mientras la lactosa se compone de glucosa y galactosa y la maltosa de dos glucosas.
Hasta aquí la química. Veamos ahora qué pasa cuando comemos cualquiera de estos azúcares. En general, la digestión puede considerarse como un conjunto de reacciones químicas mediante las cuales los nutrientes complejos que ingerimos con los alimentos son descompuestos en moléculas sencillas que son absorbidas en el intestino y utilizadas en diversos procesos metabólicos. Cada una de estas reacciones está regulada -catalizada es el término químico- por una enzima, que son unos compuestos, generalmente proteínas, cuya misión es la de controlar este proceso evitando que se produzcan reacciones indeseadas. Las enzimas son específicas, lo que quiere decir que cada proceso tiene su propia enzima de modo que sólo esta enzima es capaz de permitir que se lleve a cabo. En consecuencia, si por alguna causa falta la enzima éste no podrá llevarse a cabo.
En el caso concreto de los disacáridos, el primer proceso digestivo al que se ven sometidos es la ruptura del enlace que mantiene unidas las dos moléculas de monosacáridos, regulado por la correspondiente enzima. La que convierte a la sacarosa en glucosa y fructosa se llama sacarasa; la de la lactosa, lactasa; y la de la maltosa, maltasa. Como puede apreciarse, quienes las bautizaron no mostraron demasiada imaginación.
Como seguramente ya habrán sospechado, la causa de la intolerancia a la lactosa, es decir la incapacidad para digerirla, está provocada por la insuficiencia o la carencia de lactasa, que normalmente es segregada por nuestro aparato digestivo. Por lo tanto, en estos casos la lactosa no se convierte en glucosa y galactosa, o lo hace sólo de manera parcial.
Si ocurriera igual que con otras substancias no digeribles tales como la celulosa -conocida como fibra alimentaria-, que tal como entran salen, no habría mayor problema e incluso esto podría tener efectos beneficiosos al facilitar los movimientos del intestino. Pero con la lactosa indigerida no sucede esto, ya que las bacterias intestinales la utilizan como alimento... suyo, no nuestro. Las consecuencias suelen ser trastornos intestinales de distintos tipo, desde náuseas, flatulencias y estreñimiento a diarreas y dolores intestinales. Dado que la intolerancia a la lactosa no siempre es total estos trastornos pueden no ser graves, pero sí molestos y desagradables sobre todo si se repiten cada vez que bebemos leche o tomamos productos lácteos.
La manera más inmediata de evitarlos es, obviamente, suprimiendo la leche y sus derivados de la dieta, lo cual no siempre es sencillo dando que entran como ingredientes en muchas recetas y alimentos, al tiempo que la lactosa es utilizada amplia y quizás abusivamente como aditivo alimentario e incluso como excipiente en muchos medicamentos. Aparte, claro está, de que si te gustan -a mí en concreto mucho- es una faena no poder disfrutar de ellos.
Por lo tanto, surgieron alternativas. La primera es tomar lactasa en pastillas, lo cual según la bibliografía no está exento de efectos secundarios sobre todo si se recurre a ellas de manera sistemática.
La segunda consiste en cambiar la leche por unos sustitutos -o sucedáneos- de origen normalmente vegetal como las leches -la legislación actual prohíbe etiquetarlos como tales- de soja, avena, arroz, coco, avellanas, guisantes u otros ingredientes; así como el queso por tofu, un seudoqueso elaborado con soja. No es casualidad que estos productos sean originarios de Oriente dado que, como ya he comentado, la intolerancia a la lactosa es allí muy alta.
Y la tercera son los productos sin lactosa, incluida la propia leche, cada vez más comunes en los supermercados. En un principio yo pensé erróneamente que lo que hacían las centrales lecheras era quitar la lactosa de la leche, tal como se hace con el café descafeinado o la cerveza sin alcohol.
Pero no, el procedimiento es más sencillo: a la leche se le añade lactasa que, al igual que ocurre durante la digestión, parte las moléculas de lactosa en sus dos componentes, glucosa y galactosa, azúcares sencillos que sí pueden ser digeridos por los intolerantes a la lactosa. Esta leche sin lactosa puede ser vendida como tal o bien utilizada para elaborar derivados lácteos o como ingrediente en los alimentos en los que se utiliza. Y asunto solucionado.
Como anécdota, cabe reseñar que la leche sin lactosa resulta más dulce al paladar que la leche normal. Esto se debe a que cada azúcar tiene un poder edulcorante, es decir un grado de dulzor, diferente. Tomando como referencia el valor 100 para la sacarosa el de la lactosa es de tan sólo 16, lo que quiere decir que a igual cantidad la lactosa es unas 6 veces menos dulce que la sacarosa. Por su parte la glucosa tiene un poder edulcorante de 73 y la galactosa de 30. Puesto que las moléculas de la glucosa y de la galactosa son del mismo tamaño -se diferencian en la estructura, pero no en el número de átomos- y una molécula de lactosa produce una de glucosa y otra de galactosa, el poder edulcorante de la mezcla resultante será la media de los de ambas, 51,5, aproximadamente la mitad del de la sacarosa pero unas tres veces el de la lactosa, dado que la cantidad total de azúcares presentes en la leche no ha variado con la transformación.
Y ahora vamos con la cara B. Evidentemente resulta positivo que existan en el mercado alimentos destinados a quienes por cualquier circunstancia -enfermedad, alergia, intolerancia- no pueden tomarlos en su variante normal o, todavía peor, no pueden controlar lo que comen cuando lo hacen fuera de casa, circunstancia en la que se encuentran, entre otros, los diabéticos, los celíacos o los intolerantes a la lactosa. Hasta aquí todo perfecto, aun con el inconveniente añadido del mayor coste de estos alimentos especiales, en comparación con sus equivalentes, debido a que se trata de productos de consumo minoritario que precisan ser sometidos a unos procesos que encarecen el precio total. Pero, como cabe suponer, en estos casos no existe una opción mejor y supone una mejora en la calidad de vida de los afectados.
El problema surge cuando los avispados fabricantes, desean ampliar sus márgenes de beneficios -suelen utilizar el eufemismo de mayor valor añadido- aprovechando que los que obtienen con estos alimentos especiales suelen ser mayores que con los normales. Y dado que sus compradores potenciales son una minoría frente al conjunto de la población, llevan años intentando convencernos, a base de una publicidad sutil, de que estos productos son más sanos, más digeribles o más beneficiosos que sus equivalentes convencionales, aun cuando no padezcamos ninguno de estos trastornos.
Lo cual es rotundamente falso. La leche sin lactosa no es más digestiva que la leche normal salvo que padezcas intolerancia a la lactosa, al igual que los alimentos sin gluten no sólo no aportan beneficios extra a los no celíacos sino que además están empobrecidos al habérseles privado del gluten, que es una proteína de alto valor nutritivo. Tampoco hay necesidad alguna de comprar dulces sin azúcar si no se es diabético, por no hablar de los sucedáneos de la leche elaborados con diferentes vegetales a no ser, claro está, que te gusten más que ésta -a mí no- o que te haya dado por hacerte vegano. Pero éstos son ya otros temas.
En resumen: bienvenidos sean la leche sin lactosa y todos estos alimentos especiales si se tiene necesidad de ellos, así como también si los eliges voluntariamente conforme a tus preferencias o debido a tus convicciones; al fin y al cabo, como dice el refrán, sobre gustos no hay nada escrito. Pero conviene no dejarse confundir, ni mucho menos engañar, por quienes tan sólo buscan un mayor beneficio económico a costa tuya sin que tú saques nada a cambio. Y por desgracia, hay que andar con cien ojos para evitarlo.
Publicado el 15-1-2023