¿Por qué vemos siempre la misma cara de la Luna?





La conocida cara visible de la Luna. Fotografía tomada de la Wikipedia


No hace falta tener conocimientos de astronomía para percatarse de que la Luna siempre presenta la misma cara a la Tierra, permaneciendo oculta su otra cara. En realidad, y gracias a la libración lunar, un movimiento de cabeceo de nuestro satélite, se alcanza a ver algo más de la mitad de su superficie, concretamente el 59%, aunque no toda ella de manera simultánea.

Por esta razón, no fue sino hasta una fecha tan reciente como 1959 cuando la sonda soviética Luna 3 fotografió por vez primera la cara oculta de nuestro satélite, ampliándose posteriormente su conocimiento con las misiones Apolo y las de diversas sondas no tripuladas; pero siempre desde el espacio, ya que desde la Tierra no resulta posible.

Puesto que este fenómeno, denominado rotación capturada, rotación sincrónica o acoplamiento por efecto de marea es común a muchos de los satélites del Sistema Solar incluidos los más importantes, no puede deberse a la casualidad. Así pues, estudiemos las causas.

Tal como nos enseñaban en el colegio, o al menos así era en mis tiempos, a saber ahora con las leyes educativas actuales, fue Newton quien determinó la sencilla fórmula matemática que refleja la atracción gravitatoria entre dos cuerpos:



Donde F es la fuerza de atracción, G la constante de gravitación universal, M1 y M2 las masas de los dos cuerpos -en nuestro caso la Tierra y la Luna- y d2 el cuadrado de la distancia que los separa. Sin entrar en cálculos numéricos, lo importante para nuestro estudio es fijarnos en que la fuerza con que la Tierra atrae a la Luna es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia; es decir, cuanto más cerca esté más fuerte será la atracción al ser la distancia más corta, y viceversa, cuanto más lejos menor será la atracción.

Se dice que un cuerpo está en equilibrio gravitatorio, sea un satélite frente a un planeta o un planeta frente al Sol, cuando la atracción gravitatoria del cuerpo principal se compensa con la fuerza centrífuga producida por la velocidad del cuerpo menor, dando como resultado que este último describe una órbita en torno al primero tal como ocurre con la Luna respecto a la Tierra o con la Tierra respecto al Sol. Si la atracción gravitatoria es mayor que la fuerza centrífuga el cuerpo menor caerá sobre el mayor, y en el caso contrario éste se perderá en el espacio.

En consecuencia la Luna está en órbita desde el momento de su formación hace unos 4.000 millones de años, y todavía lo seguirá estando durante muchos millones de años más.

Vayamos ahora al tema de la rotación sincronizada. ¿Por qué razón la Luna y otros muchos astros la presentan, mientras otros poseen unos períodos de rotación de lo más diverso? Porque mientras la Tierra y Marte tienen unos días de duración muy similar -el de Marte es 36 minutos más largo-, el de Júpiter no llega a las 10 horas, el de Saturno es un poco mayor quedándose en 10 horas y 40 minutos, y los de Urano y Neptuno son también inferiores al de la Tierra quedándose en 17 horas y cuarto y 16 horas y unos minutos respectivamente. Por el contrario Venus es con diferencia el más perezoso, ya que su período de rotación es de nada menos que 243 días -terrestres, se entiende-, tardando más en dar una vuelta sobre su eje -concretamente 18 días terrestres- que en completar su recorrido alrededor del Sol.

Para entender la causa de la rotación sincronizada debemos volver a la ecuación de Newton. Como acabo de explicar, la fuerza con que la Tierra atrae a la Luna es proporcional a la distancia, pero ¿a qué distancia? Tal como está formulada la ecuación ésta corresponde a la existente entre el centro de la Tierra y el centro de la Luna, cuyo valor medio es de 384.403 kilómetros. Como la órbita lunar, al igual que cualquier otra, no es circular sino elíptica, a lo largo de una traslación completa -un “año” lunar-, que tiene una duración de 27 días, 7 horas y 43 minutos, esta distancia oscila entre un máximo de 405.500 y un mínimo de 363.300 kilómetros, aunque este dato no afecta demasiado a nuestro estudio.

Lo que sí resulta importante es tener en cuenta que la Luna tiene un tamaño considerable ya que su diámetro alcanza los 3.475 kilómetros, aproximadamente la cuarta parte del terrestre. Por lo tanto, la parte más próxima a la Tierra del hemisferio lunar visible estará 1.737,5 kilómetros más cera de nuestro planeta que el centro de la Luna, mientras la parte más alejada del hemisferio oculto se encontrará a otros tantos más lejos. Comparando ambos puntos, situados respectivamente en la mitad de sus correspondientes hemisferios, la diferencia será lógicamente el doble, es decir, los 3.475 kilómetros del diámetro de nuestro satélite.

Por lo tanto, y de acuerdo con lo que he explicado antes, la “cara” de la Luna estará sometida a una atracción gravitatoria mayor, al encontrarse más cerca, que la “espalda”.

Podrá pensarse que, comparada con la distancia a la Tierra, esta diferencia será pequeña, y en efecto lo es; el diámetro de la Luna tan sólo equivale a un 0,9% del radio orbital medio, un valor ciertamente bajo, pero suficiente para ser el “culpable” de que el período de rotación y el de traslación de la Luna estén sincronizados.

Esto se debe a que la pequeña diferencia en el tirón gravitacional existente entre los dos extremos de la Luna se traduce en un “frenado” de su rotación; mínimo, lentísimo, pero capaz de irlo haciendo más lento desde su formación hace 4.000 millones de años, cuando probablemente la rotación de la Luna era mucho más rápida, hasta que, una vez alcanzada la sincronización en un momento indeterminado del pasado, se llegó al equilibrio que ha perdurado hasta ahora y que no se alterará salvo que cambiara la distancia de la Luna a la Tierra, algo que por cierto también ocurre pero de una manera tan lenta que resulta imperceptible, salvo midiéndola en una escala geológica.

Y no tenemos por qué preocuparnos; a efectos prácticos el equilibrio actual se mantendrá hasta mucho después de que desaparezca la vida en la Tierra, salvo que un fenómeno cósmico de inusitada magnitud como por ejemplo la conversión del Sol en una gigante roja, algo que no está previsto para antes de unos 5.000 millones de años, venga a trastocarlo todo.

Este efecto de marea no se llama así por casualidad; la ecuación de Newton es simétrica, lo que quiere decir que al igual que la Tierra atrae a la Luna, la Luna atrae a la Tierra. Puesto que su masa es aproximadamente 80 veces menor que la terrestre la intensidad con que lo hace es mucho menor, lo que no impide que este efecto exista. Y si bien no es suficiente para frenar la rotación de la Tierra sincronizándola con la lunar, al menos de una manera ponderable, sí lo es para provocar un fenómeno tan tangible -de ahí su nombre- como las mareas marinas, también provocadas por el Sol pero de las que la Luna es la principal responsable.

Tal como he indicado, la rotación sincronizada es un fenómeno muy frecuente en el Sistema Solar ya que lo presentan, además de la Luna, los dos satélites de Marte, los cuatro satélites galileanos -Ío, Europa, Ganímedes y Calixto- de Júpiter, todos los satélites importantes de Saturno -Mimas, Encélado, Tetis, Dione, Rea, Titán y Japeto-, los cinco principales de Urano -Miranda, Ariel, Umbriel, Titania y Oberón-, Proteo y Tritón de Neptuno y Caronte de Plutón, junto con un buen puñado de satélites menores de los planetas gigantes que orbitan cercanos a sus respectivos astros.


Plutón (izquierda) y Caronte (derecha) fotografiados por la sonda New Horizons


Un caso extremo de rotación sincronizada es la que experimentan Plutón y Caronte, ya que sus tamaños son relativamente similares -2.370 kilómetros de diámetro Plutón y 1.208, justo la mitad, Caronte- y están separados por tan sólo 19.570 kilómetros, razón por la que los astrónomos prefieren hablar de un sistema doble antes del formado por un planeta y su satélite. En consecuencia, no es sólo Caronte el que tiene la rotación sincronizada con su período de traslación sino también Plutón, de modo que ambos astros siempre se presentan mutuamente la misma cara rotando el uno frente al otro cada 6 días, 9 horas y 18 minutos.

Otro caso particular es el de Mercurio, que carece de satélites, esta vez respecto al Sol. Aquí existe también una resonancia -nombre astronómico de la sincronización orbital- entre su período de rotación y el de traslación, aunque en este caso la relación no es 1:1 como en los casos anteriores sino 3:2, lo que quiere decir que tres de sus días de 58,7 días terrestres de duración equivalen a dos de sus años de 88 días terrestres.




Ío en una fotografía de la NASA


No acaba aquí la importancia de este fenómeno. Ío, uno de los cuatro satélites galileanos de Júpiter y de un tamaño similar al de la Luna, es el más próximo de ellos al planeta, del que le separan 421.600 kilómetros. Esta distancia no es mucho mayor que la de la Tierra a la Luna, apenas un 10% más, pero la masa de Júpiter es mucho mayor que la de la Tierra y por lo tanto su atracción gravitatoria también. En consecuencia, Ío no sólo presenta una rotación capturada como la de nuestro satélite, sino que además las fuerzas de marea que soporta son tan intensas que, al transformarse en calor, han llegado a fundir su interior convirtiéndolo en el cuerpo con mayor actividad volcánica de todo el Sistema Solar.

El segundo satélite es Europa, también de un tamaño similar. Se encuentra a una más “confortable” distancia de 670.900 kilómetros, por lo cual, aunque también tiene la rotación capturada, al menos se libra de ser una sucursal del infierno. De hecho está cubierto completamente por una capa de hielo, pero los astrónomos sospechan que, gracias al calentamiento provocado por las fuerzas de marea, probablemente pueda existir una capa de agua líquida entre la corteza exterior helada y el núcleo rocoso, algo que sería imposible de no existir esa fuente de calor.

Ganímedes y Calixto, los dos restantes, están más alejados y son de mayor tamaño, similar al de Mercurio Calixto y mayor que éste Ganímedes. Aunque su alejamiento de Júpiter no les libra de tener rotación capturada, es decir, de presentar siempre la misma cara al planeta, las fuerzas de marea que experimentan son todavía menores pero capaces de permitir la existencia de agua líquida en su interior, aunque en cantidades menores a las de Europa.

Algo similar aunque más atenuado, dado que la masa de Saturno es menor, ocurre con sus satélites principales, empezando porque todos ellos tienen también la rotación capturada. Si bien no existe ninguno equivalente a Ío, todos ellos salvo Titán -Mimas, Encélado, Tetis, Dione, Rea y Japeto- presentan un aspecto similar al de los tres satélites helados de Júpiter, mientras Titán, el mayor de todos y sólo rebasado en tamaño por Ganímedes, constituye un caso singular y muy complejo que en principio no parece deberse a las fuerzas de marea dada su distancia a Saturno, aunque habrá que esperar a que nuevas misiones espaciales realicen un estudio más completo de este satélite para confirmarlo.


Encélado (izquierda) y Tritón (derecha) fotografiados por la NASA


Algunos de los satélites de Saturno presentan también algunas peculiaridades. Mimas, el más cercano al planeta, no es una esfera perfecta al estar deformado por las fuerzas de marea. Por su parte, en Encélado se han detectado criovolcanes, volcanes de agua y otros compuestos volátiles como amoníaco o metano que a la temperatura reinante deberían estar congelados, lo que sugiere la existencia de mares interiores con agua y estos otros compuestos, que son gaseosos en la Tierra, en estado líquido. También se han detectado criovolcanes en Tritón, el principal satélite de Neptuno de un tamaño similar al de Plutón, al que se le asemeja mucho, y en Titán, siendo probable que existan en otros de los grandes satélites helados.

Los efectos de las fuerzas de marea todavía pueden ser más drásticos. Imaginemos, por ejemplo, que la Luna comenzara a acercarse cada vez más a la Tierra. Conforme disminuyera la distancia las fuerzas de marea serían mayores, y en un principio cabría pensar que pudiera ocurrir lo mismo que en Ío, un calentamiento de su núcleo interno, aunque al ser la masa de la Tierra muy inferior a la de Júpiter el efecto sería mucho más limitado.

Pero no haría falta este calentamiento para provocar unos cambios catastróficos en nuestro satélite. Aunque la Luna es un cuerpo rocoso rígido y carece del núcleo fundido que posee la Tierra, llegaría un momento en el que la diferencia -en física se denomina gradiente- de atracción gravitatoria entre sus dos extremos sería tal que acabaría triturándola literalmente, al igual que si estiramos una goma con las dos manos terminará rompiéndose. Este fenómeno, general en todos los cuerpos celestes, se conoce en astronomía como el límite de Roche por el nombre de quien lo propuso por vez primera en 1848, el astrónomo francés Édouard Roche, y se define como la distancia mínima por debajo de la cual no es posible la existencia de un satélite en órbita alrededor de un planeta, o de un planeta en torno a una estrella, dado que éste sería desmenuzado por las fuerzas de marea.

El valor del límite de Roche depende, como cabe suponer, de la masa del astro central y de la plasticidad del satélite -no es lo mismo un cuerpo rígido que uno deformable-, y en el caso de la Tierra corresponde, según el caso, a una distancia de entre 9.500 y 18.300 kilómetros respectivamente, por lo cual podemos estar tranquilos.




Saturno y sus espectaculares anillos en una fotografía de la NASA


Ésta es la razón que explica la existencia de los anillos de Saturno y de los otros tres planetas gigantes, Júpiter, Urano y Neptuno, aunque los de estos últimos son mucho más tenues; la materia que los compone, formada por corpúsculos de pequeño tamaño entre centímetros y metros, se encuentra por debajo de los respectivos límites de Roche, no estando claro si son los restos de un antiguo satélite que se aproximó tanto al planeta que acabó pulverizado o si, por el contrario, son los restos de la materia original de la que se formaron el planeta y los satélites que, debido a las fuerzas de marea, no llegaron a condensarse en un único cuerpo.

En realidad dentro del límite de Roche de los cuatro planetas sí orbitan algunos pequeños satélites, denominados pastores puesto que al discurrir dentro de los anillos o en sus cercanías “pastorean” a los pequeños corpúsculos que los constituyen. La explicación radica en su pequeño tamaño, que no suele exceder de unas decenas de kilómetros, por lo que el gradiente gravitatorio es reducido y por lo tanto pueden conservar su integridad.


Publicado el 18-1-2023