El que más y el que menos, alguna vez ha sentido curiosidad por conocer el origen y las historia de sus apellidos, algo que saben muy bien esas empresas que por un módico precio te venden el escudo del mismo para que, tras enmarcarlo, lo coloques en el lugar de honor de tu salón; algo que, si bien puede servir para halagar tu vanidad, en la práctica tiene muy poco o ningún rigor, dado que esos escudos heráldicos tan bonitos no corresponden a apellidos concretos sino a familias, o linajes, determinados, razón por la cual no tienen por qué corresponder (y de hecho lo más normal es que no correspondan) a tu familia concreta sino a otra con la que no te une el menor parentesco pero en la cual se da la circunstancia de que comparte tu mismo apellido.

De hecho, para poder determinar de una manera rigurosa si tu familia posee, o poseyó en un pasado, un escudo heráldico es preciso realizar un minucioso estudio genealógico, algo que resulta ser bastante caro, laborioso (en ocasiones la pérdida de documentación puede convertirlo en imposible) y, la mayor parte de las veces, completamente inútil, puesto que tan sólo una minoría de la población, concretamente aquellos que pertenecían a la nobleza, disfrutaban de semejantes prebendas, mientras que el común de los mortales solemos descender de antepasados más bien tirando a modestos.

Por esta razón nunca me he preocupado lo más mínimo en poseer los presuntos escudos heráldicos de mis dos apellidos, los cuales, teniendo en cuenta que hasta donde he podido abarcar mis antepasados eran unos humildes, aunque honrados menestrales, a buen seguro que habrían resultado más falsos que un duro de chocolate. Esto no ha evitado mi interés por conocer el origen de los mismos, ya que su relativa infrecuencia, en especial la del primero, siempre ha excitado mi curiosidad. No es mucho lo que he podido averiguar, pero he aquí el resultado de mis indagaciones.