Un irrepetible viaje a El Atance





El valle de El Atance antes de ser anegado por las aguas del embalse



Triste resulta, sin duda, que alguien sea condenado a muerte, y más triste resulta aún que el reo no sea culpable de delito alguno con el que se pueda justificar tan riguroso castigo... Ni importa demasiado, tampoco, que la víctima de esta pena capital no sea persona alguna sino un indefenso pueblo, ya que todo alma sensible habrá necesariamente de apenarse de que toda una historia de siglos, profunda aunque minúscula, quedara inundada para siempre sin que reste de ella más que el recuerdo de sus antiguos moradores.

Cuántas alegrías y cuántas penas, cuántas historias de vida y cuántos avatares de muerte, atesorados pacientemente por los siglos, tuvieron que desaparecer sin dejar rastro por mor de un no siempre indiscutible progreso; cuántos afectos, cuántos recuerdos, cuántos sentimientos en suma... Porque si grave es siempre perder a aquéllos que te dieron la vida, no lo es menos, en cierto modo, verse privado de la tierra que le viera a uno nacer y, en muchas ocasiones, también crecer.

Es por ello por lo que habrá que considerar, en justicia, como huérfanos a quienes han visto desaparecer, por una u otra razón, su terruño natal, como ha ocurrido a todos aquéllos que ven cómo una tersa y limpia lámina de agua se extiende sobre el valle que antaño albergara la tierra de sus mayores, circunstancia ésta de sobra conocida en tierras del Henares; pues, aunque Pálmaces y Beleña salvaran su integridad gracias a estar recostadas a cierta altura sobre el antiguo cauce de sus respectivos ríos, la extinta villa de Alcorlo habría de pagar bien cara su ubicación en el fondo mismo del que fuera valle del río Bornova.

Pero como el hombre jamás aprende de sus errores, a Alcorlo le siguió años después El Atance, pues anunciada durante años su muerte y retrasada ésta durante algún tiempo para mayor angustia del pequeño caserío, finalmente se consumó su sentencia pese a quienes advertían de los escasos y dudosos beneficios que podría reportar el embalsamiento en sus tierras de las salobres aguas del Salado... Lo que prolongó su agonía tan sólo en unos pocos años vista, justo lo que tardó en ser construida la presa y, acto seguido, en ser anegado el valle por las aguas del humilde río.

Tenía interés el viajero en visitar este pueblo condenado antes de que le resultara imposible, mas se encontraba con un nada nimio problema: los mapas indicaban la inexistencia de carretera alguna que pudiera conducir al mismo y, lo que era peor, tampoco dibujaban ningún camino que marcara la ruta a seguir. Dicho con otras palabras, el viajero ignoraba por completo por cuál de los diferentes pueblos vecinos (Carabias, Cirueches, Santamera, Santiuste o Huérmeces) podría acercarse hasta su destino. Por fortuna para él, la suma de su intuición con la información proporcionada por un amable vecino de Cirueches le resolvió finalmente el problema... Porque, incapaz de saber por qué lugar se podría acceder con mayor comodidad al pueblo condenado, el viajero había optado, muy a su pesar, por aplazar momentáneamente su visita a la espera de poder concretar mejor la ruta a seguir.

Mientras tanto, aprovecharía para realizar una visita a uno de los principales tributarios del Salado, el río de la Hoz, colector de las magras aguas que son drenadas hasta este río desde las tierras situadas al norte de la ciudad de Sigüenza. Empezó, pues, su recorrido el viajero partiendo de la ciudad mitrada por la carretera de Atienza para, pocos kilómetros más allá, tomar la desviación que conduce a la Olmeda de Jadraque. Son ya éstos los dominios del Salado, río que delega en sus ínfimos afluentes Cubillo, Vaderas y Vadillo, tildados todos ellos de ríos en un alarde de exageración, el avenado de estas altas y peladas parameras que poco tienen ciertamente que ofrecer a aquél que busque el atractivo del paisaje; tierras ásperas y desiertas -en los dos sentidos- que recuerdan al viajero que se encuentra en el corazón de la siempre austera Castilla.

Sabía el viajero, gracias a los mapas que le auxiliaban, que estos tres pequeños cursos de agua -tan pequeños que pasan completamente desapercibidos al cruzarse con la carretera- acaban uniéndose todos ellos para formar un único colector, pomposamente denominado río -no podía ser menos- de la Hoz... Pero él, por el momento, no veía hoz alguna, sino tan sólo el llano terreno por el que discurre la carretera, un terreno casi sin accidentes orográficos en el que surgen de pronto las salinas de la Olmeda como principal y casi único ornato del monótono paisaje.




Las salinas de La Olmeda


Son las salinas, similares en todo a sus hermanas mayores de Imón, un conjunto de estanques en los que el agua artificialmente estancada rinde por evaporación el don de la sal que tan abundante resulta ser por estos parajes; un conjunto de edificios con cierta pretensión de caserío -hasta capilla tenían, a juzgar por la minúscula espadaña- completa un recinto que, hasta hace poco, estuvo en explotación.

Un pequeño curso de agua circunda las salinas por el lado de la carretera sin que al parecer sea el responsable de la alimentación de las mismas; el mapa, una vez más, aclararó al viajero que el arroyo, por nombre de la Dehesa, actúa tan sólo simbólicamente de foso protector de la vecina industria, contando incluso con los restos de un antiguo y destartalado puente al que no falta ni tan siquiera el consabido letrero de Prohibido el paso a la entrada de la propiedad... Pues es el invisible río del Cubillo, todavía no reunido con sus compañeros en el río de la Hoz, quien llegando por el otro lado se encarga de nutrir las salinas.




Antiguo puente en las salinas de La Olmeda


Poco más allá de las salinas la carretera tuerce hacia la Olmeda dejando la ruta hasta Cirueches, señalada como tal en el mapa, convertida en un simple camino cuyo estado deja ciertamente bastante que desear; pero con paciencia y, por supuesto, poca velocidad en su vehículo, el viajero consiguió llegar, tras dejar atrás una llamativa -por lo inesperada- dehesa repleta de ganado vacuno, al pequeño caserío de Cirueches.

Instalado en la ladera de una loma que desciende hasta el incipiente valle del recién formado río de la Hoz, Cirueches es uno de tantos lugares en los que el tiempo parece haberse congelado desde hace mucho, un lugar de los que hacen sentirse al viajero, si no incómodo, que para eso él también es castellano, sí extraño, procedente como es de la ciudad; extraño y desorientado, puesto que el río se encuentra relativamente lejano y, lo que es peor, separado del camino por las cercas que delimitan las fincas circundantes.

Por fortuna para él, una amable persona se ofreció para informarle; sí, podría acceder al río siguiendo por el camino que continúa más allá del pueblo, camino que por cierto no venía reflejado en su mapa, y camino que también conducía entonces, casualmente, hasta El Atance... Feliz casualidad que le permitió matar, tal como dice el refrán, dos hermosos pájaros de un tiro.

Continuó, pues, su ruta por el anónimo camino descendiendo hasta el nivel del río, aunque todavía aislado de él por las sempiternas cercas que a uno y otro lado limitan las propiedades infundiéndole una extraña sensación de claustrofobia. Poco a poco, casi imperceptiblemente, el paisaje completaría el cambio ya iniciado en Cirueches, convirtiendo el otrora llano y anodino valle en un desfiladero cada vez más angosto; nada espectacular en términos absolutos, por supuesto, pero un notable esfuerzo para tan magro riachuelo al cual, por cierto, el viajero había sido incapaz de contemplar aún.

Su impaciencia se vería saciada algo más tarde cuando, en pleno corazón del desfiladero, el camino se acercara al fin al buscado río que, en un minúsculo meandro, se mostró sin tapujos ante sus impacientes ojos: pequeño, como cabía lógicamente esperar, pero risueño y cantarín, pareció hacerle un breve guiño antes de alejarse de nuevo, no sin antes mostrarle en su otra, e inaccesible orilla, un curioso lecho arenoso, seco en esos momentos, que semejaba ser un camino hacia ninguna parte.

Continuó su camino el viajero, siempre a la escasa velocidad que le permitía el sendero, adivinando más que viendo a su compañero fluvial al tiempo que se permitía el lujo de disfrutar del agradable paisaje; ahora sabía el porqué del nombre del riachuelo, y ciertamente lo encontrabaa acertado, puesto que sin llegar a tener la grandiosidad de otros parajes cercanos, como el barranco de Santamera, sí poseía esta pequeña garganta un encanto que no podía ser en modo alguno despreciado.




El río de la Hoz en las cercanías de Cirueches


No mucho más allá el camino se cruzaba con el arroyo merced a un destartalado puente el cual, privado de uno de sus pretiles al parecer desde hacía bastante tiempo, mostraba bien a las claras el abandono irreversible de este lugar sentenciado. Aquí el viajero pudo contemplar a sus anchas, una vez más, el cauce de este breve curso de agua, descubriendo a su pesar que el mismo estaba completamente invadido de plantas acuáticas, lo que mostraba bien a las claras lo feble de su caudal. Salvado el puente el camino seguía -no tenía otro remedio- paralelo al río, pero por la margen opuesta del mismo, que era la izquierda, llegando poco más allá a un lugar en el que el estrecho barranco se abría al fin formando un mínimo valle que poco más allá confluía con otro mayor que venía del norte: el del propio Salado, que se aprestaba aquí a recoger el magro aporte de su humilde tributario.

La confluencia tenía lugar a poca distancia del camino, y ésta no se revelaba precisamente como algo espectacular: el río de la Hoz, apenas algo más que una rectilínea acequia comida por los carrizos, se dirigía rectamente en éste su tramo final hacia el curso del Salado, anunciado un poco más allá más por la vegetación acuática que por los prácticamente inexistentes árboles de ribera. No, no era precisamente digna de atención esta desembocadura, a no ser por el conocimiento que tenía el viajero de que la misma habría de quedar sumergida en el fondo del futuro embalse...

Porque incluso el propio Salado, al que por fin encontró el viajero, tampoco era especialmente llamativo: privado de la escolta de los montes que le dieran prestancia aguas arriba, en Santamera, volvía a discurrir por un breve cauce similar en todo al que exhibiera en La Riba e Imón, un curso parco en aguas y descarnado de ropaje vegetal que cantaba bien a las claras lo insalubre de sus aguas... Un Salado, en definitiva, que apenas se inmutaba al recibir la parca aportación de un afluente que, a pesar de su humildad, apenas si le cedía en importancia, tal era el magro patrimonio del río.

Intrigó al viajero pensar cómo tan escaso caudal podría ser capaz de colmatar un valle que se le antojaba inmenso para las posibilidades del riachuelo; pero doctores tiene la iglesia e ingenieros el país, por lo que supuso que, pese a todo, el Salado sería capaz de llenar su embalse... Al fin y al cabo, todo era cuestión de tiempo.

Desde allí eran dos las posibilidades que se le ofrecían: bien seguir el curso serpenteante del Salado, para lo cual debería abandonar su vehículo y hacer el camino a pie, o bien dirigirse hacia el cercano y sentenciado pueblo, el cual se avizoraba en lo alto de un otero. En aras de la efectividad optó en primer lugar por lo segundo ya que, si interesado estaba en el río, no lo estaba menos en quien habría de ser la víctima real del pantano.

Éste se alzaba, en su relativa lejanía, como el más importante hito de todo el pequeño valle, apenas un puñado de casas rematado, a modo de florón, por la recia fábrica de la iglesia que se erguía orgullosa en el punto más elevado del pueblo cual si de una clueca amorosa se tratase, semejando estar rodeada de sus pétreos polluelos... Porque la reducida extensión del caserío no impedía que sus edificios estuvieran construidos en sólida piedra, lo que añadía un punto de señorío al sentenciado lugar.

Satisfecho por una visión que no habría de tardar en desaparecer, el viajero retomó su vehículo encaminándose hacia el pueblo, al cual llegó tras rebasar una encrucijada en la que una fuente seca lloraba en silencio su vida perdida, remontando posteriormente una pequeña cuesta bordeada a un lado por las primeras casas y, al opuesto, por un talud que descendía hasta un insignificante arroyo arropado, eso sí, por una abundante población arbórea. Algo más allá alcanzó la plaza del pueblo, que es lo mismo que decir su corazón, una plaza flanqueada por uno de sus lados por la mole protectora del majestuoso templo, mientras en su centro una modesta fuente desgranaba impasible su canción secular que pronto habría de quedar rota.

Éstos habrían de ser los dos únicos elementos indultados de todo el pueblo, fuente y parroquia, habiéndose previsto que ambos fueran trasladados a nuevos emplazamientos tal como ocurriera con la iglesia románica de Alcorlo; y ciertamente el viajero encontró la decisión acertada, ya que la iglesia, al menos en su exterior, mostraba una fábrica merecedora de tal iniciativa... Merecedora y también beneficiaria, a la postre, puesto que la abundante maleza que jalonaba su entorno más inmediato, junto con la amenazadora grieta que partía en dos uno de sus muros, advertían de un abandono del que nada bueno hubiera cabido esperar de no haberse adoptado con rapidez las medidas necesarias para evitarlo.

Decían entonces los periódicos que tan sólo quedaba un único habitante en El Atance, pero el viajero tuvo ocasión de ver dos o tres vehículos aparcados en las toscamente empedradas calles del pueblo, al tiempo que se cruzaba con algunas personas que, por su aspecto, no parecían ser residentes habituales; supuso, pues, que pudiera tratarse de antiguos vecinos que aprovechaban los últimos años de vida que le quedaban al pueblo para tomarse un descanso en las cerradas, pero no abandonadas casas -era fin de semana- e, incluso, para trabajar unas tierras que dentro de poco habrían de quedar anegadas.

Reflexionando acerca de estos postreros gestos de vitalidad de un lugar que, pese a todo, se resistía desesperadamente a morir, el viajero descendió a pie del pueblo para, una vez alcanzada la bifurcación, tomar el camino que conducía a Santiuste, el cual por los mapas sabía que cruzaba a poco el Salado aguas abajo del lugar que visitara a su llegada. Y así era, en efecto, encontrándose con un modesto puente bajo el cual discurría un río tan anónimo como esperara, privado por completo de árboles que pudieran adornar sus riberas y acompañado, eso sí, por una profusión de carrizos que parecían querer ahogar con su abrazo el estrecho cauce. Nada de interés tenía esta visión del río, aunque sí lo tendría su valle: relativamente ancho en aquel lugar, al menos en comparación con las modestas proporciones de quien pacientemente lo labrara, se atisbaba aguas abajo, en dirección a Huérmeces, un encajonamiento del mismo que parecía mostrarse como el lugar ideal para la construcción de la presa... Lo cual, teniendo en cuenta el carácter ásperamente práctico y en absoluto poético de los ingenieros, no cabía duda de que lo convertía en el sitio elegido.




El antiguo cauce del río Salado, en las proximidades de El Atance, antes de la construcción del embalse


Al otro lado, es decir, aguas arriba y más allá de la confluencia del río de la Hoz, se adivinaba también un segundo encajonamiento que sabría Dios si podría salvarse de las aguas, estrecho que el viajero sabía que provenía del cercano -en línea recta, que no precisamente por carretera- barranco de Santamera. Todo dependería, claro está, de la cota que se le quisiera dar a la presa, que es lo mismo que decir de la avidez de los hombres por remansar las aguas e inundar con ellas parajes que habían logrado llegar hasta nosotros prácticamente sin mácula a pesar de los siglos transcurridos desde que alguien pusiera por vez primera el pie en ellos.

Poco pudo hacer el viajero, salvo lamentarse amargamente de tan sensible pérdida; así que, desandando su camino, retornó hasta el caserío para, tras tomar de nuevo su vehículo, salir del mismo en dirección a la vida, que es lo mismo que decir la carretera. Aún tendría que aguardar en la encrucijada a que un enorme camión maniobrara tras haber descargado la no menos enorme excavadora que transportara hasta allí; símbolo de muerte, ciertamente, en un lugar que sabía que estaba condenado.

Todo ello es hoy historia, pura e irrepetible historia. El Atance yace ya bajo su mortaja de agua, y el alargado valle del Salado, junto con buena parte del de su tributario río de la Hoz, forman ahora el nuevo lago artificial que ha surgido en estas resecas parameras castellanas. Cirueches y Santamera se han salvado por poco de la suerte que le correspondió a su infortunado vecino. La vida sigue adelante, aunque no para todos.



Publicado el 2-1-2010
Actualizado el 12-6-2015