Rótulos divertidos





Ya avisaban en el siglo XVI



Siguiendo la estela de su artículo hermano Humor de pizarra, he recopilado aquí varios artículos hasta ahora pertenecientes a la sección La madre del cordero, por considerar que merecía la pena agruparlos dada su similitud al tiempo que reconocía su condición de humor ajeno.

Todos ellos son rótulos y carteles curiosos, ingeniosos o divertidos que he ido encontrando por ahí, un soporte distinto de las pizarras -aunque compartan su espíritu- y, por lo general, menos efímeros. Al igual que en Humor de pizarra los he organizado en orden cronológico según los fui escribiendo en su momento.




El cartel amable



El cartel que ilustra este comentario me lo encontré en abril de 2014 en un barrio cualquiera de una ciudad española, no importa cual porque podría haber estado en cualquier lugar, e ilustra el hartazgo del dueño del establecimiento en cuya fachada estaba pegado. Vaya por delante que me solidarizo con este sufrido comerciante ante la cada vez más preocupante epidemia de mala educación que nos invade, por lo que nada hay de crítica, y sí de apoyo, a su iniciativa.

No obstante, lo que me ha llamado la atención es que, supongo que harto de que le ensuciaran la puerta de su tienda, haya optado por escribir un cartel que en cierto modo me recuerda a los añosos -y supongo que en su momento necesarios- rótulos que en los autobuses nos advertían que estaba prohibido escupir... como si no fuera, o debiera ser, algo completamente obvio, como obvia es también la queja del cartel que nos ocupa.

Asimismo, me ha llamado también la atención el esmero con que está redactado el cartel, nada de un escueto “PROHIBIDO QUE LOS PERROS HAGAN SUS COSAS AQUÍ” o algo por el estilo, que también habría valido; no, el cartel intenta apelar -ignoro si con resultados positivos- a la conciencia cívica de los propietarios de perros, dándoles amablemente las gracias. Eso sí, se nota su puntito de sarcasmo, algo que tampoco me parece mal, tanto en la explicación de que él no va a ensuciar las puertas de nadie como, sobre todo, en la posdata final.

Espero, eso sí, que el cartel resultara efectivo.




España cañí



La fotografía con la que ilustro el artículo fue tomada en marzo de 2015 en la valla de una obra cualquiera. Y ciertamente me llamó la atención ya que, si bien no era la primera vez que veía un cartel de estas características, sí hacía bastante que no tropezaba con uno de ellos, con la salvedad además de una cuidada tipografía Cooper Black -nada de un vulgar Arial- que contrastaba vivamente con los por lo común burdos rótulos escritos a mano que, como marca de la casa, suelen ir provistos de al menos alguna que otra falta de ortografía.

Pero vayamos al grano. ¿Por qué me llamó la atención este cartel? Pues por el desparpajo con el que se burlaba de la censura -porque censura es, se mire como se mire- implantada por la majadería de la corrección política que tanto daño está haciendo, aunque sólo sea por su contribución al deterioro de las ya de por sí escasas neuronas de muchos políticos y de otros tantos periodistas que los jalean, al tiempo que condenan a la hoguera -de momento sólo de forma metafórica, aunque de seguir así ya se verá más adelante- a todos aquellos que siguen empeñados en llamar a las cosas por su nombre en lugar de recurrir a ridículos eufemismos o a farragosas perífrasis, tanto da, como si cambiando los nombres se pudiera modificar en algo la esencia de lo definido.

En concreto, ahora está muy mal visto usar la palabra gitano no sólo como insulto -hasta aquí nada que objetar- sino también como sustantivo definitorio de, según el Diccionario de la RAE, “los individuos de un pueblo originario de la India, extendido por diversos países, que mantienen en gran parte un nomadismo y han conservado rasgos físicos y culturales propios”; lo que no le ha librado a la docta academia de una denuncia al Tribunal Europeo de Derechos Humanos porque, según la Confederación de la Asamblea Nacional del Pueblo Gitano, la cuarta acepción del término “Coloq. Que estafa u obra con engañoles parece una enorme falta de respeto y una grave descalificación para todo nuestro pueblo”, pese a la advertencia de que se trata de un término coloquial y por más que la RAE esté harta de decir, en éste y en otros muchos casos de colectivos presuntamente agraviados, que ella no se inventa nada, limitándose a dar fe de forma aséptica de la realidad del idioma. Eso sí, estos colectivos callan que el término con el que los gitanos nos denominan al resto de los españoles, payo, significa, según el mismo Diccionario: “1. Aldeano. 2. Campesino ignorante y rudo. 3. Entre los gitanos, quien no pertenece a su raza”. Lo cual, según estos mismos argumentos, también debería ser igualmente retirado, ¿no?

En cualquier caso, la palabra gitano parece haberse convertido poco menos que en un tabú en los círculos progres propensos al buen rollito, hasta el punto de que el otro día vi con estupefacción en un supermercado que al tradicional brazo de gitano se le había caído ésta quedándose su etiqueta en un insulso Brazo. Por supuesto los periodistas acostumbran a hacer juegos malabares para evitarlo incluso cuando su supresión supone un importante menoscabo a la información, llegando a atreverse como mucho, y no siempre, a usar el absurdo eufemismo de etnia gitana, que, según una vez más el DRAE, significa “comunidad humana definida por afinidades raciales, lingüísticas, culturales, etc.”... gitana, claro.

Por esta razón me llamó la atención la rotunda declaración de principios gitaniles del cartel en cuestión que, lejos de andarse por las ramas, llamaba al pan, pan, y al gitano, gitano. Y como cabe suponer que el cartel fuera colocado con el beneplácito del vigilante calé, si no lo había puesto él mismo, la conclusión a la que llegué fue que los censores buenrrollistas demuestran ser, una vez más, más papistas que el papa o, si se prefiere, más gitanófilos que los propios gitanos.

Otra cuestión curiosa era la razón por la que se especificaba de forma tan rotunda que el vigilante era gitano cuando, en el común de los casos, no se nos dice si este trabajador es blanco -perdón, caucasiano-, moro -¡huy lo que he dicho! quería decir magrebí-, negro -léase subsahariano-, esquimal -cámbienlo por inuit- o de Albacete... Porque, como bien decía Deng Xiaoping, ¿qué importa el color del gato mientras éste cace ratones?




El que avisa no es traidor



Dice el refrán castellano que hay quien nace con estrella y hay quien nace estrellado. O, lo que es lo mismo, que hay quien se encuentra con la suerte de cara y hay, por el contrario, a quien le toca bailar con la más fea.

Estos caprichos del azar no son privativos de los humanos, ya que algo similar ocurre también a los animales. Bastó con que en el Génesis se relate que Noé soltó a una paloma tras el Diluvio Universal para comprobar si ya habían bajado las aguas, y que ésta volviera con una rama de olivo en el pico, para que este ave se convirtiera automáticamente en el símbolo de la paz -el cuervo que la precedió no tuvo esa suerte- y, más prosaicamente, en fuente de distracción de los jubilados que se empeñan en alimentarlas en los parques pese a las continuas advertencias municipales de que se han llegado a convertir no sólo en una molestia, sino también en una plaga de numerosas ciudades.

Mientras tanto las ratas, otro animal adaptado al entorno urbano y asimismo dañino -aunque no necesariamente más que sus congéneres emplumados-, son perseguidas con saña y exterminadas sin piedad, pese a ser mucho más discretas que las palomas ya que al contrario de éstas, convertidas en amas y señoras de nuestras calles y parques, las ratas no suelen abandonar las alcantarillas ni mostrarse a la luz del día. Eso sin contar, claro está, con la incontrolable repulsión que suelen inspirar estos roedores a la mayor parte de las féminas pese a que por lo general no se suelen meter con nadie, repulsión que se extiende también de forma difícilmente explicable a los inocentes e inofensivos ratones, mucho menos afortunados que sus parientes los hámsteres, los cuales han tenido la suerte de verse convertidos en animales domésticos.

Pero no son las palomas y los gorriones, a los que recientemente se han sumado también las cotorras, las únicas aves que han sido capaces de colonizar el hostil ecosistema urbano. Existe también otro plumífero urbanícola que, al igual que éstas, tuvo la suerte de contar con bula: las cigüeñas o, más concretamente, las cigüeñas blancas, ya que sus parientes negras -¿existirá algo similar al racismo entre estas volátiles?- suelen habitar en los parajes más recónditos al abrigo de las interferencias humanas.

Sea por lo que sea, lo cierto es que las cigüeñas se han convertido no sólo en un icono de nuestras ciudades y pueblos, sino también en la referencia simbólica de los nacimientos, tradicionalmente identificados con ellas al menos mientras resulta embarazoso explicar a tus hijos como han venido al mundo. Así pues, llevan siglos colonizando con sus grandes nidos las torres y campanarios, sus atalayas favoritas, sin que nadie las moleste, e incluso desde hace algún tiempo han renunciado, al menos en muchos lugares de España, a sus ancestrales hábitos migratorios al haber encontrado en los vertederos una fuente inagotable de alimentos, al tiempo que evitan también no sólo las fatigas de su doble viaje al corazón africano sino asimismo, que no es moco de pavo, la posibilidad de acabar en el estómago de algún predador o incluso en el de los propios paisanos, ya que por aquellas latitudes no suelen andarse con demasiados rodeos ecológicos, en especial cuando el hambre aprieta.

Sin embargo, y pese a su pintoresquismo, las cigüeñas no dejan de crear problemas. Dada su considerable envergadura sus nidos son de un respetable tamaño, y por si fuera poco acostumbran a agrandarlos año tras año hasta acabar convirtiéndolos en una especie de enorme hojaldre de ramas apiladas que tarde o temprano -no consta que estos pájaros hayan cursado estudios de ingeniería- acaban amenazando las leyes de la física corriendo el riesgo de desplomarse. A ello hay que sumar además el problema añadido de sus deyecciones -seamos finos- que, además de ser corrosivas como las de todas las aves y por si fuera poco de tamaño XXL, pueden acabar atascando los canalones y provocando goteras, como bien saben todos aquellos que tienen la “suerte” de contar con uno de sus nidos en el tejado.

La cuestión se agrava dada la acendrada querencia de las cigüeñas por los edificios históricos, principalmente iglesias, palacios y conventos; aunque éstos suelen gozrn de una protección especial y, se mire como se mire, tienen bastante más valor que cualquier nido de cigüeñas con ocupantes incluidos, está terminantemente prohibido molestar a estas aves durante el período de cría, por mucho que la torre en la que está colocado el nido amenace con venirse abajo. Hace años se solía esperar a que, llegado el mes de agosto, éstas liaran el petate y se marcharan a África, aprovechando que dejaban los nidos vacíos para asentarlos, desmocharlos o, en su caso, retirarlos. Pero ahora que se han vuelto sedentarias y cuesta más trabajo echarlas, siquiera temporalmente, que a un inquilino moroso, la verdad es que no sé muy bien cómo se las pueden apañar para prevenir o reparar los daños causados.

Mucho más chusco, pero no por ello menos real, es el problema con que te puedes encontrar si tienes la mala suerte de pasar por debajo de un nido justo en el momento en el que una de sus ocupantes ha decidido ir al servicio; porque si ya una cagada de paloma no deja de tener su intríngulis, imagínense que les cae encima su primo de Zumosol... y aunque a mí, por suerte, nunca me ha pasado, sé de quien tuvo menos fortuna que yo y les puedo asegurar que desde entonces no es precisamente simpatía lo que siente por las cigüeñas.

Sin embargo, y hablo con conocimiento de causa puesto que Alcalá de Henares, mi ciudad natal, cuenta con una de las mayores colonias cigüeñiles de todo el centro de la península, los ayuntamientos implicados no suelen advertir de esta circunstancia a los peatones incautos, pese a que el riesgo de que te caiga encima el regalito no es en modo alguno baladí.

Por esta razón, me llamó la atención el aviso con el que me encontré, en marzo de 2016, en la base de la torre de una de las iglesias de la población sevillana de Cazalla de la Sierra, concretamente la de San Benito, todavía más por tratarse de un azulejo con pretensiones de perpetuidad y no de un simple rótulo de esos que tanto gustan a los ayuntamientos y que acaban borrándose o cayéndose a trozos a los pocos años de haberlos puesto. En él, y de forma harto explícita sin necesidad de recurrir a esos eufemismos cursis a los que tan aficionados son los adoradores de la corrección política, se advierte de la conveniencia de tener cuidado con los excrementos de las cigüeñas que anidan en el chapitel, añadiendo además, por si acaso alguien estuviera despistando, una flecha que indica que el peligro potencial viene de arriba.

De esta manera, si alguien tiene un percance no podrá decir que no había sido avisado. Más claro, imposible.




Una lápida en Villadiego



Villadiego es una localidad burgalesa ubicada en el corazón de la vieja Castilla y famosa no tanto por haber sido la cuna, entre otros personajes ilustres, del padre Flórez, sino por la frase “tomar las de Villadiego” alusiva a una fuga precipitada para eludir un riesgo o un compromiso, la cual cuenta con dispares interpretaciones de las cuales la más verosímil parece ser la que se refiere a un privilegio que el rey Fernando III concedió a los judíos de la villa, en la que intentarían buscar refugio todos aquéllos que se sintieran amenazados en otros lugares.

Pero no es este dicho el que llamó mi atención cuando la visité en julio de 2018, por más que en la plaza del pueblo campee una lápida con una rebuscada interpretación en verso que pretende hacer protagonista del mismo al mismísimo apóstol san Pedro, sino el escrito en una segunda lápida que, mucho más discreta y sin ningún tipo de ínfulas, me arrancó una sonrisa.

Y como la encontré pintiparada para esta sección, pues ahí va tal como la encontré. La lápida, como se puede apreciar en las fotografías, está adosada a una columna de los vetustos soportales que circundan la plaza Mayor, y su texto no puede ser más socarrón -o sanchopancista, si se prefiere- en comparación con la ampulosa redacción de su vecina. Aunque desconozco las razones que movieron a erigirla cabe suponer que se tratara de una llamada al civismo de los conductores pidiéndoles respeto por ese entorno urbano, algo en teoría evidente pero en la práctica no tanto a causa de la epidemia de mala educación que azota a nuestro país cada vez con mayor virulencia.

De lo que no cabe duda es que su anónimo autor no pudo estar más inspirado; cuestión muy distinta es saber si le hicieron o no caso.




Las cosas por su nombre



Diga usted que sí. En estos tiempos mojigatos que corren, en los que la soberana majadería de la corrección política se empeña en imponer cada vez más sus aberrantes dictados, alegra descubrir que sigue habiendo quienes, lejos de doblegarse ante sus ridículas imposiciones, aprovechan la riqueza del lenguaje para hacer juegos de palabras quizá no muy sofisticados pero sin lugar a dudas divertidos, sobre todo cuando para ello se sirven de las mismas armas que el enemigo.

Sólo por esto, y también por el hartazgo que supone estar siendo continuamente bombardeados por memeces de todo tipo, merece la pena traer aquí el cartel que descubrí en una pared de Daganzo de Arriba, un pueblo cercano a Alcalá de Henares, en diciembre de 2018. En él un vendedor de garbanzos, la legumbre española por antonomasia, jugsba con el término coloquial “cojonudo”, malsonante según el DRAE aunque innegablemente explícito, para indicar que algo es “estupendo, magnífico o excelente”, y con el neologismo -al menos en su acepción publicitaria y comercial- “ecológico” con el que pretenden convencernos a toda costa de que algún producto es lo suficientemente natural -que lo sea o no en realidad es otra cuestión distinta- como para que paguemos por él el doble y encima nos sintamos con la conciencia tranquila.

Así pues, ¿por qué no fusionar ambas palabras definiendo como “ecojonudos” a unos garbanzos que fueran excepcionalmente buenos a la par que respetuosos con el medio ambiente? Realmente fue todo un acierto, sobre todo considerando el sutil tono irónico que al menos yo he creído entrever. Además se trata, hasta donde conozco, de un término original, ya que si bien sabía de la existencia de diversos alimentos publicitados sin complejos como “cojonudos”, desde una conocida marca de espárragos a unos dulces de hojaldre, pasando por una tapa típica burgalesa, nadie los había presentado además, al menos que yo sepa, como alimentos “ecológicos”.

Por ello, vaya mi enhorabuena ante tan afortunado hallazgo.




Humor y cultura



Existe, no sé por qué razón, la equivocada idea de que el humor y la cultura son por naturaleza incompatibles, algo que a poco que se mire demostrará ser completamente falso.

Quizá la culpa de este falso y extendido tópico radique, por un lado, en la soberbia de muchos presuntos eruditos que tienen a gala no rebajarse al nivel de los vulgares mortales, convirtiendo lo que debería ser un trasvase de conocimiento en un árido e insufrible monólogo capaz de aburrir hasta al mismísimo Job. Y por otro, en el hecho cierto de que muchos medios de comunicación parecen empeñados en convertir el entretenimiento en algo vulgar y chabacano, cuando no decididamente soez y grosero.

En contra de ello yo llevo defendiendo desde hace mucho tiempo que se pueden, y se deben aprender cosas de manera divertida, desmitificándose la ciencia y la cultura sin, claro está, vulgarizarlas. Por esta razón allá por febrero de 2019 descubrí con agrado la original iniciativa del dueño de un bar de Daganzo de Arriba, donde haciendo un sencillo juego de palabras nos recuerda que hasta el propio Miguel Ángel debió de interrumpir alguna que otra vez su trabajo en la Capilla Sixtina para descansar y tomarse una cerveza. Y si de paso alguno de los parroquianos siente curiosidad por conocer el origen de las dos manos que flanquean la jarra de cerveza o el del adjetivo Sixtina, pues miel sobre hojuelas.




No lo tires



Este comentario, lo reconozco, no tiene tanta gracia. La fotografía que reproduzco está tomada en los servicios públicos de un centro de trabajo a cuyos empleados, al menos en teoría, cabría atribuirles un razonable grado de educación. Vamos, que no estoy hablando de los cochambrosos servicios públicos de mi infancia ni de los del cuartel donde me cupo en suerte hacer la mili, en los cuales había que entrar de puntillas, conteniendo la respiración y procurando no tocar nada, salvo lo estrictamente imprescindible, de su cochambroso y pestilente interior.

En resumen, no se trata de un lugar donde cabría esperar la necesidad de un aviso de estas características, de ahí mi sorpresa cuando lo descubrí en julio de 2021. Ciertamente ya había avisos advirtiendo que no era conveniente arrojar al inodoro las toallitas secamanos porque éstas, a diferencia del papel higiénico, no se deshacían con el agua, aunque aquí cabía presumir un posible desconocimiento de los usuarios puesto que ambos eran de papel, por lo que la advertencia no estaba de más.

Pero, ¿a quién en su sano juicio, con advertencia o sin ella, se le podría ocurrir la genial idea de arrojar al inodoro guantes de goma o mascarillas? Realmente resulta sorprendente, pero sospecho que sise colocaron estos avisos sería porque, pese a toda lógica, alguien lo hacía, lo cual no dice mucho no ya de su civismo, sino incluso de su sentido común.

Lamentablemente, este cerrilismo, más que incivismo, debe de estar bastante extendido. En una comunidad de vecinos, y no precisamente de extracción marginal, se procedió al desatranco del desagüe general del edificio, y en la circular que remitió la administración a los propietarios de las viviendas se comunicó la terminación de las tareas de limpieza, añadiendo la siguiente recomendación:


Para evitar que vuelva a obstruirse el sistema de desagüe, agradeceremos que eviten tirar al váter toallitas, tampones, preservativos o cualquier otro objeto distinto del papel higiénico. Todos estos elementos contribuyen a la obstrucción de la red de saneamiento.


De nuevo, sobran los comentarios. Lo de las toallitas, aunque censurable, aún podría tener cierta -sólo cierta- consideración de despiste, pero tirar al desagüe tampones o preservativos es algo ya bastante más escandaloso y no deberían ser necesarias estas advertencias si el común de la gente tuviera un mímimo de sentido común y, sobre todo, un mínimo de sentido cívico. Pero por lo que se ve, por desgracia no es éste el caso. Y, todavía peor, tengo mis temores de que estas advertencias puedan caer en saco roto.




Continuará...

Publicado el 12-2-2023