Racismo operístico
Fotograma de El
cantante de jazz
El nivel de majadería que está alcanzando la mal llamada corrección política, pese a sus cargantes logros, parece no tener límite. Leí hace unos días que una soprano blanca -supongo que ella se definirá como caucásica- ¡cómo no! norteamericana, que por algo fueron ellos los inventores de la cosa, se negó a actuar en la ópera Aida, representando al personaje homónimo, con la cara pintada de negro tal como se suele hacer habitualmente dado que Antonio Ghislanzoni -el autor del libreto, oscurecido por la fama de Giuseppe Verdi- imaginó a la protagonista femenina como una princesa etíope cautiva de los egipcios; y, como casi todo el mundo sabe, los etíopes suelen tener la piel de un color más bien tirando a oscuro. Bueno, en realidad ella no se negaba a actuar, sino que exigía lucir su rubicundo palmito natural sin afeites que lo camuflaran.
Su argumento -peregrino a mi entender- era que los papeles de negros tenían que ser interpretados por artistas de este color, porque tiznar a alguien la cara resultaba racista. Por su parte la directora de la representación recordó a la díscola soprano su obligación de cumplir el contrato, en el que al parecer no aparecía ninguna cláusula relativa a un desteñido dérmico, quedando zanjada finalmente la disputa merced a una oportuna enfermedad de la diva, que fue sustituida por otra soprano, también bastante blanquita, que no tuvo inconveniente en metamorfosearse en princesa etíope, color negro incluido.
Y aquí se acabó, hasta donde yo sé, la historia, con la moraleja que a cualquier persona con un mínimo de sentido común le parecerá evidente: más perdió ella con su empecinamiento. Y desde luego, si todo el mundo -con un mínimo de sentido común, se entiende- reaccionara de la misma manera que la directora de la época se acabarían las tonterías, algo por desgracia cada vez más infrecuente ya que son muchos los políticos, los periodistas y en general los responsables de cualquier faceta de la cosa pública que optan, bien por convicción -lo que dudo, ya que el cretinismo no puede estar tan extendido-, bien por oportunismo o por temor a quedar mal yendo contra corriente -léase hipocresía en ambos casos- por bailarles el agua a los apóstoles de esta nueva inquisición cada vez más enquistada.
Así pues, lo que no debería pasar de ser una chusca anécdota se convierte en un síntoma más de la enfermedad que atenaza a una sociedad decadente en la que muchos de los que se aburren, benditos ellos, por la ausencia de verdaderos problemas en su vida se dedican a inventárselos cual si de nuevos Quijotes se tratara, con el agravante de que la ausencia del contrapeso del cachazudo Sancho Panza acaba conduciéndoles indefectiblemente a las situaciones más absurdas. Allá ellos, dirán ustedes y también lo digo yo; el problema está en su empeño en compartir con los demás sus obsesiones con independencia de que éstos quieran o no.
Pero volvamos al tema de la Aida presuntamente racista, que ya de por sí tiene bastante miga, e imaginemos que se hubiera planteado esta polémica, pongo por caso, cuando en 1927 se rodó El cantante de jazz, famosa por estar considerada -lo cual no es del todo cierto- la primera película sonora de la historia. En ella su protagonista, Al Jolson encarnando a Jack Robin, es un blanco, por si fuera poco judío, que se disfraza de negro, cara incluida, para poder cantar jazz, que es lo que a él le gusta, aunque lo hace de una manera tan chapucera -basta con ver la foto- que parece una caricatura de cuando en los tebeos se representaba a esta raza -perdón, etnia- sin los prejuicios de ahora, al igual que se hacía con cualquier otro colectivo sin excepciones de ningún tipo y sin que nadie se rasgara las vestiduras por ello, incluyendo los presuntos agraviados. Pero estos tiempos ya han pasado, mucho me temo.
Extrapolando al absurdo, podríamos exigir que a don Quijote lo represente siempre un loco en sus adaptaciones dramáticas o cinematográficas; que Otelo no sólo sea un negro de verdad sino que también cuente con antecedentes de violencia de género; que los malos de las películas no finjan sus maldades; que en futuras versiones de El señor de los anillos los hobbits sean enanos -perdón, gente de talla pequeña- auténticos y no actores de estatura normal empequeñecidos digitalmente; que la Traviata sea cantada por una prostituta, perdón, quería decir una trabajadora sexual; que psicópatas como Norman Bates, Jack Torrance, Hannibal Lecter, Jason Voorhees o Freddy Krueger hagan verdadero honor a su reputación no sólo dentro sino también fuera de los estudios, o que Santiago Segura renuncie a seguir interpretando nuevas secuelas de Torrente cediendo su lugar a alguien tan verdaderamente abyecto -y aficionado al Atleti y a las canciones del Fary- como su famoso y repulsivo personaje.
O, ya puestos, que los cargantes superhéroes lo sean de verdad, al menos un poquito. Y de paso también los supervillanos, que no iban a ser menos.
Publicado el 31-7-2019