A Dios rogando...
Ya sé que resulta
tópico comparar a los políticos con Pinocho, pero me ha sido
inevitable
¿Se han dado cuenta ustedes de cuántas soluciones a determinados problemas, propuestas por políticos o por adláteres suyos, se basan fundamentalmente en exprimirnos los bolsillos o, en ocasiones, en obtener un beneficio a costa nuestra? Todo ello, claro está, edulcorado con explicaciones presuntamente beneficiosas que, a poco que se analicen, resultan ser más falsas que un duro de chocolate.
Vayan allá un par de ejemplos. De un tiempo a esta parte los médicos están avisando del peligro que supone un consumo excesivo de azúcares, de los cuales rebosan multitud de alimentos preparados y, en concreto, las bebidas azucaradas tales como los populares refrescos de diferentes sabores.
La cosa no es para tomarla a broma: una lata de 330 centímetros cúbicos de uno de estos refrescos viene a tener por término medio unos 35 gramos de azúcar, más o menos unas siete cucharadas de café... que es mucho no sólo por las calorías -alrededor de 140- sino porque un consumo excesivo puede provocar trastornos, obesidad e incluso, a largo plazo, predisposición a la diabetes. De hecho, la cantidad de azúcar que contiene una de estas latas equivale a casi el 40% de la cantidad diaria recomendada, con lo que basta con tomar tres -eso sin contar con el azúcar ingerido con otros alimentos- para rebasarla. Y estamos hablando de cantidades estimadas para adultos, lo cual, teniendo en cuenta que estas bebidas son muy populares entre los niños, resulta todavía más preocupante. Sí, existen variedades sin azúcar, pero las bebidas azucaradas se siguen vendiendo, y todavía bastante pese al incremento de las diversas modalidades sin azúcar.
Pues bien, la genial idea que se les ha ocurrido a las autoridades de varios países, y desde hace unos meses también a las autonómicas catalanas, ha sido imponer una tasa a estas bebidas presuntamente para frenar su consumo. Tomando como referencia la norma catalana recién promulgada, la única por el momento en España, supone un recargo de 0,08 céntimos por litro si el producto tiene entre 5 y 8 gramos de azúcar por cada 100 centímetros cúbicos, y de hasta 0,12 céntimos por litro en caso de que el azúcar supere los 8 gramos por cada 100 centímetros cúbicos. Puesto que 35 gramos por 330 centímetros cúbicos equivalen a 10,6 gramos por 100 centímetros cúbicos, nos encontraríamos en la parte alta de la tasa, lo que supone un incremento de 4 céntimos en el precio de una lata.
Basta con analizar estas cifras para llegar a la conclusión inmediata de que el presunto efecto disuasorio va a ser mínimo, ya que estos 4 céntimos de recargo suponen alrededor del 7% del coste de la lata en un supermercado, y un porcentaje mucho menor si se pide en un bar. En consecuencia, lo más probable es que quien beba estos refrescos de forma habitual no vaya a dejar de hacerlo por ello. De hecho, acabo de leer que en los meses que lleva aplicada esta medida en Cataluña su efecto en los hábitos de consumo de refrescos ha sido nulo, y que incluso muchos establecimientos de hostelería han optado por asumir la subida sin repercutirla en el precio, algo que por lo demás no ha debido de costarles demasiado esfuerzo dados los márgenes comerciales que manejan.
A mí, sin embargo, se me ocurre otra solución que quizá podría ser bastante más efectiva: imponer por ley un límite máximo a la cantidad de azúcar añadida a estos refrescos, algo que no ocurre en la actualidad pese a las múltiples regulaciones -en muchos casos escandalosamente insuficientes- a las que teóricamente está sujeta la industria alimentaria. Y así, muerto el perro se acabó la rabia. Claro está que entonces no se recaudaría ese dinerillo, cuarenta y tantos millones de euros estimados en el caso de Cataluña que podrían ascender a unos doscientos en el caso de que la norma se implantara en toda España. Y es que siempre hay un roto para un descosido, y si además de hacer que hacen algo -insisto, soy muy escéptico acerca de la disminución real en el consumo de azúcar gracias a este impuesto- se rebañan unos milloncejos, pues miel sobre hojuelas, que los tiempos están achuchaos y a Hacienda nunca le viene mal una propina.
Claro está que la propia OMS no se ha quedado corta al proponer un impuesto de nada menos que el 20% -alrededor del triple del catalán- a las bebidas azucaradas... sin que tampoco se le haya ocurrido sugerir la implantación del citado límite máximo en la cantidad de azúcar añadida. Curioso, ¿no?
No obstante, esta impostura goza ya de una larga tradición en productos tales como el alcohol y el tabaco, sometidos a unos impuestos brutales con idéntica excusa. Ojo, no seré yo quien defienda el consumo excesivo del primero y el consumo a secas del segundo, sobre todo en sitios donde esto suponga una molestia para terceras personas; pero está de sobra demostrado que los continuos incrementos de precios de estos productos producen una disminución en su consumo infinitamente menor que el aumento de recaudación de impuestos, mientras que otro tipo de medidas menos agresivas para los bolsillos, como por ejemplo la ley que regula el consumo de tabaco en lugares públicos han resultado ser mucho más efectivas.
De hecho, un incremento desaforado de los precios lo que suele provocar es que muchos bebedores y fumadores, lejos de reducir su consumo, se limiten a buscar unas alternativas más baratas y, obviamente, de peor calidad y potencialmente más dañinas para el organismo, con lo cual se estará haciendo de forma literal un pan con unas tortas, al menos desde el punto de vista de la salud publica, el del bolsillo público es ya otro cantar.
Porque, claro está, si no hay dinero por medio no tiene gracia... vean si no la noticia que leí hace tan sólo unos días: Varios colectivos sociales han pedido al Gobierno la aprobación urgente de una ley de ámbito nacional destinada a combatir el consumo de alcohol, lo cual leído así resulta no sólo irreprochable sino asimismo imprescindible dado el cada vez más grave problema de alcoholismo juvenil e incluso infantil.
¿Cuál es, pues, el problema? Pues algo tan sencillo como que entre la batería de iniciativas propuestas, la mayor parte de ellas tan sensatas como la de ejercer un control exhaustivo y efectivo de la prohibición de vender alcohol a los menores de edad, hoy en día un mero papel mojado, se incluye de tapadillo la de subir el precio del alcohol, supongo que a través de un incremento de su ya elevada carga impositiva.
Vamos a ver. El problema del consumo de alcohol por menores de edad radica fundamentalmente en que a éstos les resulta fácil burlar la actual prohibición de venta, algo que, se mire como se mire, nada tiene que ver con el precio de éste, ya que la normativa actual no hace distinción alguna entre bebidas caras o baratas, ni tampoco entre bebidas de alta graduación o una humilde cerveza; la prohibición de comprar alcohol es absoluta para los menores de 18 años. Y si en la práctica no se cumple habrá que arbitrar las medidas para que esto no suceda, pero siempre dentro del marco de esta ley o, en su caso, de una nueva que pudiera sustituirla en un futuro. Eso sin olvidar, claro está, la obligación de los padres de estar pendientes de lo que hacen sus hijos en su condición de responsables legales de los mismos, de la misma manera que el dueño de un perro es el responsable de las posibles mordeduras de su mascota.
Por el contrario elevar el precio del alcohol de forma indiscriminada, aparte de ser una hipocresía escandalosa, no sólo estaría condenado al fracaso, puesto que los chavales se limitarían a buscar una alternativa menos onerosa y probablemente también de peor calidad, sino que además supondría el reconocimiento tácito de las autoridades de su incapacidad, o de su desinterés, para abordar en serio el problema con la intención de solucionarlo, ya que a cualquiera le entra en la cabeza que maldita la falta que haría subir los impuestos del alcohol para restringir el consumo de algo que ya está de por sí prohibido. Sería salvando las distancias, como imponer un impuesto al consumo de porros o de cocaína para reducir el número de drogadictos.
Eso sin olvidarnos de los daños colaterales, y permítanme que me ponga como ejemplo. Hace ya varias décadas que cumplí la mayoría de edad, por lo que puedo consumir alcohol legalmente; y así lo hago, eso sí de una manera moderada y en su mayor parte en forma de cervezas -no demasiadas, por eso de no engordar-, un vasito escaso de vino con la comida y, cada vez más de tarde en tarde, algún que otro chupito, que tampoco hay que llevar una vida de cartujo. Y por supuesto, cuando tengo que conducir nada de nada.
Dadas las circunstancias, quisiera saber por qué razón tendría que pagar yo los platos rotos, en forma de una subida de precios, de algo sobre lo que no tengo la menor responsabilidad, ya que ni siquiera tengo hijos menores de edad sobre los que poder ejercer un hipotético mal ejemplo. Salvo, claro está, que Hacienda le pegaría así otra dentellada más, como si ya fueran pocas, a mi bolsillo con la excusa de estar luchado contra la el alcoholismo juvenil. De traca, vamos. Y aunque en mi caso, dado mi mínimo consumo de alcohol, sería bien poco lo que podrían rebañar, no por ello deja de resultar irritante que se busquen cualquier excusa para estrujarnos todavía un poco más.
Cierto, la propuesta ha partido de entidades privadas y, por el momento, el Gobierno no ha dicho ni mu, pero dado como las gastan, digo yo que sería mejor no andar dándoles ideas... por si acaso.
Publicado el 30-7-2017