La calle es mía





Dicen que una imagen vale más que mil palabras


Nada mejor que esta conocida frase, atribuida a Manuel Fraga durante su etapa de ministro del Interior allá por los años de la Transición, para reflejar lo que está ocurriendo actualmente en las ciudades españolas, la ocupación conflictiva de la vía pública por parte de determinados colectivos sociales que se apropian, por la fuerza de los hechos consumados, de unos espacios comunes en detrimento, cuando no directamente en perjuicio, del resto de los ciudadanos.

Candente está el tema del botellón, en el cual convergen dos cuestiones distintas aunque íntimamente imbricadas, el problema del alcoholismo juvenil y la invasión nocturna de determinados recintos urbanos, con las más que previsibles molestias para los viandantes y vecinos así como el deterioro del entorno, el cual ha de ser limpiado y reparado, no lo olvidemos, a expensas de los fondos públicos. Puesto que es mucho lo que se ha dicho sobre este tema no creo necesario incidir demasiado en ello, aunque sí me gustaría denunciar la hipócrita postura de quienes han pretendido justificar lo injustificable echando la culpa a algo tan peregrino como la presunta precariedad laboral de los jóvenes (¿también de los estudiantes?), la cual les obligaría a beber en la calle al no disponer de suficiente poder adquisitivo para hacerlo en los bares de copas... Puede que, efectivamente, en el caso de disponer de dinero estos jóvenes dejaran de molestar a los vecinos, lo cual ya supondría un importante avance, pero ¿acaso arreglaría esto el problema de su alcoholismo? Por favor, seamos mínimamente serios sin olvidar ni por un solo instante algo tan evidente como que el derecho al descanso siempre habrá de prevalecer sobre el derecho a la diversión, y no al contrario como propugnan algunos.

Pasemos ahora a otro tema no menos espinoso y también de actualidad, la prostitución callejera, donde asimismo se mezclan dos problemáticas diferentes, el hecho de que esta actividad no sea ilegal, aunque tampoco está regulada, y lo poco que suele agradar a los vecinos de cualquier barrio que las prostitutas ejerzan su trabajo justo al lado de sus comercios y viviendas. Aquí, al igual que ocurría en el caso del botellón, los adalides de un presunto progresismo han vuelto a coger el rábano por las hojas; cualquier persona mínimamente consecuente estará de acuerdo en que las prostitutas tienen derecho no sólo a ejercer su profesión libremente, sino también, y esto es mucho más importante, a hacerlo en unas condiciones laborales y sociales dignas y seguras, siendo preciso pues perseguir y erradicar cualquier tipo de abusos, sevicias y semiesclavitudes a las que muchas, por desgracia, se ven abocadas.

Ahora bien, el conflicto empieza a surgir cuando tropezamos con sus exigencias de ejercer la prostitución en la vía pública donde y cuando les apetezca... Voy a poner un ejemplo ilustrativo. La venta ambulante es una actividad perfectamente legal, por supuesto, pero está regulada de forma que ningún vendedor puede, por su propia iniciativa, montar su tenderete en cualquier sitio... Y si esto ocurre, lo normal es que la policía municipal le obligue a retirarlo e, incluso, le incaute la mercancía. Si esto nos parece normal, ¿por qué no nos lo parece, asimismo, que exista una regulación que permita erradicar la prostitución callejera? Aparte de que este control redundaría presumiblemente en un beneficio para las propias prostitutas que, no lo olvidemos, en multitud de ocasiones suelen estar explotadas por sus proxenetas, permitiría asimismo acabar con espectáculos tan penosos como el de la Casa de Campo o el de la propia calle de la Montera, y no sólo por estética sino también por algo tan de moda ahora (aunque aquí parece ignorarse de forma interesada) como es la protección a la infancia, a no ser que el espectáculo de una prostituta ofreciéndose como mercancía en plena calle pueda ser considerado como edificante para los menores de edad.

No acaban aquí los casos en los que la ocupación de la vía pública por parte de una minoría genera molestias e inconvenientes al resto de los ciudadanos. Así, nos encontramos también con las manifestaciones de todo tipo que, independientemente de lo justificadas o no que pudieran estar sus respectivas reivindicaciones, perjudican, a veces incluso gravemente, a ciudadanos inocentes a los cuales el contencioso les resulta totalmente ajeno, lo que no evita que acaben convertidos en rehenes del mismo; y no digamos ya cuando, dando un salto cualitativo desagradablemente frecuente, estos manifestantes no se limitan a ejercer sus derecho legal sino que, buscando una mayor publicidad, se dedican a cortar una vía pública, carretera o línea ferroviaria, cuanto más transitada mejor, en una patente muestra práctica del discutible principio que afirma que el fin justifica los medios.

Podría seguir hablando largo y tendido de otras variantes de lo anteriormente expuesto como pueden ser las desmadradas celebraciones de los éxitos deportivos, en sí mismas estúpidas y cercanas al gamberrismo puro y duro -y si no que se lo digan a la sufrida fuente de la Cibeles-, o los incómodos hábitos sociales de ciertos colectivos de emigrantes, a los cuales les parece resultar difícil entender que lo que pudiera ser normal y permisible en sus países aquí ya no lo es tanto. Podría hablar también de actividades mucho más civilizadas y bien vistas como son las maratones populares, las carreras ciclistas y demás eventos deportivos que, pese a sus innegables virtudes, arrastran también el efecto colateral de colapsar las ciudades hasta unos límites realmente incómodos, sobre todo teniendo en cuenta que lo que en un principio resultaba excepcional, y por ello caía simpático incluso a los más indiferentes, ahora se ha convertido en punto menos que habitual, para desesperación de quienes prefieren hacer otras cosas encontrándose con que no pueden hacerlas por culpa de los susodichos actos.

Pero lo principal ya está dicho, por cuanto todos estos fenómenos no son sino manifestaciones diversas de un único problema, la ocupación exclusiva -y muchas veces abusiva- de un patrimonio común como es la vía pública, siempre en busca de un beneficio particular y sin la menor preocupación hacia las posibles molestias que se pudieran causar a otros ciudadanos que tienen asimismo el derecho -de rango superior, no lo olvidemos- a no ser molestados ni perjudicados. En contra de lo que pretenden algunos por la fuerza de los hechos, y de lo que defienden los falsos progresistas pasados de rosca, precisamente por ser la calle de todos no puede ser de ninguno, y más valdría que estos adalidades del abuso se fijaran, como hacen siempre que les interesa pero sólo cuando les beneficia, en la forma con que se aborda este problema en los países europeos que nos gusta tanto tomar como ejemplo: En Alemania, en Gran Bretaña, en Francia, en Suiza, en los países nórdicos... no se toleran en modo alguno este tipo de expansionismos callejeros, y siempre que es necesario se abortan de raíz estos incívicos comportamientos sin que nadie en su sano juicio lo considere un menoscabo a la democracia, sino antes bien justo lo contrario... Pero en esto, por desgracia, España continúa siendo también diferente.


Publicado el 11-5-2006