La gente è mobile





Por desgracia, son muchos a los que les aterroriza ser señalados como la oveja negra
Fotografía tomada de la Wikipedia


Pido disculpas por el atrevimiento de titular mi reflexión con el primer verso de la conocida aria de Rigoletto, habitualmente atribuida a Verdi aunque en realidad él tan sólo fue autor de la música, ya que el libreto fue escrito -y por lo tanto, también del celebérrimo verso- por el mucho menos conocido Francesco Maria Piave. Y pido disculpas también por modificarlo a mi antojo y además en itañol, cambiando la palabra donna -mujer- por la hispana gente; porque, se mire como se mire, titularlo La gente es voluble, aunque preciso y correcto, no hubiera quedado igual.

Pero vayamos al grano, y permítaseme, como nueva licencia, que les relate una anécdota de mi infancia. Yo tendría alrededor de doce o trece años y, como es natural, iba al colegio... por supuesto a uno sólo para niños, ya que estamos hablando de los primeros años de la década de los setenta, cuando España todavía estaba sometida a la dictadura franquista y a las estúpidas imposiciones sociales de la más rancia e hipócrita carcundia, incluida la separación de sexos en los colegios; aunque sigue habiendo centros escolares que todavía lo hacen, entonces eran, por ley, todos incluyendo los públicos. Pero ésta es otra historia.

Durante el recreo, como es lógico, jugábamos en el patio, para lo cual disponíamos de un surtido de diferentes juegos con los que nos entreteníamos a lo largo del curso; pero no de una manera anárquica o diversa, sino siguiendo un rígido calendario que, pese a su carácter consuetudinario y al desconocimiento absoluto de sus dictados -evidentemente los profesores no intervenían, salvo que se produjera algún altercado-, todos nosotros respetábamos escrupulosamente. Dicho con otras palabras, cuando tocaba jugar, pongo por caso, al pico, pala, puño, al frontón, al pañuelo, a la pídola o a bailar los peones, todo el mundo jugaba a eso y sólo a eso... hasta que llegaba el momento de cambiar a otro juego, sin que nadie supiera nunca de donde había surgido la orden.

Bien, a mí en concreto me gustaba jugar, sobre todo, al gua, es decir, con las canicas, aunque en nuestra jerga particular lo llamábamos jugar a las bolas. Tanto da. Y, aunque mi habilidad como jugador era más bien tirando a mediocre, por lo cual procuraba evitar las apuestas en las que mediaban cromos o, todavía peor, las propias canicas, por temor a perderlas, la verdad es que procuraba jugar a ellas todo lo que podía.

El problema estribaba en que esto no siempre era posible, sino sólo cuando llegaba la época de las bolas y mientras durara ésta.

Claro está que yo, para bien o para mal, siempre he sido bastante cabezota, así que llegó un momento en el que comencé a cuestionar la dictadura de facto que regía los juegos del patio del colegio. Al fin y al cabo, me decía con mi lógica preadolescente, ¿por qué tenía yo que jugar obligatoriamente a lo mismo que el resto de la gente?

El problema estribaba en que para llevar adelante mi plan necesitaba al menos a algún compañero. Así pues, le pregunté a mi mejor amigo si le apetecería jugar conmigo a las bolas. Él, sorprendido, me respondió que sí le apetecía, pero que no podíamos hacerlo porque en ese momento no era la época. Hube de recurrir entonces a todas mis dotes de persuasión para intentar convencerle de que poco importaba a lo que jugaran los demás, puesto que él y yo nos bastábamos para jugar a lo que nos apeteciera fuera o no la época, con independencia de lo que hiciera el resto. Y, aunque me costó trabajo, finalmente acabé consiguiéndolo.

Así pues, y ante la mirada atónita de nuestros compañeros, mi amigo y yo osamos transgredir las leyes del patio jugando a algo que no correspondía entonces. A mí el hecho de significarme de esa manera no me importaba en absoluto; a mi amigo, más sensible que yo a las opiniones ajenas, no tanto; pero a pesar de todo conseguí salirme con la mía y continuamos jugando, día tras día, al gua.

¿Adivinan ustedes lo que pasó? Pues que, para mi sorpresa puesto que era algo que no esperaba, algunos días después todo el patio estaba jugando a las canicas pese a que seguía sin tocar. Así pues, sin proponérmelo en modo alguno, ya que lo único que pretendía era jugar a mi aire y con un único compañero de juego me bastaba, me encontré con que me había convertido sin saberlo en un creador de tendencias. Ahí era nada.

Uno o dos cursos después abandoné el colegio y, ya adolescente y por lo tanto menos proclive a los juegos infantiles, comencé mis estudios de bachiller superior en la Universidad Laboral de Alcalá, razón por la que no tuve ocasión -ni intención- de repetir el experimento. Posteriormente, ya en la universidad, me tocaron de pleno, entre los años 1975 y 1980, los años de la Transición, lo que me obligó a padecer, muy a mi pesar, a los numerosos grupúsculos de extrema izquierda empeñados en reventarnos las clases un día sí y otro también; curiosamente, visto ahora en perspectiva, resulta que en el fondo estos individuos no hacían nada demasiado diferente a lo que de forma instintiva había hecho yo años atrás en el patio del colegio; eso sí, con la importante diferencia -además, claro está, de que lo mío fue algo completamente inocente, y lo suyo no lo era en modo alguno-, de que por mi parte no hubo premeditación de ningún tipo ni, por supuesto, el menor deseo de medrar a costa de los demás.

Luego vendría la mili, otro ejemplo de manual de como manipular a los soldados manteniéndolos no sólo sometidos a una disciplina muchas veces absurda, sino además, y esto es lo peor, acobardados, cuando no aterrorizados, y en un estado de tensión continua; pero ésta es también otra historia que merece un comentario propio.

La verdad es que, durante mucho tiempo, el recuerdo de mi inocente aventura infantil permaneció archivado en mi memoria y, aunque no lo olvidé, tampoco le presté mayor atención. Pero en realidad la cosa tiene su miga, ya que demuestra lo fácil que resulta manipular y arrastrar a la gente incluso sin proponértelo. Sí, se me podrá objetar que se trataba de críos, pero no es menos cierto que yo era uno más de ellos, por lo cual la relación quedaba completamente equilibrada.

En cualquier caso, lo preocupante no es que resulte fácil condicionar a los niños, sobre todo cuando quien lo hace es un adulto; al fin y al cabo basta con echar un vistazo a los anuncios de televisión en vísperas de las fiestas navideñas para comprobarlo. Lo verdaderamente preocupante es que no resulta mucho más difícil hacerlo con los adultos, con todas las implicaciones que esto puede acarrear.

Ejemplos históricos los hay a montones de como algún interesado consiguió arrastrar a las turbas engañándolas de la manera más burda, desde el bulo de que los judíos habían provocado la Peste Negra que fue el detonante de la ola de antisemitismo que recorrió Europa en el siglo XIV, hasta el Motín de Esquilache, promovido por los sectores más reaccionarios de la aristocracia española, molestos con las medidas modernizadoras de este ministro de Carlos III, y posiblemente también por los jesuitas, todos los cuales aprovecharon el malestar de la población por la carestía de la vida en beneficio de sus propios intereses.

Aun ahora mismo contamos con sobradas muestras de como a la gente se la manipula como si fueran borregos, sin que aparentemente parezca importarles lo más mínimo a muchos de ellos: desde los inmisericordes bombardeos publicitarios a los abusos continuados de las grandes compañías, desde los lavados de cerebro de la telebasura -todavía me sigue intrigando que la gente se interese por las vulgaridades cotidianas de cualquier efímero petardo -o petarda- como si en ello le fuera la vida- hasta el empeño en hacernos gastar el dinero que tenemos, y el que no tenemos, para comprar algo que en realidad no necesitamos, haciendo innecesaria la obsolescencia programada ya que la gente se desprende voluntariamente de sus cachivaches antiguos antes incluso de que éstos lleguen a tener la primera avería.

O la comedura de tarro de los deportes de masas, donde el descenso administrativo de un equipo de fútbol por deudas es capaz de movilizar a más personas -llegando en ocasiones, incluso, a paralizarlo- que naderías tales como la crisis económica o el desempleo... en las mismas ciudades de las que son titulares estos equipos. Pero como ya los romanos inventaron hace más de dos mil años lo del pan y circo, tampoco es cuestión de extenderse demasiado en algo que por lo demás es sobradamente conocido.

Paso por alto, por estúpidas, todo tipo de modas, desde la de la indumentaria feísta hasta algunas tan absurdas -y difíciles de corregir en caso de cambiar de opinión- tales como la del piercing o los tatuajes, incluyendo aquellas con más que previsible fecha de caducidad incorporada -aunque no figure en la etiqueta- tales como la actual fiebre por los gimnasios.

En ocasiones estas manipulaciones pueden llegar a ser hasta peligrosas. Los médicos están hartos de advertir, sin demasiado éxito, sobre los peligros de una excesiva exposición al sol de cara a conseguir un bronceado, que van desde un prematuro envejecimiento de la piel hasta el riesgo de contraer un melanoma. Peor todavía son los adeptos a ese aberrante movimiento antivacunas que, esgrimiendo argumentos disparatados y sin el menor rigor científico, han conseguido hacer rebrotar en los países desarrollados enfermedades que llevaban décadas erradicadas, una de las cuales, la difteria, se ha cobrado ya la vida de un niño en España por culpa de la negligencia de sus padres.

Pero sin duda los más graves casos de manipulación, aunque sólo sea por la cantidad de personas potencialmente afectadas, son tanto los de índole política -cada vez tengo más claro que los nacionalismos, sin excepción de ningún tipo, son siempre la antesala del fascismo- como los de carácter religioso, bastando con ver lo que está ocurriendo ahora mismo en Oriente Medio para comprobarlo.

Ni siquiera es necesario remontarnos siglos atrás hasta encontrarnos con ejemplos tales como la Inquisición o las Cruzadas, ya que contamos con antecedentes relativamente cercanos en el tiempo tales como la demencial y asesina aventura del nazismo, las purgas de Stalin, la histeria colectiva que desembocó en el macarthismo norteamericano o la traumática desintegración de Yugoslavia, eso sin contar con otras salvajadas, también de ayer mismo y tan sólo algo más alejadas de nuestro ámbito occidental, como la Revolución cultural maoísta, los genocidios de Camboya y Ruanda o las innumerables guerras tribales que han asolado África desde la retirada de las potencias colonizadoras occidentales. Así pues, miedo me da pensar en lo que se podría llegar a hacer con los medios técnicos actuales, frente a los cuales Goebbels no dejaba de ser un mero aficionado.

En resumen, lo preocupante para mí no es que haya poderes fácticos interesados en tratarnos como borregos; lo verdaderamente preocupante es que haya un sector mayoritario de esta lobotomizada sociedad dispuesto a dejarse conducir alegremente hasta el redil, con independencia de que éste sea tan sólo el primer paso hacia el matadero.

Y el caso es que yo tan sólo quería jugar a las canicas...


Publicado el 30-7-2015