Los gilimóviles





Antes de seguir adelante he de advertir que el título de este artículo no es de mi cosecha, sino que lo he tomado prestado de un antiguo colaborador del periódico local en el que estuve escribiendo durante bastante tiempo. Aunque por desgracia falleció hace años, dadas mi cordial relación con él y, sobre todo, su bonhomía, no creo que le hubiera importado que se lo tomara en préstamo.

Sería hacia mediados de los años noventa, cuando los teléfonos móviles estaban empezando ya a popularizarse pero todavía eran casi un artículo de lujo, cuando mi compañero de redacción publicó en el periódico un artículo con este título en el que criticaba no a la totalidad de los usuarios, todavía minoritarios, de este artilugio, sino a aquéllos que lo habían convertido en un objeto de ostentación social, adobado además por la al parecer inevitable manía de dar la lata a los demás. Este pavoneo, no por ridículo menos extendido, se da por supuesto en todas las vertientes de nuestro devenir cotidiano hasta el punto de ser el sostén básico del mercado del lujo, pero pese a su antigüedad y a su omnipresencia, se trataba de algo nuevo en el también novedoso ámbito de los teléfonos móviles, quién lo diría veinte años después.

Desde luego no le faltaba razón, puesto que bastantes de los privilegiados que tenían la suerte de disponer de uno de esos cacharros se ponían realmente pesaditos a la hora de restregárnoslos por las narices, con independencia de que muchos no los teníamos -yo me resistí todo cuanto pude- no porque no pudiéramos comprarlos sino, sencillamente, porque los considerábamos innecesarios. El afán de ostentación llegó a extremos tan ridículos que incluso se llegaron a vender carcasas vacías, que imitaban a los verdaderos teléfonos, con las cuales se podía epatar fingiendo mantener conversaciones ficticias... con lo cual el estaba más que justificado, lo que no le libró, según contó días después, de haber recibido insultos e incluso amenazas anónimas a costa de su artículo, evidentemente procedentes de aquéllos que más merecido tenían el epíteto.

Y ahí quedó la cosa, mientras los teléfonos móviles seguían evolucionando cada vez más hasta llegar a lo que son hoy, unos auténticos ordenadores portátiles en miniatura que además, a modo de propina, siguen sirviendo para hablar por teléfono, aunque ciertas tendencias sociales -¿o sería mejor decir modas?- han hecho que su uso mayoritario sea para otros menesteres, desde pasar horas muertas jugando en plan autista a cotillear con el WatsApp, el último grito en redes sociales -o su equivalente- y, como todas ellas, un magnífico ejemplo de cómo un avance tecnológico con grandes potencialidades acaba usándose mayoritariamente de forma espuria cuando no ridícula. Pero ésta es otra historia.

Yo, por mi parte, me compré mi primer móvil cuando estimé que lo necesitaba y no antes, lo que me valió reproches -que por un oído me entraron y por el otro me salieron- acerca de mis presuntas manías tecnófobas y de lo cabezota que era -en eso sí tenían razón- al negarme a hacer lo que hacía todo el mundo. Y por supuesto desde el principio lo utilicé, y lo sigo utilizando, como un complemento del teléfono fijo, muy útil cuando estás de viaje o en un sitio fuera de casa o del trabajo pero apagadito y en su funda cuando no es necesario o cuando estás esperando una llamada... importante, se supone. Además sigo con mi zapatófono, un aparato que sólo sirve para hablar dado que cuando quiero conectarme a internet utilizo alguno de mis ordenadores -además del principal tengo también uno pequeñito para los viajes- y cuando quiero hacer fotos recurro a mi cámara, que dicho sea de paso las hace bastante mejor que cualquier teléfono móvil.

Porque esa es otra. Llegó un momento en el que los teléfonos móviles se popularizaron tanto, que presumir de uno no tenía ya demasiado sentido. Otra cosa muy distinta era, y sigue siendo, la de andar exhibiendo el último modelo, con muchas más prestaciones que el anterior aunque la mayoría de ellas no te sirvan para nada; y no digamos más si encima es de cierta marca caracterizada porque sus cachivaches, a cambio de la exclusividad, suelen costa, como mínimo el doble que su equivalente normal. Pero ya se sabe, todo sea por la obsolescencia programada para beneficio de las grandes compañías multinacionales con la entusiasta colaboración además de tantos y tantos papanatas empeñados en cambiar el móvil, por mucho que cubriera perfectamente sus necesidades y las que no lo eran, por otro más moderno como mucho cada dos años.

Pero no es de esto de lo que quiero hablar, sino de sus molestas consecuencias para la convivencia ciudadana, aunque la culpa de ello no la tienen evidentemente estos chismes sino el mal uso que mucha gente hace de ellos. Porque cuando todo el mundo -incluso yo- tuvo su teléfono móvil, los problemas comenzaron a ser otros, y mientras yo, con móvil o sin él, he sido siempre extremadamente celoso de mi intimidad y por supuesto nunca me ha gustado hablar en público de mis cosas privadas, a la gente esto no parece importarle un comino.

Y si no se respetan ni tan siquiera los lugares, tal como las salas de espera de los centros sanitarios, en los que está explícitamente prohibido usarlos, la situación es ya de barra libre en aquellos otros en los que tan sólo rigen las normas de educación, de modo que si algo caracteriza a los viajes en transporte público es la epidemia de diarrea verbal que indefectiblemente suele atacar a tu vecino -o vecina, no discriminemos a la mitad de la población- de asiento, al parecer empeñado en ponerte al corriente, a voces por supuesto, de sus dimes y diretes particulares que maldito lo que te interesan, amén de que suelen resultar francamente molestos sobre todo cuando pretendes ir leyendo pacíficamente sin fastidiar a nadie.

Es inútil. La tradicional mala educación de la sociedad española, a muchos de cuyos miembros eso de respetar a los demás procurando no molestarles innecesariamente les suele sonar a chino, ha encontrado un aliado perfecto en el juguetito de marras; porque en esto es en lo que se han convertido los teléfonos móviles, en un juguete para adultos del cual muchos no pueden prescindir ni tan siquiera un rato, como ya están empezando a denunciar los psicólogos.

En general, y según he podido comprobar muy a pesar mío, estas conversaciones ajenas mantenidas sin pudor alguno delante de tus propias orejas suelen ser de varios tipos. Por un lado están las banalidades, tonterías y bobadas, en forma de conversaciones intrascendentes, que bien podrían evitarse -lo más inteligente- o bien podrían aplazarse hasta que fuera posible mantener una conversación cara a cara. Otra opción, menos frecuente, es la de aquéllos que intentan realizar una gestión telefónica de cualquier tipo en mitad del tráfago del vagón o el autobús, gracias a la cual podremos enterarnos de sus cuitas con sus compañías telefónica o eléctrica, e incluso con su propio centro de trabajo. Teniendo en cuenta que incluso en el sosiego de tu propio hogar una gestión de este tipo puede llegar a ser exasperante, sinceramente no entiendo cómo no acaban taquicárdicos perdidos.

Pero lo más sublime de todo son, con diferencia, las conversaciones íntimas que por razones obvias yo jamás mantendría en un lugar público, algo que no parece importarles en absoluto a quienes no sienten el menor reparo en poner al corriente de los entresijos de su vida privada a los desconocidos que les rodean. Y les aseguro que en algunas ocasiones, imposibilitado como me veo de cerrar los oídos de forma similar a como se puede hacer con los ojos, me he visto forzado a escuchar, muy a mi pesar, conversaciones que me han hecho sentir, como poco, vergüenza ajena, discusiones de pareja incluidas cuando no cosas todavía más escabrosas.

En lo que a mí respecta y salvo en caso de necesidad, algo bastante infrecuente, siempre procuro llevar apagado el móvil cuando viajo en un transporte público e incluso cuando voy por la calle, primero porque a nadie le importa lo que yo hable, y segundo porque además el nivel de ruido es tal -y mi capacidad auditiva no es precisamente los de un lince- que en muchas ocasiones me cuesta trabajo entender lo que me dicen. Así pues, en los pocos casos en los que me han llamado en estas condiciones -evidentemente yo evito hacerlo-, me he limitado a escuchar a mi interlocutor, explicándole donde me encontraba y comprometiéndome a llamarle en cuanto pudiera desde un lugar más tranquilo... y por supuesto privado.

Claro está que debo de ser una rara avis, sobre todo cuando intento defender la necesidad de no alterar el silencio, o alterarlo lo mínimo, en un sitio público, y mucho me temo que debo de tener la batalla perdida. Ya en una fecha tan lejana como 2001, durante un viaje organizado por Italia, uno de los integrantes del grupo nos estuvo dando la tabarra a base de bien con sus continuas llamadas por el móvil, de trabajo en este caso -al parecer debía ser empresario- pero que maldito lo que nos importaban a los demás, sobre todo teniendo en cuenta que no se preocupaba lo más mínimo en evitar molestarnos a los demás.

Un año más tarde envié una carta a un periódico quejándome de las molestias que causaban algunos usuarios de los móviles en los autobuses urbanos, criticando al firmante de una carta anterior que había tenido la desfachatez de protestar porque no le habían dejado entrar en un autobús por ir hablando por el teléfono móvil, aunque sospecho que en realidad lo que debió de ocurrir fue que se negara a apagarlo y que, además, no lo haría precisamente en voz baja. Bien, para mi sorpresa, otro gilimóvil me contestó tildándome de señorito al tiempo que me proponía que, si me molestaban, viajara en taxi en vez de en autobús. Sin comentarios.

Por desgracia, con el paso del tiempo el problema no sólo no ha mejorado sino que, si me apuran, ha empeorado todavía más, paliándolo tan sólo el hecho de que son muchos los que ahora permanecen embobados frente a la pantallita, mirando vete a saber qué cosas... lo cual, mientras no molesten, me parece totalmente respetable siempre y cuando, claro está, los jueguecitos de marras o los estridentes chistes del WatsApp no vayan acompañados de banda sonora, en cuyo caso la tentación de meterles el chisme por determinado sitio se acrecienta todavía más.

Pero sigue habiendo gilimóviles. Hace unos días, en el autobús, se me colocó al lado una individua -era una chica joven- que se puso a hablar en voz alta con una amiga a escasos centímetros de mi oído. Harto de la tabarra opté por atacarle con sus mismas armas, poniéndome a leer en voz alta el libro que tenía en las manos, concretamente una novela de Valle Inclán. Ella se calló, yo me callé, ella siguió hablando, yo seguí leyendo... al final acabó percatándose de la indirecta y, con tono de fastidio, le dijo a su amiga que luego la llamaría porque allí había mucho ruido (!) y no la oía bien. Conseguí lo que me propuse, que me dejara en paz, aunque mucho me temo que no sólo no se debió de dar por enterada de la lección -desde luego no hizo el menor ademán por disculparse-, sino que con toda probabilidad acabaría despotricando mentalmente sobre el paliza -o algo todavía peor- que no le había dejado hablar tranquilamente por el móvil. Y ayer mismo, sin ir más lejos, me tuve que cambiar de asiento en el tren de cercanías porque una garrula se sentó enfrente mío vociferando por el móvil tal como si su interlocutor se encontrara en la Luna, o casi; pese a que me fui al otro extremo del vagón, desde allí todavía se la seguía oyendo por encima del ruido del tren.

Y no es eso todo. Incluso en la calle, donde teóricamente los gilimóviles no deberían fastidiar demasiado con su tabarra -excepto cuando te caen en suerte en una cola, una parada de autobús o la terraza de un bar-, también se las apañan para incordiar cuando te ves obligado a esquivar a alguien que, obnubilado con la pantallita, va andando en plan zombi o se para de repente justo donde más interrumpe el paso. Eso sí, también hay situaciones chuscas, como cuando les ves haciendo equilibrios para sacar el billete y meterlo en la canceladora sin dejar de hablar por el móvil sujetándolo precariamente entre el hombro y la quijada, momentos en los que me resulta difícil reprimir el deseo de que se les caiga.

En cualquier caso mucho me temo que se trata de una batalla perdida, puesto que los gilimóviles pululan por doquier y, lo que es todavía peor, ni tienen el menor propósito de enmienda -vamos, que no se cortan un pelo-, ni existe la menor presión social que pudiera servir para mantenerlos a raya, y no digo nada ya de las lógicas, pero inexistentes, medidas restrictivas que debería haber en aras de la convivencia y el respeto a los demás. Pero cuando no sólo se ha implantado la cobertura telefónica incluso en los medios de transporte subterráneo, sino que hasta en los autobuses urbanos han colocado tomas de corriente en previsión de que a alguien le pudiera ocurrir la tragedia de quedarse sin batería en mitad de una interminable conversación, de una apasionante partida de Candy Crush o justo cuando iba a enviar a su cuñado la foto de la mariscada que se zampó el domingo, díganme ustedes lo que se puede hacer.

En resumen: mi amigo, por desgracia, no sólo tenía razón, sino que la seguiría teniendo de poder ver la situación actual; porque, pese a que nada está más lejos de mi intención que generalizar y quien se pique que se tome un antihistamínico, lo cierto es que el número de gilimóviles no ha cesado de aumentar con el paso del tiempo.


Publicado el 19-4-2016