Gran Hermano... y más





Hace unas semanas, en pleno mes de agosto, me saltó a la cara una noticia realmente preocupante: Apple revisará todas las fotos que se hagan desde sus dispositivos en busca de contenidos pederastas, rezaba el titular. Preocupante, por no decir indignante.

Se podrá objetar, y soy el primero en hacerlo, que a un delito tan repugnante como la pederastia hay que declararle una guerra sin cuartel, algo con lo que estoy totalmente de acuerdo. Pero entonces tropezamos con la conocida y cínica frase El fin justifica los medios, atribuida a Maquiavelo aunque al parecer es en realidad hija putativa, con variantes, de diferentes pensadores. Y ya no lo tengo tan claro.

En realidad sí lo tengo claro, siempre y cuando la persecución de un delito, sea el que sea, no acabe sirviendo como excusa para rebasar los límites legales, arremetiendo no sólo contra quienes se lo merecen sino también contra quienes no tienen nada que ver con estas fechorías, convertidos sin olerlo ni catarlo en lamentables daños colaterales. O, si se prefiere, siempre que no se convierta en una cruzada, una inquisición, una censura, una guerra santa... llámenlo como mejor les parezca, porque en el fondo es lo mismo e igual de canallesco.

Por desgracia los ejemplos históricos están lo suficientemente presentes como para que nos tentemos la ropa. La Ley Seca norteamericana, con la excusa de combatir el alcoholismo -ignorando deliberadamente que muchos de los bebedores no lo eran-, acabó provocando una crisis social y un auge de la delincuencia sin precedentes e infinitamente peores que el problema que presuntamente intentaban erradicar sus promotores y que, como era de esperar, tampoco erradicaron.

O más recientemente la extrema majadería a la que ha conducido la mema corrección política, hasta el punto de que cualquier cosa que se diga, por inocente que parezca, puede ser objeto de protesta, e incluso de denuncia -y siempre habrá quien les haga caso- por parte de algún colectivo de piel extremadamente fina presuntamente agraviado. Sin olvidarnos de algo mucho más grave, el linchamiento público de personajes famosos bajo la acusación, pongo por ejemplo, de ser acosadores sexuales, muchos de los cuales, con independencia de que pudieran serlo o no, algo que sólo puede dictaminar un juez, se vieron no sólo despojados de la presunción de inocencia, sino también arbitrariamente condenados al ostracismo pese a no existir en la mayoría de los casos ninguna sentencia judicial en su contra; incluso cuando las denuncias de sus presuntas víctimas -no en los juzgados, como sería pertinente, sino en los medios de comunicación- eran muchas veces anónimas y por lo tanto no merecedoras de la mínima atención por razones obvias. No cabe duda de que Torquemada se frotaría las manos si de repente surgiera de su tumba.

Pero volvamos al tema que ha motivado este artículo. El método propuesto por Apple consistiría en hacer pasar por unos filtros informáticos -no es necesario precisar los detalles técnicos- a todas las fotografías que desde un dispositivo de su marca se subiera a la nube iCloud que gestiona esta compañía. Por supuesto se apresuraron a asegurar que no se violaría la privacidad de los usuarios, pero... ¿nos lo creemos?

Por cierto, en el mismo artículo se afirmaba también que Google ya venía haciendo algo similar escaneando las fotografías y los vídeos que se subían a Google Drive, su propia nube. Y no creo que éstos sean los únicos casos.

Personalmente, es algo que me parece en extremo grave. ¿Se imaginan que Correos nos abriera las cartas para interceptar la correspondencia de los delincuentes? ¿O que la empresa a la que tuviéramos alquilado un trastero o un almacén procediera a revisar periódicamente nuestras pertenencias en busca de objetos prohibidos o robados? ¿O que nuestro casero entrara de vez en cuando a nuestra casa para vigilar que no hiciéramos nada impropio? Porque en el fondo no deja de ser muy diferente.

Eso sin contar, claro está, con que a no ser que se trate de unos pardillos los verdaderos delincuentes no usarán la red normal sino la internet profunda, o deep web en inglés, de mucho más difícil control y la cual alberga desde intranets privadas, perfectamente legítimas pero cerradas para quienes no pertenezcan a ellas hasta ciberdelincuentes, perversiones surtidas y todo tipo de prácticas alegales o directamente ilegales. Así pues, más valdría que puestos a buscar buscaran por ahí -de hecho la policía ya lo hace- y dejaran en paz a los ciudadanos corrientes.

Claro está que aquí tropezamos una vez más con la irresponsabilidad de la gente, que no tiene reparos en poner en manos ajenas y, desde mi punto de vista poco o nada fiables, datos tan personales como las fotografías y los vídeos que hace con sus teléfonos o con otros dispositivos, aunque sólo sea para ser sometidos a un control presuntamente inofensivo si no has incurrido en ningún delito.

Para empezar, conviene recordar que la nube, término que recuerda, y no creo que sea de forma accidental, a algo deslocalizado y etéreo, son en realidad sistemas de almacenamiento de gran capacidad ubicados en los servidores de estas compañías, es decir, como los discos duros y las tarjetas de memoria de nuestros ordenadores, cámaras fotográficas, tabletas o teléfonos móviles que tenemos en casa pero a escala industrial. Y la única garantía que tenemos de que estas empresas no vayan a hacer un uso inapropiado de ellos son sus propias promesas de las que yo personalmente desconfío, máxime cuando los más populares y los destinados al gran público suelen ser servicios gratuitos en los que, como afirma uno de los tópicos más extendidos de internet, el producto eres tú. O, para ser más precisos, tus datos y tus ficheros.

Esto sin contar con las letras pequeñas de algunos de ellos -ésas que nunca leemos- en los que no queda nada claro el tema de la propiedad de los derechos sobre nuestros propios ficheros una vez que hayan sido subidos a la correspondiente nube. Conviene no olvidar tampoco que las grandes multinacionales de origen norteamericano, pese a operar en Europa o en cualquier otro lugar del planeta, en caso de conflicto se suelen acoger a las leyes de su país, mucho más laxas que las de la Unión Europea... aparte de que tener que ir a juicio, en el caso de que se les demandara, a un tribunal norteamericano sería cualquier cosa menos sencillo... ni barato. En consecuencia, en la práctica sus ingenuos usuarios se encontrarían virtualmente inermes frente a una trapacería suya.

En mi caso lo tengo muy claro: huyo de las nubes como de un nublado, si me permiten el chascarrillo, y aunque procuro tener mis ficheros a buen recaudo en suficientes copias de seguridad como para estar tranquilo frente a posibles pérdidas accidentales de alguna de ellas, utilizo para ello diferentes discos duros que mantengo a buen recaudo. Tan sólo recurro a estos servicios, y nunca a los de las multinacionales más conocidas -iCloud, Google Drive, One Drive...-, cuando tengo que intercambiar ficheros demasiado grandes para enviarlos por correo electrónico, borrándolos de la nube en cuanto los he descargado; ciertamente no es una garantía total de que no sigan pululando por ahí, pero el riesgo es sensiblemente menor frente a quienes los tienen alojados en ella de forma permanente. Y por supuesto, jamás lo haría con fotografías, vídeos o documentos privados.

Recuerdo que en un curso de informática nos intentaron vender las bondades del alojamiento en la nube. Al manifestar mi desconfianza alguien me respondió que lo encontraba muy útil, porque así cuando se iba de vacaciones podía ver sus fotografías en el móvil en cualquier sitio sin tener que llevarlas en la tarjeta de memoria. Por discreción me callé, aparte de que no tenía el menor interés en intentar sacar a esta persona de su error y, con toda probabilidad, tampoco lo hubiera conseguido; pero no pude evitar preguntarme para qué narices podía tener tanta necesidad de ver sus fotos en cualquier lugar donde estuviera.

No niego que este sistema de almacenamiento centralizado, vulgo nube, no tenga sus ventajas; indudablemente las tiene, pero para empresas u organismos oficiales, no para simples particulares que lo único para lo que lo necesitan suele ser para enseñar a sus familiares, a sus amigos o al primero que pase por su lado la foto del niño, la del perrito o la de la mariscada que se comieron en vacaciones. E incluso para usos profesionales, supongo que será más conveniente para una empresa recurrir a sus propios servidores utilizando una intranet o bien mediante un servicio de pago en el que las condiciones de uso, incluyendo las legales, estén perfectamente determinadas mediante contrato. Yo, desde luego, de estar en su situación no me fiaría de ninguna de estas nubes presuntamente gratuitas.

Y eso en condiciones normales donde, como mucho, cabe temer que te pudieran fusilar una fotografía para hacer uso comercial de ella. Pero como yo me vuelvo cada vez más desconfiado, me pregunto si después de vigilar a los pederastas no lo harán con los terroristas, los traficantes de drogas, las bandas criminales... hasta acabar en una nueva caza de brujas.

No es ninguna broma, puesto que esto ya ha ocurrido y no hace tanto tiempo; con la excusa de detener a los espías soviéticos en los Estados Unidos durante los años posteriores a la II Guerra Mundial, los cuales existían y lograron, entre otras cosas, robar los planos de la bomba atómica, se acabó persiguiendo no sólo a los comunistas -un término en el que se englobaba incluso a los más tibios socialdemócratas- por el simple hecho de serlo, sino a todo aquél que, en opinión de paranoicos tan significados como John Edgar Hoover, director del FBI durante esos años de plomo, pudiera ser un peligro para el estado según sus particulares criterios. Con lo cual, como cabe suponer, acabaron llevándose por delante a muchos inocentes cuyo único delito había sido discrepar de las pautas oficiales, con infamias tales como el tristemente famoso caso del matrimonio Ronsenberg, acusados de estar involucrados en el robo de los planos de la bomba atómica pese a que, como se demostró posteriormente, no tuvieron nada que ver en ello, lo que no impidió que fueran ejecutados.

Así pues, aunque no seamos pederastas ni incurramos en práctica delictiva alguna, iniciativas de este tipo me causan una enorme intranquilidad. Recordemos el famoso sermón -aunque se le suele llamar poema- del pastor luterano alemán Martin Niemöller: Primero vinieron por los socialistas, y yo no dije nada, porque no era socialista... Y no olvidemos nunca que en estas persecuciones una de las primeras víctimas es siempre la libertad de expresión.


Estrambote

Resulta irritante descubrir que, mientras nos vemos sometidos a un continuo acoso a nuestra privacidad por parte de multitud de empresas sin escrúpulos, y no son sólo las grandes multinacionales, sin que las autoridades que presuntamente nos protegen apliquen la legislación vigente sobre la protección de datos para impedirlo, éstas sí lo hacen en otros casos a los que el simple sentido común calificaría de absurdos o ridículos, sin más resultados prácticos que fastidiar innecesariamente a los ciudadanos sin el menor beneficio para su supuestamente lesa privacidad. Vayan aquí dos ejemplos que padecí personalmente:

Hace algún tiempo, mi madre me pidió que la llevara al hospital para visitar a una pariente suya que había sido ingresada. La premura de tiempo nos impidió contactar previamente con su familia, por lo que nos presentamos directamente allí y, tal como se había hecho siempre, dimos su nombre y pedimos que nos dijeran en qué habitación estaba. Para mi sorpresa, la negativa fue tajante: No nos podían dar esa información -y por lo tanto no nos dejaron entrar- ya que lo prohibía la ley de protección de datos. Cuando manifesté mi perplejidad y esgrimí nuestra condición de parientes cercanos, la única razón que me dieron fue que se habían dado casos de agresiones dentro del marco de la violencia doméstica... aunque ni mi madre ni yo dábamos, o al menos eso creo yo, el perfil de unos presuntos maltratadores.

Más recientemente fui a comprar a un supermercado perteneciente a una conocida cadena. Ésta, al igual que otras, dispone de un sistema de fidelización de clientes que permite obtener algunos descuentos en las compras, aunque en este caso no existía una tarjeta física con código de barras sino una aplicación para teléfono móvil. Hasta entonces había habido dos opciones, cargar la aplicación en el móvil y pasarla por el lector, o bien darle a la cajera el número de teléfono para que ésta lo tecleara, lo que resultaba más cómodo sobre todo cuando, por una u otra razón, no lo tenías a mano. Pues bien, cuando antes de pagar intenté darle el número, me respondió que ya no se podía hacer porque habían retirado esta opción en aplicación de la ley de protección de datos tras una reclamación. Sin comentarios y todos castigados sin recreo.

Mientras tanto, existe un ingente -y consentido- trapicheo de datos personales sin nuestro consentimiento -al menos sin el de algunos- y sin nuestro conocimiento. Esto sí es peligroso de verdad, pero al parecer la ley de marras sólo sirve para fastidiarnos impidiendo actividades inofensivas al tiempo que da manga ancha al desmadre.


Publicado el 24-9-2021