Las nuevas inquisiciones





La Inquisición, de Francisco de Goya


Como es sabido, la Inquisición española fue fundada en 1478 (con anterioridad ya existía el precedente de la Inquisición papal creada en 1184) y no fue suprimida de forma definitiva hasta 1834, aunque en diferentes períodos del siglo XIX -reinado de José I, Cortes de Cádiz, Trienio Liberal- fuera derogada temporalmente. Creada en un principio para combatir la herejía y perseguir a minorías religiosas como judíos y moriscos -nada diferente, por cierto, de lo que se hacía entonces en cualquier otro país, cristiano o no-, pronto se convirtió en una temible institución capaz de aterrorizar al más templado sólo con ser citada.

Y por encima de todo, probablemente lo más tenebroso de su labor no fue la persecución -e incluso la ejecución- de herejes o paganos, sino la tremenda censura que implantó en nuestro país durante varios siglos; porque, pese a leyendas negras muchas veces muy poco documentadas -sea de forma deliberada o no-, lo cierto es que las víctimas de la Inquisición, aun siendo una cantidad importante, no descollaron especialmente por su número en una sociedad en la que las ejecuciones por cualquier motivo, incluso el más nimio, estaban a la orden del día. Vamos, que no fueron tantas como se nos ha pretendido hacer creer, siempre tomando como referencia claro está su propio contexto social, y no el nuestro.

Sin embargo la censura inquisitorial, que afectaba a la totalidad de la sociedad, fue desde mi punto de vista mucho más dañina, ya que supuso una tremenda y agobiante losa que impidió que España avanzara en la medida en que lo hicieron otros países. Por desgracia, mientras nuestros vecinos desarrollaban la filosofía, la física, la química y el resto de las ciencias, aquí las universidades descollaban por la teología. Y así nos fue.

Pero no es mi intención en esta ocasión escribir un artículo histórico -vaya esto de simple introducción-, sino uno centrado en algo tan actual -y tan desagradable y molesto- como lo que yo he venido en denominar las nuevas inquisiciones, que no por ir camufladas con ropajes modernos y presuntamente progresistas dejan de ser una pura y dura censura tan tenaz como la del viejo Santo Oficio. Y, aunque ya no se queme a nadie, lo cierto es que nos estamos deslizando de forma imperceptible hacia una situación en la que algo tan fundamental como la libertad de expresión empieza a encontrar considerables restricciones, siempre “justificadas” eso sí en aras de la corrección política o del respeto mal entendido a unas minorías presuntamente oprimidas.

Lo triste del caso es que los promotores de esta neoinquisición suelen proceder casi siempre del campo de la izquierda política y social, es decir, los sectores que tradicionalmente habían estado siempre más ligados a la defensa de la libertad del ciudadano... pero es lo que hay, y resulta tan evidente que no creo que merezca la pena insistir demasiado en ello.

Sí voy a poner algunos ejemplos de censuras patentes, por mucho que se les quiera camuflar de defensa de lo que sea; porque la única censura admisible es la que no existe. Por supuesto excluyo, como única excepción, todo cuanto se pudiera calificar de apología del delito, ya que está claro que ésta es la única restricción que ha de tener la libertad de expresión; pero a lo que yo me voy a referir es a cuestiones con las que se podrá estar o no de acuerdo, pero que ni son delictivas ni incitan en modo alguno al delito, independientemente de que puedan gustar o no.

Aprovecho asimismo para recordar algo tan evidente como que la tolerancia consiste en respetar todo aquello que no te gusta pero que es legítimo, o cuanto menos legal; la tolerancia no es en modo alguno, tal como he oído decir en más de una ocasión a estos neoinquisidores, tener que tragar con algo que no te gusta o con lo que no estás de acuerdo, entendiéndolo como tener que estar obligatoriamente de acuerdo con ello. La tolerancia implica respeto, pero en modo alguno estar en sintonía con algo. Y por supuesto, tolerarlo no es en modo alguno incompatible con desentenderte de ello, o ignorarlo. Puede parecer evidente que sobre tus gustos, o tus opiniones, nadie tiene derecho a influir; pero muchas veces, por desgracia, no lo es.

De hecho, en muchas ocasiones, si alguien osa manifestar públicamente su desacuerdo con algo de lo elevado a la categoría de sacrosanto canon, por mucho que lo respete, será poco menos que vituperado y considerado algo así como un Hitler en potencia, cuando en realidad lo único que ha hecho ha sido ejercer su derecho a pensar libremente y a la expresar asimismo libremente su opinión. Soy consciente de que esto es algo que suena a Gran Hermano y a la dictadura del pensamiento único, pero es lo que hay.

Y no se crea que estas censuras se limitan a campos especialmente sensibles como pudiera ocurrir, por ejemplo, con el nazismo o con ciertas ideologías totalitarias; curiosamente no con todas, ya que por ejemplo los nacionalismos -no el español, evidentemente- siempre han gozado de gran predicamento entre la progresía bienpensante, pese a sus más que discutibles comportamientos. Aquí tenemos, para empezar, un buen ejemplo de neoinquisición: nada de malo hay para estos censores en ser nacionalista catalán, gallego o vasco, pero sí en ser nacionalista español, pese a que las evidencias demuestran que todos los nacionalismos, sin excepción, suelen estar cortados por un mismo patrón y reproducen, a poco que puedan, las mismas pautas de comportamiento.

No es éste el único caso de censura. Por ejemplo, serás anatemizado de forma fulminante si se te ocurre hacer la más mínima crítica, por muy justificada que pueda estar -eso si siquiera te dejan justificarla-, hacia cualquier tipo de sacrosanta minoría, sea ésta religiosa, étnica, social, sexual... como si en todas partes no cocieran habas. Pero no, no se los puede tocar -literalmente- bajo pena de ser tildado de machista, racista, xenófobo, homófobo... cuando no de cosas aún peores. La aberración llega a su extremo cuando compruebas cómo algunos -o bastantes- de los miembros de uno de estos hiperprotegidos colectivos las hacen de todos los colores, en ocasiones violando incluso de forma sistemática algo tan fundamental como son los derechos humanos, lo cual sólo merece una injustificable disculpa del tipo “es su cultura” o “es su religión”... como si cultura o religión pudieran estar por encima de los mismísimos derechos humanos. Y por supuesto, aunque tú estés obligado a respetarlos a ellos, ellos no tendrán por qué respetar tu opinión discrepante con la suya; la ley del embudo, vamos.

La dictadura de lo políticamente correcto -una estupidez ya en el propio nombre- está llegando a unos extremos realmente preocupantes. Así, mientras gozamos de un flamante Ministerio de Igualdad que nadie sabe para qué sirve salvo para mantener a un buen puñado de paniaguados en plena crisis económica, nos encontramos con que algo tan aberrante como es la discriminación positiva -como si alguna discriminación pudiera no ser negativa por principio- suele acabar volviéndose en contra de sus presuntos beneficiarios, menoscabándose de paso el único criterio válido y aceptable para seleccionar dentro de un colectivo, la propia valía personal. Eso sin olvidarnos de facetas anecdóticas, quizá, pero en modo alguno inocentes, como es la aberrante distorsión del idioma a la que ya nos tienen acostumbrados los políticos (y las políticas), aunque en este caso me cabe la sospecha de que tenga mucho que ver la incultura enciclopédica de la que suelen adolecer estos individuos (e individuas).

Me queda por reseñar, ya para terminar, otro ejemplo flagrante de censura neoinquisitorial: el empeño de ciertos individuos o entidades, autoerigidos en torquemadas de vía estrecha, en impedir la difusión de determinados anuncios publicitarios que, según ellos, atentan presuntamente contra la dignidad de determinados colectivos sociales a los que dicen defender. Cierto es que el buen gusto de muchos anuncios deja bastante que desear, pero por muy malos o muy repulsivos que puedan resultar, ¿quién es nadie para convertirse en censor de los mismos? La única censura que yo admito, siempre y cuando no violen las leyes, y para eso están los juzgados y sólo los juzgados, es no comprar aquello cuyo anuncio te ha molestado. Así de sencillo. Pero no, el buen torquemada nunca aceptará esto y pretenderá imponer su opinión, respetable pero discutible como cualquier otra; a ver quién les convence de lo contrario.


Publicado el 8-11-2009