Juventud, divino tesoro
Como Peter Pan,
muchos jóvenes actuales
tampoco parecen querer hacerse
adultos
En un artículo publicado recientemente en la prensa, es irrelevante el nombre de la cabecera, se planteaba la pregunta de si vivíamos ahora mejor que en los años de la burbuja económica, poniendo como comparación el año actual frente a 2008. Los datos estaban tomados del Indicador de calidad de vida, una de las estadísticas realizadas por el INE en las que, como ocurre en estos casos, la subjetividad puede ser demasiado alta para que los resultados resulten fiables... al menos para mí, puesto que no se recogen datos objetivos sino opiniones personales tan respetables como difícilmente cuantificables.
No voy a entrar en detalles sobre todos los indicadores analizados, sino tan sólo en uno de ellos y, más concretamente, en la rotunda afirmación del redactor: La educación ha seguido mejorando, con una juventud cada vez más formada. Y lo siento, pero discrepo por completo ya que existen suficientes datos objetivos para pensar justo lo contrario.
Basta con ser un profesional de la enseñanza o con tenerlos cerca para opinar lo contrario; la educación cada vez está más degradada, y no por culpa de los maestros y profesores, que como en cualquier otro colectivo los hay buenos, regulares y malos, sino por el empeño reiterado de los políticos de la totalidad d el espectro ideológico por maquillar las estadísticas a costa de bajar una y otra vez el listón, cambiando la ley de enseñanza vigente por otra todavía peor... en ocho ocasiones desde 1980, lo que da una media de cinco años y medio por ley, cuando la franquista de 1970 duró diez y la anterior de 1953 diecisiete con algunas correcciones. Teniendo en cuenta que una ley de educación debería ser, por pura lógica, consensuada y estable, no parece que sea ésta la mejor garantía para una educación de calidad, complicándose todavía más la situación por el demencial troceamiento de las competencias educativas a nivel autonómico, con las consecuencias que eran de suponer.
Pero claro está que los intereses políticos, con independencia de siglas, no van por ahí; y, aunque puedan diferir en sus motivaciones y sus objetivos, clasismo para la derecha y buenismo para la izquierda, en la práctica los resultados vienen a ser los mismos: la enseñanza, o al menos la pública que es para mí la más importante, cada vez está peor y los alumnos salen de ella con una formación más pobre y, todavía peor, completamente infantilizados.
Aunque excepto en un breve período al inicio de mi carrera laboral nunca he trabajado de docente, sí cuento con testimonios de primera mano lo suficientemente fiables para poder hablar con un razonable conocimiento de causa. Y les puedo asegurar que el nivel de conocimientos medio de los estudiantes españoles en cualquiera de las etapas educativas no es que haya descendido, es que ha caído en picado no sólo en la enseñanza primaria y la secundaria, sino también -y esto es si cabe más grave- en la universidad e incluso a nivel de doctorado.
Este desolador panorama es resultado de lo que podríamos considerar una tormenta perfecta. Para empezar tropezamos con las interferencias de los políticos, a los cuales no les interesan los resultados sino tan sólo las estadísticas por muy falsas que éstas sean, justo aquéllas como la que afirma que la educación ha seguido mejorando, con una juventud cada vez más formada. Por consiguiente lo que les interesan son las notas y los aprobados fáciles con los que les cuadren las cuentas del informe PISA, aunque éstas sean más falsas que un duro de chocolate. El caso es salvar la cara aunque la tengan de hormigón, y los futuros problemas... pues ya no serán problema suyo.
Pero aunque los principales, no son los únicos culpables. Llevamos décadas, y prácticamente ya un par de generaciones, en los que el tópico del niño mimado y consentido se ha convertido, por desgracia, en la regla mayoritaria; niños que al llegar a adultos vuelven a incurrir en la misma práctica con sus propios hijos. No voy a entrar a analizar en detalle este problema puesto que desbordaría los límites de este artículo, amén de que disto mucho de conocer en profundidad las raíces de esta anomalía social; pero no hace falta ser sociólogo ni psicólogo para ser plenamente consciente de los resultados de esta malcrianza. Los niños y los no tan niños, con una adolescencia prolongada demencialmente hasta la treintena, se han vuelto unos hedonistas con nula capacidad de tolerancia a los contratiempos y, en general, a todo aquello que no les plazca o les suponga un mínimo esfuerzo. Por si fuera poco, a su nula voluntad de estudiar se suma una indisciplina rayana en muchas ocasiones en insolencia; y por si fuera poco al menor contratiempo recurren al comodín de los padres, que no dudan en recriminar al profesor sin caer o sin querer caer en el pequeño detalle de que los malos estudiantes siempre han recurrido a la mentira para camuflar sus faltas... sólo que antes no se les hacía caso, y ahora sí. No es que la mayoría de los estudiantes carezcan de capacidad para sacar adelante los cursos, todavía más teniendo en cuenta lo bajo que está ya el listón, por lo que habría que ser literalmente tonto para no aprobarlos; es que muchos de ellos no dan palo al agua ni tienen la menor intención de hacerlo.
Por supuesto, nos encontramos también con una presión social extremadamente perniciosa que en mis tiempos por fortuna no existía, como ocurre con el peligro de las redes sociales cada vez más denunciado por los expertos sin mayores resultados. En mis tiempos también teníamos nuestros ídolos, pero asimismo los pies en el suelo puesto que éramos capaces de valorar los problemas con los que nos enfrentábamos; y si no era así la cruda realidad se encargaba de ello, abriéndonos los ojos, aunque fuera a golpe de tropezones, frente a los cantos de sirena.
Pese a que el problema está perfectamente identificado y a nivel particular la gente presume de tener las ideas claras, lo cierto es que a la hora de la verdad no se aprecian intentos serios para intentar corregirlo por parte de los distintos sectores sociales; y todavía menos por unos políticos que no dudan en implantar aberraciones tales como trasladar a junio los impopulares, pero efectivos, exámenes de septiembre para no chafar las vacaciones a los pobrecitos malos estudiantes ni, por supuesto, a sus familias, lo que en la práctica supone suprimirlos; o que la selectividad, o como se llame ahora, dé un índice a la búlgara de aprobados del 96,84%, que es lo mismo que decir que no sirve para nada.
Los resultados de estos despropósitos son obvios: cada vez más gente tiene un título, pero precisamente por eso cada vez ese título se devalúa más hasta convertirse en papel mojado, lo cual no sólo no beneficia -ni falta que hace- a los malos estudiantes sino que perjudica a los buenos, tanto a la hora de entrar en la universidad -éstas se defienden subiendo proporcionalmente las notas mínimas de ingreso en las facultades, con lo cual todo cambia para seguir igual-, como posteriormente en el mundo laboral, cuyos responsables de selección de personal no suelen ser tontos a la hora de separar el grano de la paja con títulos o sin ellos.
Ahora pasamos a otro artículo también relacionado con este tema y casualmente publicado en el mismo periódico con tan sólo un día de diferencia. Y aquí nos encontrábamos, ya para empezar, con el siguiente titular: Los jefes están espantados: los jóvenes ya no se callan en el trabajo y contagian a los más mayores. Según otra encuesta, puntualizo. Resumiendo, el artículo venía a decir que las nuevas generaciones pretendían cambiarlo todo en la oficina, con una predisposición a cuestionar lo establecido y pocos reparos en plantar cara a sus superiores y cuestionar su manera de gestionar las tareas. Lo cual, concluye la redactora a la que supongo joven, es positivo tanto para los empleados, incluyendo a los más pusilánimes veteranos, como para la empresa. La Arcadia feliz, vamos.
El problema es que la realidad suele ser más cruda. Cierto es que muchas veces te encuentras en el trabajo con alguien por encima de ti que no sólo carece de capacidad para asumir sus responsabilidades de mando, sino que por si fuera poco suele tener la mala costumbre de fastidiar a sus subordinados como modo de afirmar vanamente su autoridad y, en muchas ocasiones, de ocultar su inseguridad. Pero es lo que hay, lo que siempre ha habido, y cualquiera con suficiente experiencia laboral sabe que la prudencia es un valor importante a la hora de defender tu puesto de trabajo y sobre todo si no estás suficientemente asentado, ya que si como suele ocurrir casi siempre, entras desde abajo, un exceso de audacia -o de insolencia, cuya diferencia muchos jóvenes no acaban de tener claro- puedes acabar de patas en la calle.
Y no hablo por hablar. Son bastantes los profesionales autónomos o de pequeñas empresas que me han dicho que no quieren ni a tiros trabajadores jóvenes, ya que el sueldo es lo único por lo que se interesan, escurriendo el bulto todo lo que pueden y no respetando en ocasiones ni siquiera las más elementales normas de educación. Justo así lo decía un pintor en un artículo publicado en El Español hace tan sólo unos días.
Por mi parte, lo que veo constantemente es que en aquellas tiendas en las que los dependientes son jóvenes la profesionalidad brilla por su ausencia, empezando por la manera de tratar a los clientes como si fueran colegas suyos, y por supuesto desentendiéndose como vayas a ellos con un problema mínimamente complicado; nada que ver con los antiguos profesionales del comercio, una especie a extinguir, que sabían al dedillo todo lo referente a su tienda y sobre lo que los clientes iban a buscar allí. Puede que sea una manera de abaratar costes de las empresas deshaciéndose de empleados con experiencia que lógicamente les salen más caros, pero llama la atención que estos dependientes jóvenes no lleguen a asentarse en un oficio, sea por culpa de la precariedad laboral o sea culpa suya al no querer formarse académica o laboralmente porque estudiar es cansado. Por lo tanto no es de extrañar que cada vez se vean más inmigrantes ocupando estos puestos sin tantos remilgos como los españoles, al tiempo que me pregunto como se las apañarán éstos para ganarse la vida sin tener la menor voluntad por esforzarse y exigiendo además.
Como cabe suponer, muchos de ellos mantienen ese comportamiento insolente y grosero en la calle o en cualquier otro lugar público. No es infrecuente verlos en un transporte público con los pies encima del asiento de enfrente, comiendo y bebiendo, hablando a voces o molestando a los viajeros con los ruidoss -rehuso llamarlos música- de su agrado a todo volumen. Pese a evitar enfrentamientos con gente de esta laya en varias ocasiones he tenido roces con ellos, teniendo que sufrir su insolencia, su agresividad verbal y su nulo respeto por las más mínimas normas de educación; y no estoy hablando de adolescentes, sino de adultos hechos y derechos en ocasiones incluso ya padres.
Por lo tanto, no es de extrañar que una incorporados a la vida adulta y ya sin la protección de mamá y papá, protesten airadamente porque las cosas no les van como ellos quisieran, sorprendidos quizás de que no les caiga del cielo todo aquello que desean sin más que pedirlo, desconocedores voluntarios o no de que para las anteriores generaciones, cuando tenían su edad, la vida no fue precisamente un camino de rosas, pese a lo cual tuvieron la paciencia y el coraje que a ellos les falta para enfrentarse a las adversidades que se atravesaban en su camino. Eso sí, por muy mal que lo pasen o crean pasarlo tampoco se privan de nada en lo relativo al ocio, para lo cual el dinero no parece faltarles. Puede que no tengan futuro, pero la impresión que me da es que su presente aparenta ser de lo más placentero.
En fin, ya lo ha dicho en reiteradas ocasiones Arturo Pérez Reverte, que tiene mucho más mundo que yo: Europa se está yendo al carajo y yo no lo lamento: nos lo merecemos. (...) Estamos negando la realidad y vendiendo un mundo de Disneylandia que es imposible, que no puede ser, que es insostenible, que no es verdad, que se va al carajo.
Publicado el 31-10-2024