Los derechos de autor y las librerías de viejo





Fotografía tomada de helencaldwell.wordpress.com



En el tema de los derechos de autor siempre será muy difícil ponerse de acuerdo, máxime cuando suele estar muy generalizada la idea de que los bienes intangibles son algo de lo que se puede disfrutar gratis, siendo muchos los que ven normal tener que pagar por algo “sólido” -léase comida, ropa, una entrada de fútbol, una copa en el bar o, en general, cualquier bien de consumo- al tiempo que están convencidos de que no cuesta ningún esfuerzo realizar una creación intelectual, por lo que ésta no merece ser retribuida. Por si fuera poco, los avances tecnológicos han puesto al alcance de cualquiera conseguir con toda facilidad, y completamente gratis, una copia digital de un libro, un disco o una película, lo cual ha contribuido a agravar todavía más el problema.

Voy a obviar, por ser un tema sobradamente conocido, cualquier tipo de discusión acerca del escurridizo problema que supone concertar los intereses de los creadores con los de los usuarios, ya que si bien resulta indefendible cualquier disculpa de la piratería cultural, no es menos cierto que también han sido cuestionados con sólidos argumentos los métodos y criterios que en ocasiones se han utilizado para recaudar los derechos de autor, desde las discutidas prácticas de algunas instituciones encargadas de recaudarlos, hasta el controvertido -y suprimido y vuelto a implantar- canon digital que convierte en un pirata potencial a todo aquél que compre cualquier equipo o sistema capaz de almacenar contenidos digitales, cobrándosele por adelantado y manu militari una “compensación” por unas presuntas y futuras descargas ilegales, que en muchos casos ni tan siquiera lo son, con independencia de que las vaya a hacer o no. Mayor arbitrariedad imposible, sobre todo teniendo en cuenta que detrás de esta iniciativa se encuentra el mismo gobierno que no ha tenido el menor empacho a la hora de asfixiar al mundo cultural con un IVA desproporcionado y abusivo.

La piratería digital no es tampoco el único problema existente, ya que también nos encontramos con flecos que se vienen arrastrando desde el mismo momento en el que se comenzaron a proteger legalmente los derechos de autor allá hacia finales del siglo XIX. Siempre me ha sorprendido, por ejemplo, que la SGAE gestione tan sólo los derechos de autor relativos a la música y las artes escénicas, incluyendo radio cine y televisión, y no los de los escritores, a excepción de los guionistas y los dramaturgos. De hecho su equivalente para éstos, CEDRO, no fue creado hasta 1988, casi con un siglo de retraso con respecto a la SGAE.

Mucho peor lo tienen los artistas plásticos, ya que mientras un músico cobra por cada vez que se ejecuta su obra y un escritor por cada vez que se edita, un pintor o un escultor pierden todo el control económico de sus cuadros y esculturas una vez que los han vendido, lo que ha acabado convirtiendo al arte en mero objeto de especulación económica de la que los menos beneficiados -ejemplos como el de Van Gogh son clarificadores- son precisamente los propios autores.

Claro está que los escritores tampoco cuentan con una protección legal demasiado más halagüeña. En principio sus ingresos pueden venir por dos fuentes, las ediciones y reediciones de sus libros, y desde hace unos años la compensación por copia privada, pero se encuentran en una situación similar a la de los pintores en lo que respecta al mercado del libro de segunda mano, de cuyas transacciones económicas no huelen un solo duro.

Y no es en modo alguno un tema baladí. Basta con hacer un rastreo por internet, o visitar las librerías de viejo, para comprobar que bastantes de estos profesionales, lejos de poner unos precios más o menos razonables en función del valor real del libro -aunque han comenzado a aparecer sitios de precios fijos-, aprovechan para pedir unas cantidades disparatadas por los libros agotados y descatalogados en el momento en que sospechan que éstos pueden tener demanda, sin que esta práctica redunde en el menor beneficio para sus autores ni, por lo general, tampoco para sus propietarios anteriores.

Todo esto teniendo en cuenta que los libreros de viejo ni siquiera forman parte de la cadena de beneficiarios directos, es decir, todos aquellos que han contribuido con su trabajo a que nosotros podamos comprar un libro: autores, traductores, ilustradores, maquetadores, editores, impresores, distribuidores y librerías, pese a lo cual obtienen todo el beneficio de la reventa sin más gasto que lo que les han podido costar a ellos los libros, por lo general poco.

De vez en cuando veo que sale a la venta en internet algún ejemplar de mi libro dedicado a la colección Luchadores del Espacio, del cual dicho sea de paso no percibí en su día ni un solo céntimo en concepto de derechos de autor; pero el tema del impago a los autores por parte de algunas editoriales, con el agravante añadido de que al tratarse de cantidades pequeñas no compensa en modo alguno meterse en pleitos, es de sobra conocido, por lo que no voy a extenderme en ello.

Así pues, nos encontramos con que algún librero de viejo está haciendo negocio -poco, pero desde luego más del que hice yo- con mis libros, por cuya reventa no percibo nada en absoluto. Será legal, no lo discuto, pero ¿es legítimo?

Volvamos ahora al tema de las copias digitales, en concreto al de las digitalizaciones de los libros. Si éstos están a la venta, sea en edición convencional o digital, no hay nada más que hablar, ya que su copia provoca un perjuicio económico -lucro cesante, según la terminología legal- a sus legítimos beneficiarios.

Cosa muy distinta es el caso de los libros que están agotados sin que existan nuevas ediciones a la venta ni, en muchas ocasiones, previsiones de que se hagan, por lo cual, aparte de tomarlos en préstamo en una biblioteca, tan sólo existen dos posibles alternativas: comprarlos en el mercado de segunda mano, o conseguir con una copia electrónica de ellos. ¿Es legítimo -e incluso legal- esto último? Obviamente no considero el caso de hacer una edición digital con ánimo de lucro de libros con derechos de autor todavía vigentes, pero cosa muy distinta sería hacerlo con una obra con los derechos de autor ya caducados; de hecho, algunas instituciones como bibliotecas y archivos públicos están procediendo a digitalizar y subir a internet sus fondos bibliográficos que cumplen estos requisitos.

Pero incluso cuando los derechos de autor todavía no han prescrito, y siempre y cuando sea para uso personal, ¿es éticamente aceptable copiar, o conseguir la copia digital, de un libro agotado que resulta imposible adquirir, salvo pagando unos precios abusivos, en una librería de segunda mano? Conste que no estoy teorizando, dado que éste es un caso que me surge con relativa frecuencia. ¿Perjudicaría con ello al autor? No, puesto que no es posible comprar el libro de manera que él pueda cobrar sus derechos de autor. ¿Perjudicaría a la editorial o a las librerías? Tampoco, por idénticos motivos.

De hecho, al único que “perjudicaría” sería a ese librero de viejo que ha fijado unilateral y abusivamente su precio basándose en presunciones de cuánto estaría alguien dispuesto a pagar por él, un precio que no suele tener la menor relación ni con lo que pagaron ellos al comprarlo a su dueño anterior -si el libro es escaso y tiene suficiente demanda los márgenes pueden llegar a ser exorbitantes-, ni con el coste real, sumando todos los gastos y beneficios, que tuvo ese mismo libro cuando fue editado.

Así pues, aunque soy de la antigua escuela y sigo prefiriendo los libros de papel de toda la vida, admito que en esas circunstancias no tendría el menor escrúpulo de conciencia, ni soy consciente de estar haciendo nada reprobable, máxime cuando a pesar de todo sigo siendo un buen cliente de estos profesionales siempre y cuando, eso sí, éstos pidan unos precios razonables. Quede claro, asimismo, que les considero un eslabón fundamental para poder cubrir una oferta que muchas veces no encontramos en una industria editorial cada vez más mercantilizada y banalizada, por lo cual, lo digo con total sinceridad, les estoy muy agradecido. Mi crítica, pues, no va dirigida a este gremio en general, sino tan sólo a aquéllos que, por decirlo en términos coloquiales, se pasan siete pueblos y no tienen el menor escrúpulo a lo hora de esquilmar los bolsillos de sus potenciales clientes.


Publicado el 25-8-2017