Historia de un viaje en autobús, o
Mañana podría ocurrirle también a usted





De haber nacido hoy, Zipi y Zape serían unas hermanitas de la Caridad


Aunque podría hablar largo y tendido, por desgracia, de la epidemia de mala educación que, a modo de plaga bíblica o quizá más de metástasis cancerosa, se ha extendido por todos los ámbitos de nuestra sociedad, en esta ocasión me voy a limitar a relatar lo que me ha ocurrido esta misma tarde en el autobús en el que volvía a casa tras terminar mi jornada laboral.

El trayecto, que realizo de forma habitual todos los días, viene a durar en torno a media hora o quizá algo más, dependiendo de cómo esté el tráfico. Para que puedan hacerse una idea de la magnitud de mi paciencia, les diré que el recorrido es de 5,6 kilómetros según Google Maps, y que cuenta con un total de 17 paradas según la página web de la compañía de autobuses.

En el mismo vehículo que yo, y en la misma parada, montaron en mala hora un padre y una madre -aparentemente sin relación familiar entre ellos- pastoreando entre ambos a tres hermosas criaturas de sexo femenino y de unas edades que calculé en torno a los tres o cuatro años. Los padres eran treintañeros y con lo que normalmente se denomina buenas pintas, nada de inmigrantes desarraigados, perroflautas, arrabaleros, ni pobres víctimas de la sociedad de consumo, que conste.

Su entrada en el autobús fue, desde un punto de vista decibélico, algo muy similar no ya a la consabida de un elefante en una cacharrería, sino a la de un dinosaurio en una confitería. Y les aseguro que no exagero. Las crías gritaban como descosidas tal como si las estuvieran despellejando, cosa que lamentablemente no ocurría, y sus respectivos papás/mamás -haremos esta concesión a la corrección política, por eso del qué dirán- tampoco se quedaron atrás cuando, separados por el pasillo del autobús, demostraron también ser ajenos a las más mínimas normas del respecto hacia los demás. Estaba claro que de casta le venía al galgo.

Y por supuesto, siguieron. Al final acabaron todos agrupados en un mismo rincón del autobús, mientras las crías seguían a lo suyo -canciones, chillidos y berridos incluidos, dentro de un amplio muestrario de variantes- ante el beneplácito de sus complacientes progenitores, que no sólo no les reprimían su recital, sino que además les jaleaban con entusiasmo, que ya se sabe que ante el amor paternal/maternal no hay nada que se le resista.

A esas alturas, 4 kilómetros y 13 paradas después del inicio de la tortura, y aparte de haber canonizado por mi propia cuenta al rey Herodes, tenía ya un dolor de cabeza bastante considerable, y por supuesto me resultaba difícil, por no decir imposible, concentrarme en la lectura del libro que llevaba abierto. Confieso que para entonces ya había echado hacia atrás, en dirección a la fuente de mis desgracias, varias miradas asesinas sin el menor resultado, pero llegó un momento en que ya no pude más y manifesté en voz alta mi disgusto por tan insoportable situación.

Dio la casualidad -o quizá no- de que me oyera el papá de tan angelicales criaturas -o al menos de una parte alícuota de ellas-, y ¿qué creen que hizo? ¿Pedirme disculpas y decir a las churumbelas que se callaran de inmediato, porque iban molestando a las personas mayores?

Pues no; por desgracia esto que están leyendo no es un relato de ciencia ficción ni una novela histórica, sino tan sólo una descripción realista y totalmente verídica de lo que me ocurrió en un autobús urbano durante una calurosa tarde de finales de mayo. El buen señor -lo de “buen”, como el valor en la mili, se le supone-, que insisto, tenía apariencia -sólo apariencia, como demostró acto seguido- de proceder de buena cuna, se dirigió hacia mí con su mejor ademán de dignidad ultrajada, que ya se sabe eso de que no hay mejor defensa que un buen ataque, preguntándome muy cortés -que no es lo mismo que educado-, pero muy secamente, qué era eso que tanto me molestaba... como si no lo supiera de sobra el muy ****** (sustituyan ustedes mismos los asteriscos por el adjetivo calificativo más a su gusto).

Yo le repliqué, reconozco que bastante cabreado, pero con toda la seca y distante educación de la que soy capaz -y soy capaz de bastante- cuando me tocan las narices, que llevaban todo el viaje dando la matraca, y que estaba resultando insoportable.

El individuo, con un gesto de sorpresa más falso que un billete de quince euros, me espetó que eran niñas, como si eso lo explicara -y lo justificara- todo.

Mi respuesta fue que, cuando yo era niño, mis padres me decían que no gritara cuando podía molestar a la gente, pero que se veía que ellos no pensaban así, puesto que no sólo las habían estado jaleando -les aseguro que era cierto- sino que, si me apuraban, los dos adultos habían estado metiendo incluso más bulla que ellas.

¿Imaginan cuál fue su respuesta? En un alarde de cinismo, y ya hay que tener la cara de la dureza del pedernal, se me engalló tildándome de maleducado, aunque sospecho que en realidad puede que lo que quisiera acusarme era de “intolerante”, que ya se sabe que en estos días son cada vez más los que piensan que la “tolerancia” consiste en aguantar estoicamente y sin rechistar todo lo que te echen encima, por más que te estén friendo vivo.

El remate llegó cuando, a modo de “prueba de cargo” de su acusación, hizo cierta alusión a mi cara que, lo reconozco, en esos momentos no disimulaba en absoluto la irritación que sentía; supongo que habría preferido que yo, en caso de ser “tolerante”, me hubiera dirigido a él con una beatífica sonrisa de oreja a oreja, pidiéndole perdón por las molestias, al tiempo que le rogaba que, siempre y cuando sus tiernas retoñas no corrieran el riesgo de padecer un grave trauma psicológico, les pidiera por favor que no alborotaran tanto durante un ratito... pero qué se le va a hacer, nadie es perfecto.

A esas alturas, tan sólo me quedaban dos alternativas. La primera consistía en darle al fulano los dos buenos guantazos que se merecía y que, por desgracia para la sociedad, que no para él, posiblemente no le llegaron a dar en su momento sus padres; algo problemático puesto que lo más probable, dada las diferencia de edad, era que hubiera sido yo el que saliera perdiendo. Eso sin contar, además, toda la serie de consecuencias desagradables de diversa índole que esta trifulca hubiera acarreado. Y es que, en el fondo, no era cuestión de acabar en la comisaría por culpa de alguien incapaz de distinguir entre la velocidad y el tocino.

Como yo tiendo a ser pacífico, o quizá sería mejor decir prudente, opté por la segunda alternativa posible, respondiéndole que había que tener desfachatez para llamarme maleducado a mí, puesto que el único que estaba demostrando serlo era precisamente él. Por lo tanto, no me extrañaba en absoluto que las crías hubieran salido así. Y se lo tuve que repetir, puesto que el tipo continuaba en sus trece.

Finalmente la cosa no fue a mayores, ya que el indignado papá, tras montarme su pueril exhibición, optó por retirarse a sus cuarteles de invierno, es decir, a la parte trasera del autobús, aunque todavía le dio tiempo para rezongar algo que no entendí bien -y mejor que no lo entendiera-, al tiempo que al parecer les decía a las mocosas que no alborotaran tanto, no sé si en el fondo algo corrido o si, tal como sospecho, por “no molestar al chinche de delante”, que hay que ver el poco aguante que tiene la gente. En todo caso a buenas horas, mangas verdes, porque se bajaron en la parada siguiente cuando a mí me quedaban tan sólo tres más para llegar a casa.

Una vez libres de la tortura, un señor mayor -me dijo que tenía setenta y tantos años-, que iba sentado enfrente de mí, me dio la razón diciendo que ahora la gente no tenía educación pese a tener estudios, y que él, pese a no haber podido estudiar, era mucho más educado que todos ellos... a lo cual asentí, claro, porque yo también pienso lo mismo.

Sin embargo, y pese a mi pequeño y tardío triunfo moral en forma de este reconocimiento, no pude evitar hacerme una pregunta: ¿por qué razón esperó a que se bajara toda la reata para decírmelo? ¿No podía haberlo hecho un poco antes, justo delante de las narices del tipo?

Huelga decir que el resto de los viajeros del autobús, víctimas solidarias conmigo, tampoco dijeron ni pío ni antes, ni durante, ni después del altercado, no fuera a ser que se escapara algo.

Díganme, por favor, si esto puede tener arreglo, porque si los “educados” e “integrados” se comportan así, ¿qué será de los sectores menos privilegiados de la sociedad, antaño conocidos como chusma antes de que la corrección política convirtiera a quien osara usar esta palabra en reo de lesa humanidad?

No, en realidad no hace falta que me lo digan. Me temo que ya conozco la respuesta.

Eso sí, en el fondo me queda una pequeña satisfacción. Si a mí me bastó con apenas media hora para experimentar algo muy parecido a los tormentos imaginados por Dante, no les arriendo las ganancias a esos papás tan “modernos”, “tolerantes” y “buenrrollistas” aguantando a sus tiernas vástagas durante todos los días del año. Dios es justo, puesto que en el pecado llevan la penitencia.


Publicado el 31-5-2012