Más papistas que el Papa





Portada de la partitura de la Marcha Radetzky



Aunque ya lo he criticado en multitud de ocasiones, voy a insistir de nuevo en ello: la cada vez mayor obsesión por la corrección política en todas sus posibles vertientes está alcanzando unos niveles preocupantes tan sólo explicables dentro de la deriva cultural -en todos los sentidos- que padece la sociedad occidental, principalmente en los Estados Unidos que fueron los padres de la criatura, pero también, y aquí es donde me aprieta el zapato, en Europa.

Los ejemplos son múltiples y oscilan entre lo anecdótico y lo decididamente molesto, todavía más cuando cualquiera de las manías surgidas a socaire suyo se intenta imponer con un talante censor que recuerda a episodios históricos tan poco edificantes como la inquisición, la caza de brujas -la real y la de McCarthy- o la Ley Seca, entre otros muchos. Y por supuesto no me sirve la excusa de la presunta bondad de la iniciativa, porque hasta los más feroces censores siempre han obrado convencidos de que actuaban de forma correcta y en beneficio nuestro, por supuesto sin pedirnos opinión.

Ni siquiera aquéllos casos en apariencia más inofensivos, como el que traigo a colación, dejan de ser potencialmente dañinos, puesto que pueden servir para sentar un precedente que abra las puertas a otros similares más peligrosos. Por esta razón, no deja de preocuparme y de repelerme cualquier atisbo de censura por nimia que ésta pueda ser y por justificada que pueda parecer, ya que pudiera ocurrirnos como al narrador del famoso sermón de Martin Niemöller, en ocasiones erróneamente atribuido a Bertolt Brecht, que comienza: “Primero vinieron por los comunistas, y yo callé porque no era comunista”.

Vayamos al grano. El pasado 1 de enero, durante la retransmisión del tradicional Concierto de Año Nuevo de Viena, escuché con sorpresa cómo el presentador explicaba que en la ejecución de la conocida Marcha Radetzky con la que se cierra el concierto se estrenaba una nueva versión, realizada por los profesores de la Orquesta Filarmónica de Viena, depurada de sus reminiscencias nazis.

Les juro que me quedé perplejo. ¿Nazi la Marcha Radetzky? Pero si Johann Strauss padre la compuso en 1848, muchos años antes de que surgiera el nazismo... ¿Estaban locos estos austríacos?

Pero no, la culpa no era del patriarca de la familia Strauss ni al parecer -al menos por ahora- se habían encontrado mensajes subliminales criptonazis en las partituras de sus valses, polcas y marchas. El problema radicaba en que la antigua versión de la marcha ejecutada en el Concierto de Año Nuevo durante décadas no era la original, sino una orquestación realizada en 1914 por el compositor austríaco Leopold Weninger que le aportó mayor vistosidad, un dato que yo ignoraba.

Lo malo no era que Weniger -un completo desconocido para mí y, supongo, para el común de los aficionados a la música clásica- la hubiera mejorado; al fin y al cabo se trata de una práctica bastante habitual tal como ocurrió con Cuadros de una exposición de Mussorgsky, orquestada por Ravel, o con varias piezas de la Suite Iberia de Albéniz, que lo fueron por Enrique Fernández Arbós. Lo malo era que en 1932 Weniger se afilió al nazismo dedicándose a escribir numerosos himnos y marchas exaltándolo.

Bien, puede que Weniger fuera un mal bicho, no lo discuto aunque no conozco lo suficiente su biografía como para poder opinar con suficiente conocimiento de causa; pero para empezar resulta que su versión de la Marcha Radetzky fue compuesta seis años antes de la fundación del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, nueve antes del Putsch de Múnich -su primera participación relevante en la política alemana-, dieciocho antes de la afiliación de Weniger y diecinueve antes de que Hitler llegara al poder.

Es posible también que ya en 1914 Weniger abrigara ideas pronazis, aunque entonces -no olvidemos que ese mismo año estalló la Primera Guerra Mundial tras un largo período de incubación- los nacionalismos exaltados estaban extendidos por toda Europa y no sólo en Alemania o Austria, sino también en Francia, Gran Bretaña o la Italia previa a la dictadura de Mussolini. Así pues, siguiendo estos escrupulosos criterios habría que censurar no sólo a este oscuro y olvidado compositor, sino también a infinidad de intelectuales, artistas y científicos europeos sin distinción de nacionalidades. Insisto, estamos hablando de 1914, no de 1933 o 1939.

Lo cual nos conduce de inmediato a una añeja y aparentemente irresoluta discusión: ¿debemos juzgar las obras únicamente por su valor intrínseco, o a través de la conducta de sus autores de modo que un comportamiento reprobable de éstos suponga la censura automática de las mismas?

Aunque para mí la respuesta está clara, y ya anticipo que es la primera, por desgracia la segunda suele ser bastante más frecuente de lo que debería incluso en casos como el que nos ocupa, en el que los hechos que se cuestionan -la militancia nazi de Weniger- no son sólo posteriores, sino que se mire como se mire nada tienen que ver con la obra que se pretende censurar.

Dicho con otras palabras, aunque otras composiciones posteriores de Weniger sí puedan ser consideradas apología del nazismo, y desde luego títulos como Dios esté con nuestro Führer dejan poco lugar a dudas, me resulta difícil creer que la orquestación en 1914 de una obra que ni siquiera era suya pueda desprender el más mínimo tufillo nazi, por lo que sinceramente pienso que los responsables de la orquesta vienesa se han pasado siete pueblos en su afán desnazificador.

Ya puestos, conviene recordar algunos detalles curiosos. Para empezar, la biografía del personaje al que Johann Strauss dedicó la obra. Joseph Radetzky fue un noble bohemio -curiosamente ni siquiera era germánico, aunque sí súbdito austro húngaro- que cursó una brillante carrera militar al servicio del emperador austríaco. Combatió en las guerras napoleónicas y posteriormente en Italia, cuyas regiones norteñas habían sido anexionadas por imperio austro húngaro tras el Congreso de Viena, significándose como acendrado represor de los movimientos liberales que agitaron Europa a mediados del siglo XIX. Aunque sus contemporáneos -austríacos, se entiende- le consideraron un héroe, desde nuestro punto de vista actual su valoración resulta bastante más crítica, como defensor acérrimo que fue del absolutismo cuando éste ya se batía en retirada. Y aunque evidentemente no pudo ser nazi, puestos en plan quisquilloso deberían haber aprovechado para cambiarle también el nombre a la marcha homónima por la de otro personaje menos reaccionario.

¿Absurdo? Por supuesto, pero no menos que la censura de la inocente e inofensiva orquestación de una marcha festiva que nadie identifica hoy ni con el antiguo imperio austro húngaro ni, mucho menos, con la nefasta dictadura nazi.

Continuemos. Sin salirnos del ámbito musical, tenemos otros casos de músicos presuntamente filonazis como Carl Orff o Herbert von Karajan. El primero es conocido fundamental y, yo diría que también únicamente, por la celebérrima cantata Carmina Burana, una de las obras de música clásica más conocidas y una de las pocas compuestas en el siglo XX. Orff la escribió entre 1935 y 1936 y la estrenó en 1937 en plena época nazi, régimen del que recibió apoyo componiendo diversas obras ya durante la II Guerra Mundial. La derrota de Alemania le causó quebraderos de cabeza pero no le impidió continuar con su labor de compositor, falleciendo en 1982 a los 86 años de edad.

Herbert von Karajan, uno de los directores de orquesta más conocidos, gozó de fama durante el nazismo, y gracias a un incidente estrictamente musical, no político ni ideológico, durante un concierto al que asistía Hitler, que le costó la censura de éste, se libró paradójicamente de ser represaliado al terminar la II Guerra Mundial, aunque siempre arrastró el sambenito de haber simpatizado con los nazis.

¿Censuramos Carmina Burana y el resto de las composiciones de Carl Orff? ¿Prohibimos la reproducción de las grabaciones de Herbert von Karajan? No sería más disparatado, e incluso puede que lo fuera menos menos.

Y ahora el colmo de los despropósitos. El Concierto de Año Nuevo se celebró por vez primera en 1939 -¿les suena el año?- aunque el primer concierto oficial fue el de 1941. La Marcha Radetzky se tocó por vez primera en 1946 en la versión de Weniger y así se siguió haciendo ininterrumpidamente hasta 2019. Conviene recordar que en 1946 tan sólo habían pasado ocho meses desde la capitulación alemana y las fuerzas de ocupación aliadas se encontraban inmersas en plena campaña de desnazificación de Alemania y Austria, lo que no impidió que se incluyera en el programa la misma pieza ahora censurada por sus presuntas reminiscencias nazis, ni que ésta se convirtiera durante más de medio siglo en el símbolo del Concierto de Año Nuevo. De lo cual se deduce que ni los austríacos ni las potencias ocupantes -Austria no recuperó su soberanía hasta 1955- debieron encontrar en ella nada sospechoso pese a las lógicas suspicacias de entonces.

¿Es lógico, pues, que en 2020 sean más papistas que en 1946, cuando todavía no se habían apagado los rescoldos de la II Guerra Mundial? Que me lo expliquen, porque yo no lo entiendo.

De hecho, si busco ejemplos similares de censura por razones políticas o ideológicas tan sólo encuentro la prohibición nazi de autores como Mendelsohn, Mahler, Korngold, Kurt Weill o Schoenberg por el mero hecho de ser judíos, u otros como Hindemith, Alban Berg o Anton Webern por no ser su música del gusto de los jerarcas del régimen.

A lo cual respondió años después el gobierno israelí con la absurda contrarréplica de prohibir representar en su territorio obras de Wagner, otro presunto criptonazi avant la lettre, lo que provocó la mofa de Woody Allen -judío, por cierto- que puso en boca del protagonista de una de sus películas la jocosa afirmación de que cada vez que oía La cabalgata de las Valkirias le entraban ganas de invadir Polonia.

Para terminar tan sólo queda hacer la comparación entre las dos versiones, la proscrita de Weniger -que es la que conocemos todos- y la desnazificada, ya que no me ha sido posible encontrar ninguna grabación de la original de Johann Strauss para poder comprobar qué era lo que quería su verdadero autor. ¿Son tan distintas?

Vaya por delante la advertencia de que, a pesar de mi afición por la música clásica, carezco de conocimientos de teoría musical y soy incapaz de leer una partitura, por lo que tan sólo me es posible identificar una obra, nunca mejor dicho, de oído.

La verdad es que cuando escuché la nueva versión no me sonó rara ni noté en ella mayores diferencias de las que pudiera existir entre dos ejecuciones de una misma obra realizadas por orquestas o directores distintos, y quien no se lo crea puede probar con la Quinta Sinfonía de Beethoven, pongo por ejemplo, dirigida respectivamente por Herbert von Karajan o Karl Böhm.

Pero alguna diferencia tenía que haber, así que recurrí a Youtube para oír ambas versiones, poniendo atención para descubrirlas... y sí, algo creí encontrar aunque, insisto en ello, se trata de una impresión personal y en modo alguno de cambios en la orquestación, armonización o en cualquier otro término musical cuyos detalles se me escapan por completo. Resumiendo, la versión nazi me pareció ligeramente más vibrante y marchosa, valga la redundancia, mientras la depurada me recordaba más a la cadencia suave de un vals... lo cual, teniendo en cuenta que se trata de una marcha, tampoco se puede considerar una herejía.

Y como no conozco la existencia de una música nazi catalogable como tal, salvo quizás las obras de conveniencia compuestas ex profeso por músicos pelotas -entre ellos el propio Weniger- para halagar a Hitler y a sus secuaces, las cuales con toda probabilidad están justamente olvidadas no tanto por sus motivaciones ideológicas, sino por la ausencia de valor musical, pues qué quieren que les diga... que me lo expliquen, porque a la versión censurada yo no le encuentro el tufillo nazi por ningún lado.

A no ser, claro está, que se considere como tal a una marcha militar por el simple hecho de serlo y tanto más cuanto más militar suene, según lo cual también habría que rastrear posibles rebufos nazis -o cuanto menosprenazis- en Pompa y circunstancia de Elgar, Barras y estrellas de John Philip Sousa, Los voluntarios de Gerónimo Giménez o, ya puestos, La Marsellesa, que además de ser concebida como un himno revolucionario su letra es cualquier cosa menos pacifista.

Así nos va.


Publicado el 9-1-2020