Mundo, demonio y carne





Demonio, mundo y carne, de Juan Manuel Blanes
Al parecer, era a esta carne, y no a los filetes, a la que se refería el catecismo



Una de las razones por las que siento que me estoy volviendo viejo es mi tendencia cada vez mayor a contar batallitas al estilo del Abuelo Cebolleta, un personaje del genial Vázquez que probablemente resultará desconocido a las generaciones más jóvenes, pero que en su día fue uno de los principales hitos de los pujantes tebeos españoles codo a codo con Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, Carpanta y tantos otros.

El caso es que varias décadas e incluso en ocasiones más de un siglo más tarde, todavía recuerdo anécdotas de mi infancia y mi adolescencia que ahora me hacen sonreír aunque en su día no fuera precisamente eso lo que sentí, y en esta ocasión voy a rememorar mis tribulaciones con la asignatura de religión en mis primeros años de colegio.

No desearía que nadie entendiera este artículo como una crítica anticlerical, ya que no lo es en absoluto; en todo caso lo sería del franquismo en el cual nací y me crié, un franquismo que si bien en los años sesenta era ya menos brutal que en las décadas anteriores, poco había perdido de su talante meapilas y cerril en todo lo tocante a la religión precisamente cuando, tras el impulso modernizador del concilio Vaticano II, el nacionalcatolicismo que tanto gustaba al dictador se había convertido en un anacronismo del que, para mi desgracia, me vi obligado a padecer sus últimos coletazos cuando a duras penas había alcanzado el uso de razón, como se decía entonces.

Mi primer colegio fue religioso, aunque tal como me han contado amigos que estudiaron en colegios laicos o públicos la situación no era demasiado diferente en ellos. Para centrarnos diré que en este colegio cursé la enseñanza primaria, de los cuatro a los ocho años, entre 1962 a 1967. Y, como era habitual entonces y todavía más en un colegio religioso, la religión distaba mucho de ser la maría en la que se convertiría años después.

En realidad la religión de entonces, cuando las reformas del concilio Vaticano II no habían llegado a España ni por asomo, era más bien catequesis, es decir, adoctrinamiento religioso a la antigua usanza, basado fundamentalmente en memorizar unos catecismos que en ocasiones contaban con varios siglos de antigüedad. No recuerdo cual de los varios existentes era el que seguíamos nosotros, puede que fuera una adaptación moderna para niños de alguno de los clásicos, pero poco importa este detalle puesto que su espíritu era similar.

Lo peor no era su mensaje sino la forma en que nos lo hacían estudiar, que inspirándome en una conocida -y brutal- frase podría definirse como La religión con miedo entra. Porque a mí, a tan corta edad, me tenían aterrorizado con las amenazas del demonio, el castigo del pecado y el infierno, y eso que yo siempre fui un niño modosito y obediente que no daba problemas a las profesoras. No creo que fuera ésta la manera más adecuada de enseñar religión a un niño pequeño sino probablemente justo lo contrario, ya que en muchos casos provocaba un rechazo irreversible de la religión; pero vuelvo a repetirlo, era lo habitual entonces y no sólo en esta asignatura.

Recuerdo, por ejemplo, cuando me preguntaban si había rezado por la mañana al levantarme de la cama y yo, que carecía de la menor picardía, respondía ingenuamente que no, lo que me costaba ir a la capilla del colegio a rezar las oraciones que me había saltado a costa de perderme alguna clase, algo que al parecer le importaba poco a quien me imponía el castigo.

Pero no es ésta la anécdota que deseo contar, sino otras más chocantes que muestran lo cerril que podía llegar a ser la enseñanza cuando yo tenía unos cinco o seis años y la educación sexual no ya a esta tierna edad, sino en cualquier otra etapa posterior, era algo que ni estaba ni se le esperaba.

Por ejemplo, yo no lograba entender qué era eso de la Inmaculada Concepción a la que tanta importancia le daban, empezando porque no tenía ni la menor idea de qué era una concepción por muy sin pecado que la Virgen hubiera sido concebida. En cuanto a la propia Virgen, más de lo mismo: ¿qué era una virgen? Porque además de la Virgen María había otras muchas santas que también eran vírgenes, eso sí con minúscula, sin que se nos explicara en qué consistía ese plus de santidad reservado exclusivamente a las mujeres. Asimismo, si Jesús era hijo de Dios, ¿por qué su padre era san José? Pónganse ustedes en la mente de un niño de esta edad e intenten entenderlo.

Con los Mandamientos me pasaba algo parecido. Mejor o peor yo llegaba a entender bastantes de ellos: Amarás a Dios sobre todas las cosas,No tomarás el nombre de Dios en vano y Santificarás las fiestas venían a decir que obedeciéramos a los sacerdotes y a las monjas y que fuéramos con nuestros padres a misa. Honrarás a tu padre y a tu madre tampoco planteaba demasiadas dudas si lo entendíamos como que también había que obedecerlos. No matarás lo interpretaba como que no debía pisar a las hormigas ni perseguir a las palomas, aunque he de confesar que no siempre lo cumplía. No robarás suponía que prohibía quitarle el lápiz al compañero de pupitre o el juguete a un amiguito, lo que estaba bien porque así tampoco podrían quitártelo a ti. No mentirás quedaba también bastante claro, y además teníamos el ejemplo de Pinocho. No codiciarás bienes ajenos, aunque más complicado, se podía considerar parecido a No robarás...

Pero los que no me entraban ni a tiros en la cabeza eran el sexto y el noveno, sin duda los dos más complicados. ¿Qué demonios -con perdón- quería decir eso de No cometerás actos impuros y, todavía más enrevesado y aparentemente indistinguible del anterior, No consentirás pensamientos ni deseos impuros? ¿Qué eran un acto, un pensamiento o un deseo impuros? Mi mente infantil, la pobre, era incapaz de descifrar el significado de la impureza, y por supuesto de nada habría servido pedir a la monja o a cualquier adulto que te lo explicaran. Así pues durante años, hasta que crecí lo suficiente para entenderlo por mí mismo y ya hacía tiempo que no iba a ese colegio, fueron para mí un auténtico enigma. En realidad no es que esto me preocupara demasiado, pero lo cierto es que no dejaba de intrigarme.

Y eso que todavía no conocía sus versiones antiguas: No cometerás adulterio y No desearás la mujer de tu prójimo, porque de haberlas sabido entonces sí que me habría quedado más perdido que un pulpo en un garaje.

Pero el premio gordo era sin duda la advertencia -casi una admonición- de que si nos dejábamos arrastrar por alguno de los tres enemigos del hombre -ahora habría que decir del hombre y la mujer- arderíamos sin remedio en el infierno. ¿Cuáles eran esos tres supervillanos? Pues el Mundo, el Demonio y la Carne, todos ellos con mayúsculas.

Y aquí era donde venía el lío. Al que mejor entendía de los tres era al Demonio, porque al fin y al cabo estaba harto de que lo usaran de espantajo para asustarnos y que fuéramos buenos; al fin y al cabo era bastante capaz de imaginármelo, ayudado por las ingenuas ilustraciones del catecismo y los libros de religión, como un ser muy malo y muy feo, con cuernos, colmillos y rabo, que esgrimía un gran tenedor -entonces yo no conocía la palabra tridente- con el que me pincharía empujándome hacia el infierno. Así pues, la cosa quedaba bastante clara.

Lo del Mundo se presentaba ya más problemático. Yo tenía una vaga idea de lo que era el mundo -con minúscula- ya que había estudiado que la Tierra era un planeta que, junto con otros ocho -ahora sólo siete-, giraba en torno al Sol, y que nosotros vivíamos en la Tierra al igual que los americanos, los africanos, los esquimales o los chinos; pero no llegaba a entender qué podía haber de malo en ello, sobre todo cuando no había nadie que pudiera vivir fuera del mundo.

El más inintiligible de todos era con diferencia el tercero, la Carne. Aquí sí que se me cruzaban completamente los cables, ya que era incapaz de entender qué podía tener de malo, e incluso de muy malo, ese filete tan rico que me daba mi mamá para comer. Y aunque entonces no había veganos dando la vara, me quedaba la duda de si por comer carne, que bien que me gustaba, incurriría en un pecado mortal con pasaporte directo al castigo eterno. Por suerte opté por no hacerle caso y seguir comiéndola, aunque seguramente habría preferido que la hubieran sustituido por la Verdura.

Quizá si en vez de ser español hubiera nacido angloparlante podría haberlo entendido algo mejor, ya que en inglés existen dos palabras diferentes para definir la carne comestible -meat- y la carne a la que hacía alusión el catecismo -flesh- sin que yo lo sospechara siquiera, aunque puede que en mi ingenuidad infantil hubiera acabado identificando a estos pecadores con los caníbales, lo cual habría resultado todavía peor.

En consecuencia, además de aterrorizarnos continuamente con el infierno nos bombardeaban con unos conceptos que a esas edades éramos incapaces por completo de entender, sin que ni siquiera se molestaran en explicárnoslo de una manera adecuada para nosotros o, preferiblemente, dejándolos para más adelante cuando ya fuéramos capaces de comprenderlos.

Desconozco como será ahora la enseñanza a esas edades, aunque huelga decir que ese método tan antipedagógico desapareció por fortuna hace ya mucho tiempo. De lo que no estoy tan seguro, a juzgar por la infantilización de los jóvenes actuales, es de si no habrá sido peor el remedio que la enfermedad, y no me refiero exclusivamente a la enseñanza de la religión.


Publicado el 24-11-2021