Pan y carroña





Éstos, al menos, son beneficiosos para el medio ambiente


Ya en una época tan remota como la del imperio romano se inventó una manera cómoda y sencilla de alienar a la gente, el conocido Pan y circo, el cual experimentaría diversas mutaciones a lo largo de la historia aunque sin perder nunca su esencia primordial, que no era otra que la de mantener a los súbditos contentos y, por supuesto, tranquilos, a base de satisfacer sus dos necesidades más básicas, la alimentación y la diversión; que nada hay peor para cualquier gobernante que un pueblo hambriento o capaz de plantearse ideas propias no necesariamente coincidentes con sus intereses, no sea que la chusma vaya a echar mano de la guillotina y acabe buscándote las cosquillas.

Y aunque lo ideal sería tenerlo tan fácil como se lo pusieron al felón Fernando VII, que tuvo la suerte de encontrarse con unos españoles que, no satisfechos con desangrarse para reponerlo en un trono que no se merecía, acuñaron frases tan significativas como las conocidas de ¡Vivan las caenas! o Lejos de nosotros la funesta manía de pensar, a estas alturas que corren los métodos de alienación necesitan ser un poco más sofisticados para que, como dijo Lampedusa, todo cambie para que todo pueda seguir igual. Sí, ahora tenemos democracia y una sociedad mucho más avanzada -aunque por desgracia no lo suficiente- que la de nuestros desdichados antepasados de hace doscientos años, pero en el fondo la manipulación de la sociedad es, si cabe, todavía más aplastante que entonces, ya no por parte de los poderes de la época -la monarquía, la nobleza y el clero- sino por los poderes fácticos de ahora, principalmente los económicos entreverados, claro está, con los políticos. Pero prefiero no ahondar ahora en este tema, magistralmente profetizado por Pohl y Kornbluth en su novela Mercaderes del espacio allá por una fecha tan lejana como 1953, ya que me desviaría demasiado de lo que quiero comentar en esta ocasión y que, por analogía con la cínica frase romana, he decidido bautizar como Pan y carroña.

Mucho es lo que se han denunciado los niveles de aberración alcanzados por la telebasura y su aliado natural, el cotilleo eufemísticamente llamado del corazón, de modo que poco es lo que se podría añadir, en un intento de ser original, que no fuera incidir en el ya manido tema de la abismal degradación del nivel de calidad -llamémoslo así- de los famosos y famosillos medios; aunque hace unos años fueran tan parásitos sociales como lo son en la actualidad, por lo menos acostumbraban a ser -previamente, se entiende- cantantes, artistas, toreros, aristócratas o cuanto menos millonarios, mientras que ahora nos encontramos con una fauna compuesta por concursantes de los Gran Hermano variados o bien por familiares, conocidos o ex-amantes de famosillos previos, con lo que se da la paradójica circunstancia de que el famoseo se extiende por contagio como si de una auténtica plaga medieval se tratara, independientemente de los méritos -es un decir- de los agraciados, que cada vez con mayor frecuencia no es ya que suelan ser unos personajes perfectamente mediocres, sino que son decididamente miserables.

Lo peor de todo es que esta morralla no se limita a pulular por su entorno natural, sino que acaba infectando también a otros ámbitos presuntamente serios como pueden ser los medios de comunicación normales. Y esto es lo que me indigna, ya que si bien es normal que los buitres se alimenten de carroña -no me imagino a estas aves degustando con fruición manjares de la alta cocina-, lo que ya no lo es en absoluto, es que te sirvan esa misma carroña en un restaurante que se supone es de lujo, valga la analogía.

Toda esta reflexión viene a cuento debido a la indignación que me causó el tratamiento informativo dado en los medios de comunicación general -no hablo ya en la telebasura y su prensa afín- a la muerte de Carmina Ordóñez, una persona que con todos mis respetos -lamento su desaparición exactamente igual que la de cualquier otra persona por anónima que sea, pero desde luego ni un ápice más- lo único que hizo durante toda su vida fue pasárselo bomba sin dar literalmente palo al agua. Quiso el azar que por esos días se produjeran los fallecimientos de varias personas objetivamente mucho más importantes que ella, como fueron los casos de Marlon Brando, Antonio Gades, Francis Crick o Jerry Goldsmith, ninguno de los cuales alcanzó ni de lejos la relevancia informativa, por sorprendente que parezca, de la que disfrutó esta profesional de las exclusivas hueras. Insisto, no estoy hablando de la prensa perteneciente a su ámbito natural, que maldito lo que le importará la vida de un artista, un científico galardonado con el premio Nobel o uno de los más importantes compositores del siglo XX, si es que sus responsables conocían siquiera su existencia; me estoy refiriendo a los medios de comunicación general, algo que a mí me ha resultado total y absolutamente indignante.

Pero eso es lo que hay, y ésta es la sociedad que nos ha tocado padecer mal que nos pese, una sociedad en la cual las publicaciones más vendidas son, con gran diferencia, los periódicos deportivos y las revistas de cotilleo. Claro está que todavía resulta mucho más grave comprobar cómo los medios de comunicación presuntamente serios se vuelcan también en estos saraos con un entusiasmo que en nada tiene que envidiar al de sus frívolos colegas. Así ocurrió con la agonía y muerte de Rocío Jurado, una noticia elevada al rango de acontecimiento nacional y, como tal, objeto de una cobertura informativa desmesurada y a todas luces fuera de lugar, mereciendo además la finada poco menos que honores de jefe de estado en sus exequias fúnebres. Conste que nada tengo en contra (como tampoco a favor) de la fallecida cantante, y que nada hay más lejos de mi intención que cuestionar su valía artística ya que, ni me gusta el género musical que cultivaba, ni tengo elementos de juicio suficientes para hacerlo; pero sinceramente, por muy buena que fuera en su campo, algo que no oso discutir, se han pasado siete pueblos.

¿Es esto serio? Mucho me temo que no, y realmente me resultó indignante máxime cuando muchos de esos ciudadanos del montón que de forma tan ridícula mostraban su pesar por la desaparición de la tonadillera, a buen seguro que tendrían problemas más acuciantes y directos que afrontar, como por ejemplo el pago de la hipoteca o llegar a fin de mes. Pero como dice una conocida sentencia, Come mierda, cien mil millones de moscas no pueden estar equivocadas. Y así nos va.


Publicado el 4-8-2004