Perros y lobos





Fotograma de 1984, película basada en la obra homónima de George Orwell


Hace ya mucho tiempo, allá cuando todavía era estudiante universitario, me planteé a modo de ejercicio intelectual cual de las dos antiutopías -o distopías- más conocidas y famosas, 1984 y Un mundo feliz, se ajustaba más a la cruda realidad cotidiana, sin que en ese momento lograra decantarme de una manera clara por ninguna de ellas.

Han pasado desde entonces cerca de treinta años, yo no tengo a estas alturas nada de jovencito y en el mundo han ocurrido las suficientes cosas de calibre, no todas precisamente buenas, como para que merezca la pena retomar de nuevo esta pregunta; aunque en esta ocasión, a diferencia de entonces, la respuesta la tengo meridianamente clara: Huxley ha vencido a Orwell por goleada, al menos en lo que a nuestro entorno occidental respecta, que en otras culturas ajenas, por el contrario, siguen pintando bastos y alfanjes.

Esta conclusión era de esperar. Pese a que ambas novelas comparten el hecho de ser críticas feroces de un modelo político, social y económico determinado, ambas toman rumbos diametralmente opuestos a la hora de elegir sus respectivas dianas. 1984, publicada en 1948 en plena guerra fría, se cebaba con el estalinismo, algo que era de esperar dada la filiación troskista de Orwell. Un mundo feliz, anterior a ella en algunos años -fue escrita en 1932-, por el contrario, centró su crítica en el capitalismo. Y, como todo el mundo sabe, a estas alturas el comunismo como régimen político es ya historia salvo en algunos pequeños reductos numantinos como Cuba o Corea del Norte; lo de China será lo que sea, pero a estas alturas, desde luego, comunismo no. Por el contrario, la versión más darwinista del capitalismo salvaje, es decir, la ley de la selva pura y dura, está por desgracia en auge no sólo en su hábitat natural, los Estados Unidos, sino también en la socialdemócrata Europa, lo cual me resulta mucho más preocupante aunque sólo sea porque vivo en ella.

Claro está que este capitalismo salvaje apenas camuflado de neoliberalismo -¡ay si los liberales españoles que parieron la Constitución de Cádiz levantaran la cabeza!-, tan del gusto del iraquicida Aznar y sus cínicos epígonos, intenta mostrársenos con una cara amable más falsa que Judas, pero sorprendentemente efectiva; aunque bien pensado, recurrir de nuevo a estas alturas a los matones que sembraron el pánico en la Barcelona de la Semana Trágica quedaría bastante antiestético. No, siempre será mejor proletarizar de tapadillo a la clase media -que se lo digan a los mileuristas y a los megahipotecados-, eso sí, con vaselina para que no les duela tanto, y aprovecharse de la nueva y abundante servidumbre de la gleba constituida por esos cuatro o cinco millones de inmigrantes recién asentados en la vieja piel de toro; y si son ilegales mejor, porque así no reclamarán por la cuenta que les trae.

Sin embargo, y por sorprendente que parezca, la gente no sólo no protesta sino que encima es, o cree ser, feliz. ¿Será el soma? Por supuesto, aunque no de la forma en la que Huxley imaginara, que los drogadictos están muy mal vistos, sino de otra mucho más sutil, pero no por ello menos efectiva. Algo que leí hace poco nos puede venir al pelo para entenderlo. El autor de un artículo, cuyo nombre por desgracia he olvidado, comentaba que la domesticación del perro -o por hablar con más propiedad, del lobo- por nuestros antepasados neolíticos había consistido básicamente en impedir que los cachorros, al crecer, llegaran a madurar hasta convertirse en lobos adultos. Dicho con otras palabras, nuestros simpáticos canes domésticos no serían sino el equivalente mental -recurriendo al símil de la perrunidad- de un lobo adolescente, si no cachorro... bueno, la verdad es que yo creo que muchos de nuestros chuchos ciudadanos en realidad no pasan hoy en día de la categoría de meras depravaciones genéticas, pero ésta es ya otra historia.

Centrémonos en esta idea. Los perros domésticos, en especial los de las grandes ciudades, obligados los pobres a vivir encerrados entre cuatro paredes y con un paseo por las calles del barrio, convenientemente sujetos por una correa, como único desahogo a sus instintos perrunos, deberían ser más infelices que el Segismundo de Calderón, ya que si existen un cielo y un infierno caninos yo no me puedo imaginar a este último como algo muy diferente a nuestro hábitat urbanícola. Y sin embargo los pobres bichos parecen vivir felices, o por lo menos no demasiado insatisfechos. ¿Por qué? Pues, según esta teoría, porque no pasarían de ser unos cachorros grandes, maduros física pero no intelectualmente. Y, claro está, libres de la “funesta manía de pensar”, aunque sea a lo lobuno, se acabaron los problemas, tal como en la novela de Huxley comentan dos deltas especulando sobre lo incómoda que debería de resultar la vida de los sufridos alfas.

Fijémonos ahora en el Homo mediocribus, ese urbanita domado por los poderes fácticos -sean éstos los que sean- a modo de caniche. Años atrás, hasta los tiempos de nuestros abuelos, cualquier conato de disidencia se reprimía literalmente a tortazos, lo que conllevaba el riesgo de que de vez en cuando a la gente se le hinchaban las narices y te montaban una revolución, con guillotina incluida por gentileza de la casa. Desde luego a largo plazo era una mala estrategia, así que pronto aprendieron a cambiar de manual. Dales comida, a ser posible de supermercados de marca, que los económicos están llenos de chusma; proporciónales un ocio predigerido e inofensivo en forma de centros comerciales, retransmisiones deportivas a tutiplén y telebasura varia, y facilítales un cubil confortable, a ser posible en forma de adosado -un mal sucedáneo de los chalets, dicho sea de paso-, y ya verás como cuando te acerques a ellos no sólo no te gruñen, sino que además te dan la bienvenida moviendo alegremente el rabo.

Poco les importará que sus amos los lleven sujetos con la correa de la hipoteca y que les pongan el bozal de la precariedad laboral. Poco les importará lo que pase en el mundo, o en la calle de al lado, siempre que les saquen a pasear los fines de semana al centro comercial más cercano, no les falte su ración de soma televisivo y puedan presumir ante los amigos y la familia de coche nuevo, televisión de plasma, GPS o móvil último modelo. Están domados, completamente domados, como lo demuestra la preocupante infantilización de la sociedad, que ya tiene su inicio en el colegio -mejor empezar cuando todavía son unos cachorros- y luego continúa con una adolescencia descerebrada y casi perpetua. Y así, todos contentos.

Puede que esto no sea todavía el inicio de la decadencia irreversible de nuestra sociedad, Dios no lo quiera porque las posibles alternativas que se vislumbran en lontananza son para echarse a temblar; pero mucho me temo que ese espíritu crítico y exigente que, desde el Renacimiento para acá, hizo de Europa lo que hoy es, está tan difunto como aquellos próceres que con tantos esfuerzos lo alentaron.


Publicado el 22-6-2007