El rábano por las hojas
Fotografía tomada de la
Wikipedia
Si hay algo que me molesta especialmente es que, tal como dice la conocida frase, me cojan el rábano por las hojas cuando doy mi opinión sobre algo, máxime si, por precaución, había puesto cuidado en evitar posibles malentendidos por tratarse de un tema potencialmente polémico o delicado. Quizá a causa de mi formación académica, quizá por venir ya equipado de fábrica, lo cierto es que tiendo a ser lo más racional posible en mis argumentaciones, o cuanto menos lo intento; lo cual, en la práctica, choca de plano, de sobra lo sé a estas alturas de mi vida, con la manera de razonar de mucha gente.
En estos casos, y puesto que yo siempre intento dejar las cosas claras, tan sólo me caben dos posibles explicaciones: o bien la gente es más tonta de lo que parece hasta el punto de ser incapaz de entender cosas que a mí me resultan obvias, o, por el contrario, aun siendo capaces de ello, se enrocan en su propia y preconcebida interpretación de los hechos negándose a aceptar la evidencia, algo que me atrevo a sospechar que debe de ser lo más frecuente, ya que me cuesta aceptar que haya tanto cenutrio suelto.
Todavía peor es cuando mi opinión ha quedado reflejada por escrito, dado que en estos casos el riesgo de equivocarme, o de no haber sido suficientemente claro, es mucho menor que cuando la manifiesto de viva voz. Pero ni con esas.
Voy a poner dos ejemplos de lo que digo, bastante similares en la forma aunque no en el fondo. Uno de ellos es antiguo, y data de cuando escribía artículos de opinión en un periódico local. El otro es reciente, surgido a raíz de un hilo de comentarios motivados por una noticia publicada en un periódico digital. Entiendo que en ambos casos pudo existir una componente emocional capaz de ofuscar a sus responsables, pero les hubiera bastado con una simple relectura, más en frío, de mis comentarios para darse cuenta de que lo que yo decía no era lo mismo que lo que ellos quisieron leer. Y desde luego, si en vez de atacarme con toda la artillería a su alcance hubieran optado por pedirme explicaciones de una manera civilizada, habría sido mejor para todos.
Comencemos por el primero. Paseando un día, me encontré con que una acera, bastante estrecha además, había sido invadida en toda su anchura por una rampa construida para permitir el acceso a un portal en silla de ruedas. Está claro que se trataba, usando la rebuscada terminología al uso, de una supresión de barreras arquitectónicas, lo cual en principio estaba bien; pero me dio por echar un vistazo al interior del portal y me entró la sospecha de que la rampa quizá se podría haber hecho dentro de éste y no fuera, en la calle, con lo cual se habría alcanzado el mismo resultado sin necesidad de perturbar innecesariamente el paso a los peatones.
Éste fue el razonamiento que utilicé en mi artículo, dejando bien claro por si acaso que, no sólo no me quejaba del obstáculo, sino que consideraba prioritario facilitar el acceso a su domicilio a ese vecino necesitado de usar una silla de ruedas, limitándome a sugerir la conveniencia, insistiendo en el condicional si hubiera sido posible, de que en este caso la rampa hubiera sido construida por dentro.
Bien, pocos días después me dijeron en la redacción que habían llamado por teléfono preguntando por mí. Respondí a la llamada lo antes que pude, contestándome una señora que, supuse, debía estar vinculada al usuario de la rampa. Tras identificarme, y sin mediación alguna, se puso a llamarme de todo acusándome de no tener entrañas y de otras cosas peores... cuando yo había puesto, insisto, todo el cuidado posible al redactar el artículo de forma que quedara suficientemente clara mi crítica.
Intenté explicárselo, pero resultó imposible; me enfrentaba a una ametralladora de reproches y recriminaciones. Le pedí por favor que me dejara explicarme, e hizo caso omiso. Volví a insistir, amenazándole con colgar si no me dejaba hablar, y siguió en sus trece; así que no me quedó otro remedio que hacerlo. Y, pese a que yo tenía la conciencia muy tranquila, me quedó un mal gusto de boca. En cualquier caso, estaba claro que esta señora interpretó mi artículo como quiso y, una vez que hubo extraído sus personales y erróneas conclusiones, no hubo manera de convencerla de lo contrario.
Pasemos ahora al segundo caso. La noticia en cuestión fue la muerte en Portugal de varios grafiteros atropellados por un tren cuando huían del revisor que les había descubierto en plena faena. En realidad no fue ésta la que motivó mi comentario, sino una ampliación posterior según la cual un testigo presencial había declarado a un medio de comunicación luso que un grupo de jóvenes había bloqueado las puertas del tren para impedir que éste pudiera arrancar mientras el resto procedía a pintarrajear las paredes exteriores del mismo. El revisor habría intentado impedirlo rociándoles con la espuma de un extintor -hay que recordar que eran varios mientras él estaba solo-, a lo cual éstos habían respondido apedreándole. Finalmente habían salido corriendo, con tan mala fortuna que no se apercibieron de que por la vía contigua circulaba un tren a gran velocidad que se llevó a tres de ellos por delante.
Puesto que la investigación del incidente estaba en manos de las autoridades pertinentes, nada podía opinar yo sin más datos que los que acabo de exponer, y desde luego no era ésta mi intención. Lo que sí me irritó fue el tono en que estaba redactado el artículo, demasiado condescendiente a mi parecer con unas prácticas vandálicas, antiestéticas y por supuesto ilegales, lo que no impide que sean muchos los progres que las alientan o, cuanto menos, las disculpan.
Así pues escribí este comentario, evidentemente en tono mordaz:
No, si ahora encima le echarán la culpa al revisor olvidando que, si bien estas muertes son lamentables, por supuesto, se trataba de unos delincuentes, y lo digo con todas las letras. Porque ya está bien de buenismo estúpido.
Reconozco que quizá se me pudo ir un poco la mano al utilizar el término delincuentes, no porque éste fuera incorrecto sino a causa de la ñoñería que parece haberse adueñado de esta cada vez más blandengue sociedad; pero al fin y al cabo, no me faltaba razón. Según el diccionario de la RAE delincuente es aquél que comete un delito, es decir, alguien que infringe las leyes. Y pintarrajear un bien ajeno sin consentimiento de su propietario está tipificado como vandalismo y, por lo tanto, es ilegal. Sí, es un delito menor, pero delito al fin y al cabo y como tal punible por la ley. Otra cosa es que se haga, por desgracia, la vista gorda a esta plaga que tanto dinero nos cuesta o que haya corifeos que tengan la desfachatez de defenderlo o, cuanto menos, de disculparlo. Y aunque es evidente que no puede ser comparado con otros delitos más graves, no por ello deja de serlo.
Además, por si fuera poco, en ocasiones estos grafiteros, no conformes con embadurnar la superficie elegida, no dudan en violar las normas de seguridad parando los trenes repletos de viajeros en mitad de las vías, con el peligro que esto supone, e incluso en enfrentarse violentamente con quien intente impedírselo. No se trata, pues, de gamberradas inocentes o inocuas.
Volvamos a nuestro caso. Pese a todo, quizá debería haber hecho alguna concesión a la blandenguería imperante sustituyendo el adjetivo delincuentes por algún eufemismo equivalente, pero más digerible para los adoradores de la cada vez más inquisitorial corrección política; sinceramente no caí en este detalle, pero en cualquier caso tampoco debería haber sido necesario hacerlo en una sociedad menos imbécil que la que nos vemos obligados a padecer. Por otro lado, quizá esto habría supuesto poner fuera del alcance de estos aprendices de inquisidores no sólo el rábano sino también las hojas, dejándoles así sin argumentos o, al menos, dejárselo más difícil, aunque luego se verá por donde iban realmente los tiros.
Eso sí, procuré dejar bien claro, y con toda sinceridad, mi pesar porque tres chavales hubieran visto sus vidas truncadas de una manera tan absurda, lo que no impedía que la responsabilidad del accidente fuera sólo suya dado que, si no hubieran estado allí haciendo algo que no tenían que hacer, éste no habría ocurrido. Éste era, en definitiva, el mensaje que yo quería transmitir.
Pero al no haber sido -innecesariamente, creo- más explícito, alguien que se identificó como cercano a uno de ellos -dos de las víctimas eran españolas- me respondió de una manera impertinente cogiéndome, ¡cómo no!, el rábano por las hojas. Por supuesto yo habría admitido que intentara rebatirme; a continuación hubiera procedido a darle las explicaciones pertinentes y, en su caso, a hacer las puntualizaciones necesarias. Al fin y al cabo, así es como entiendo el diálogo y la discrepancia civilizada.
Pero ya lo dijo en su momento Antonio Machado: en España de diez cabezas, nueve embisten y una piensa. Así pues, no es de extrañar que este señor optara directamente por exigirme que me callara y me abstuviera de opinar sobre si los grafiteros eran delincuentes o no... algo que por supuesto nunca he estado dispuesto a consentir, ya que las censuras de cualquier tipo siempre me han dado bastante alergia. Por si fuera poco, esgrimió argumentos tales como que esos chicos no estaban haciendo mal a nadie (!), no estaban dando palizas a perros o quemando mendigos, rematando su disertación con esta perla: supongo que usted de joven, a la edad de estos pobres chicos habrá hecho cosas de las que tampoco se siente orgulloso, como todos hemos hecho. Sin comentarios.
En mi respuesta rebatí todos sus argumentos incluyendo su impertinente intromisión en mi derecho a opinar, con independencia de que, lo repetí una vez más, lamentara el trágico fin de estos chicos, únicos responsables de su desgracia. En su segunda réplica, además de acusarme alegremente de atentar contra el honor de los fallecidos -hay que ver lo fina que tiene la piel la gente últimamente-, se le vio todavía más el plumero al afirmar que el conductor o quien fuese, pudiera haberse saltado la normativa o el protocolo de actuación, ya que (...) al haber actuado así ha incurrido en un homicidio involuntario, (...) y deberá responder por sus actos. Y luego era yo el que hablaba, según él, sin saber...
Como no es cuestión de aburrirles, bastará con añadir que en un nuevo comentario di por zanjado el asunto, dejándole claro que no consentía que tergiversara mis palabras. No obstante, mucho me temo que serán muchos los que a la postre pudieran ser incapaces de entenderlas o, todavía peor, los que ni tan siquiera se molesten en intentarlo ya que, en definitiva, es mucho mas cómodo coger una idea previamente masticada y limitarse a repetirla a modo de mantra. En fin, es lo que tenemos.
Publicado el 16-12-2015